– A lo mejor podría explicármelo todo con más detalle. Empezando por su llegada a Ibiza. ¿Cree que podrá hacerlo?
Costa le hablaba con voz serena y agradable, como un médico que le pide al paciente que le explique la historia de su enfermedad.
Grone asintió.
– El jueves se estropeó por la lluvia. Fue un verdadero horror. Nos pasamos el día entero en la sauna. En Figueretas. Y por la noche estuvimos en…
– Cronológicamente, quiero decir. Tal como lo vivió usted. Como en una película, para que yo pueda hacerme una idea -interrumpió Costa, sonriente.
– Bueno, fui del aeropuerto al hotel. No llevaba más equipaje que un pequeño neceser. En la isla hace calor. Sólo quería descansar. ¡Este cielo de ensueño, este tiempo maravilloso! -sonrió con entusiasmo.
– Bueno, ¿y qué hizo después?
– Después fui en taxi a la playa de Es Cavallet.
– ¿Quién se la había recomendado?
– Nadie.
– ¿Nadie?
– Sí, madre mía, naturalmente llevaba conmigo el Spartakus.
Costa había tenido que resolver una vez un caso muy complicado en la escena gay de Hamburgo y por eso conocía esa guía turística y de ocio para homosexuales.
– ¿Y? ¿Qué tal estuvo?
Costa tenía que conseguir que Grone le hablara con soltura de todo ello. Tenía que hacer que se sintiera seguro.
El procedimiento requería que el interrogado se mostrara hablador, y sólo fallaba si el sujeto había previsto ya la situación del interrogatorio, si había estudiado sus excusas y sus mentiras, si las había ensayado como lo haría un actor.
Costa conocía a esos tipos. Sin embargo, no creyó que Grone fuera uno de ellos. Si era el asesino, o bien lo habían utilizado, o bien lo había hecho en un ataque de enajenación paranoide.
El capitán sacó un paquete de cigarrillos del cajón de su escritorio. Aunque él no fumaba, le ofreció uno a su interlocutor. No quería transmitirle a Grone la sensación de que lo estaban interrogando fríamente.
– ¿Cómo es la playa de Es Cavallet? Yo no he ido nunca. La verdad es que no conozco mucho la isla.
Grone parecía muy dispuesto a hablar. Era lo que Costa había esperado, y se relajó un poco.
– Es Cavallet es una playa muy normal al principio -dijo Grone-. Allí he ido siempre a comer, a la Escollera. Siempre está muy concurrida y hay una vista muy buena de Formentera. Además, a unos cien metros hay un restaurante muy in en el que se encuentran todas las personalidades, El Chiringuito. Lo frecuenta hasta Polanski.
Grone describía la playa como si él fuese a menudo. Costa lo llamaba el «efecto in». Como si quisiera decir: ¡eh, que hace tiempo que vengo por aquí y conozco bien este sitio!
– En el último recodo, en la torre -siguió explicando Grone-, se convierte en una playa gay. Al llegar, enseguida me di cuenta de que allí se ligaba. Bueno, por eso mismo había ido yo. Había bellezas tumbadas, cuerpos cubiertos de aceite, más allá los había rasurados, mirones… Una amplia variedad. Allí está el Chiringay. Medio bar de playa y medio discoteca con animadores travestidos. Bebí algo y me tomé una tapa. Es el punto de encuentro total. La mayoría ya va en pequeños grupos.
Grone empezó a sonreír al hablar de todo aquello. Tenía unos dientes blancos y sanos.
– Allí fue donde conocí a Gino algo más tarde. Pero primero caminé hasta algo más allá del Chiringay y llegué a las dunas, donde empiezan esos pinos retorcidos. Son dos kilómetros más o menos. -Grone se reclinó con una sonrisa y puso las manos en el regazo-. Es donde tienen lugar los contactos para el sexo rápido. Allí se folla cueste lo que cueste, perdón, pero así es. De los suyos no hay nadie. La policía española no va. Ni un solo agente.
A Costa no se le había pasado por alto que el muchacho le había mirado directamente a los ojos durante ese pequeño arrebato de grosería, como para comprobar si se indignaba o ver si podía ganárselo. En cualquier caso, se mostraba más confiado, y Costa ahora sabía que la seducción y la sexualidad eran terreno seguro para él.
– Seguramente no habría allí ni un solo español -dijo para mantener la conversación en marcha.
– Al contrario -dijo Grone, riendo-. Tras las dunas hay un pequeño sendero que frecuentan sobre todo los españoles. Esperan detrás de los árboles, tocándose para intentar atraer la atención de algún interesado. -Grone estaba cada vez más relajado-. Pero yo me encontraba todavía en el otro lado -siguió explicando-, en el lado del mar, donde tienes esa agua fantástica frente a ti, bañando la deliciosa escena gay. Allí las dunas son casi como montañas minúsculas separadas por pequeños cañones. En los lugares más altos y expuestos se colocan esos indios solitarios, esos hombres desnudos que buscan con la mirada. Es como si la administración del balneario hubiese dispuesto sobre las montañas de arena una columna griega cada cincuenta metros. -Las alabanzas eran parte de su arte de seducción. Se dejaba llevar por el entusiasmo-. Desde allí arriba vigilan y son la señal de que puede pasar algo. Están ahí para interesar y seducir a cualquiera que todavía no sepa lo que pasa. Son cuerpos absolutamente entrenados. A veces se ve a alguien subir allí arriba y luego cómo las cabezas se inclinan hacia abajo y desaparecen en alguna hondonada de arena. Hay otros que se pasean en cueros entre las píceas y los matorrales de las dunas. Por todos los rincones se ve algún que otro movimiento, y cuerpos rozándose sobre la fina arena. Entre ellos hay muchos británicos. Se los reconoce por los tatuajes. El solo hecho de estar tumbado al sol y observar lo que sucede a tu alrededor ya resulta estimulante. Es el mismo morbo que en la sauna. He ido varias veces al baño de vapor, donde los contactos son muy directos. Pero eso fue un día después, el jueves. Cuando la lluvia hizo que fuera imposible ir a la playa. La penumbra y ese vapor… y cuando te das cuenta de lo que se trae entre manos toda esa manada que hay junto a ti, es muy estimulante para los sentidos. ¡Es lo más! Aunque uno no tenga intenciones sexuales y sólo quiera tumbarse en las dunas: se siente un hormigueo diferente a cuando se toma el sol en Cala Tarida.
– ¿Y estuvo allí con Gino Weber?
– No, Gino no estaba en las dunas. También hay gente que no busca sexo directo, sino que quiere quedar con alguien para la noche. A él lo conocí más tarde, en el Chiringay. Allí estableces contacto visual y charlas un poco. Yo soy de Colonia, ¿tú a qué te dedicas? Todos desnudos. Y después quedas para esa noche, y todo el mundo va de punta en blanco: ropa muy chic y sólo de diseñadores caros, naturalmente.
– ¿De modo que quedó con Gino para esa noche?
– Sí, la chispa saltó enseguida. Queríamos vernos a las diez. Yo me presenté puntual como un reloj.
– ¿Dónde?
– En el Dome. Me gusta ese sitio, los heteros se mezclan con los gays. Es el punto de encuentro más in.
– ¿Cómo llegó hasta allí?
– Fui caminando desde el Playa Central a la playa, paseé por toda la orilla y en algún momento llegué a la calle que lleva a Vara de Rey. Desde allí entré en el casco antiguo. Gino me había explicado que aquello está tan abarrotado durante la temporada que hay que agarrarse bien. La gente se frota, allí te ríes, charlas, llegan las estrellas travestís y luego te despides para ir a la fiesta que sea. Hablas con gente interesante, guapa y con buenos perfumes: «Oye, mira, esta noche damos una fiesta en la finca de Santa Gertrudis», o: «Vamos todos después al Amnesia», o: «Después nos vemos todos en Pacha», o se encuentran todos en un gran yate de algún multimillonario. O en Gaultier. Eso se decide allí mismo. ¡Dios mío, qué isla!
– ¿Cuánto tiempo tardó en llegar al Dome?
– A eso de las cinco, o cinco y media, me marché de la playa y llegué al hotel a las seis. Me refresqué, hice un poco de zapping y luego me tomé una copa abajo, en el bar.
– ¿Cuándo fue eso?
– A las nueve bajé tranquilamente al bar.