– ¿Hasta entonces estuvo viendo la televisión?
– Sí, haciendo zapping por varios canales.
– ¿Qué vio? ¿Recuerda algo de lo que retransmitían?
– Nada en concreto. Quería echar un vistazo a los canales españoles, pero no entendía nada.
– Pero de algo se acordará, ¿no?
– Sí. De un concurso. Había unas cuantas personas sentadas, era mi juego de azar o de adivinar no sé qué. Y luego deporte. Un poco de fútbol. Pero no conseguí enterarme de qué equipos jugaban.
– ¿Y cuándo llegó al Dome? ¿De eso se acuerda bien?
– Sí, a las diez en punto. Por nada del mundo quería llegar tarde. Si no, a lo mejor él se habría ido a otro sitio.
– ¿Y después?
– En el Dome me bebí dos copas de Veuve Cliquot y Gino se tomó dos gin-tonics. Después salimos de allí, subimos la escalera de la calle de la izquierda para ir a Angelo, ese club gay con una terraza al aire libre. Allí nos tomamos un Ibizy-Crazy cada uno y salimos por las callejuelas estrechas hasta la calle de la Virgen. Una cosa después de la otra. Pasamos por el Caprichio y entramos en el Foc i Fum. Después estuvimos un rato en el Exis y fuimos al León, casi enfrente. Y para terminar al Ánfora, claro, la discoteca gay total.
– ¿Todo eso fue en su primer día, el miércoles?
– Sí.
– Hoy es domingo. Seguramente habrá salido todas las noches. ¿No se estará confundiendo?
Grone se echó a reír.
– ¿Qué quiere que confunda? Todas las noches han sido iguales. Primero la playa, después al hotel a descansar un poco y luego al Dome a eso de las diez. Más tarde una ronda por los bares y al Ánfora. -Grone rió-. Ahora sí que le he mentido. El jueves no fuimos a la playa, porque cayó esa infernal lluvia roja. Como si el cielo sangrara. Dios mío, pensé, ¿quién ha provocado esto? Al amanecer volvimos a pie a casa, al hotel de Gino, y su camisa blanca estaba roja como después de una carnicería. «¿Una carnicería? ¿Cómo se te ha ocurrido eso?», me dijo. «Lo que pasa es que tengo la regla.» Nos quedamos de pie bajo la lluvia, partiéndonos de risa. Gino es un tipo muy divertido. Le caerá bien.
Desde sus inicios en la profesión, Costa se había acostumbrado a tratar con locos o dementes como otras personas trataban con sus compañeros del departamento de contabilidad. Había intentado llegar a ser inmune a sus acentos estridentes, pero no lo había conseguido. Siempre se quedaba boquiabierto como un niño ante esta vida tan sorprendentemente polifacética que Dios había creado.
Allí se encontraba ahora, sentado ante ese hombre tan bello, preguntándose adónde le llevaría ese viaje.
– Cuando llegamos al hotel de Gino, estábamos calados hasta los huesos. Pero no importaba, ¡era nuestra primera noche! «Quiero volver a verte pronto», me dijo Gino al día siguiente. Quedamos en vernos en la iglesia de Santa Gertrudis. La lluvia roja había parado, hacía un día maravilloso. Gino me enseñó la isla y yo me enamoré de ella al instante. Pensé: algún día quiero vivir aquí, quiero tener mi pequeña finca. La noche siguiente volvimos a pasarla juntos. Gino quería que dejara mi hotel, y eso hice. Poco después de que usted y yo habláramos en la terraza del café, por cierto.
Si tenía ante sí a un asesino brutal y cruel, Costa no podía ocultar cierta admiración. Con qué maestría había incluido su encuentro con Costa y la posterior huida de su hotel en la conversación… ¡Con ello había anulado cualquier sospecha!
Sonó el teléfono. Era El Surfista, que le comunicaba con orgullo que ya tenía el resultado de la comparación de las huellas dactilares.
– Grone estuvo en el apartamento -dijo-. No hay duda posible. Las huellas del hotel y las del pestillo del dormitorio coinciden. Los resultados del resto de las pruebas los tendremos dentro de veinticuatro horas.
Costa le dio las gracias por ello y le dijo que ya no lo necesitaría más ese día.
– Mañana tenemos reunión a la una y media -añadió después.
Sintió que El Surfista se alegraba de no tener que regresar enseguida, pero estaba demasiado agotado para reaccionar. Se despidió y llamó a Elena Navarro a su despacho. Costa lo había creído improbable, pero aún estaba allí.
– ¿Todavía no te has cansado?
– No. Quería esperar al resultado del interrogatorio.
– Bien. Entonces pásate un momento.
Apareció enseguida, despierta y fresca, como si acabase de darse un baño.
– Me siento como un importantísimo delincuente internacional -dijo Grone con una amplia sonrisa, y se levantó para saludar a Elena.
«Parece estar como pez en el agua», pensó Costa, y decidió darle una ducha de agua fría.
– Tenemos una orden de arresto internacional contra este caballero en relación con una petición de extradición. Pero lo retendremos aquí hasta que nos explique por qué ha asesinado a Ingrid Scholl.
Grone se puso a hacer aspavientos con los brazos, masculló algo sobre la típica brutalidad de la policía española y corrió hacia la puerta.
– No llegará lejos -le dijo Costa.
Grone dejó el pomo de la puerta, se volvió y gritó que no permitiría que lo llamaran asesino.
– Pues no lo haremos -dijo Costa-. Lo llamaremos «el inculpado». Si con ello llevamos o no razón, podrá comprobarlo dentro de un momento. Si tiene la amabilidad de sentarse.
Grone regresó a disgusto a su silla, y Costa se volvió de nuevo hacia Elena.
– Bueno, para ponerte un poco en antecedentes: el caballero que está aquí sentado es Günter Grone, nacido el veintidós de septiembre del setenta en Seiffen, en los Montes Metálicos, Alemania. Estudió jardinería en Dresde, en cuya cárcel permaneció entre el ochenta y cinco y el ochenta y nueve, pero salió en libertad antes de lo previsto y fue entonces al Berlín del Este, donde cuidó de los jardines de las villas de los ocupantes rusos. Cuando cayó el Muro, en el ochenta y nueve, conoció a un conductor de autobuses de Colonia, Ulf Hinrich, se mudó a su casa y desde entonces han vivido juntos. El tres de febrero del noventa y siete, un lunes de Carnaval, conoció en el Päffgen de Colonia a Ingrid Scholl y después trabajó para ella como jardinero. El cuatro de agosto del noventa y ocho cometió un robo en la casa de los vecinos de Ingrid Scholl, en Lindenallee, y se llevó cinco mil cuatrocientos marcos. Por ello lo condenaron a dos años y medio de prisión. De ellos, ha cumplido aproximadamente dos. Su solicitud de liberación anticipada fue tramitada hace unos días. -Grone hizo un gesto con la mano como diciendo: «Culpa suya, si no lo he sabido hasta ahora»-. El pasado martes se escapó de la cárcel. Pasó la noche en Colonia con su compañero sentimental, Ulf Hinrich, y le robó el pasaporte. -Grone iba a protestar, pero Costa alzó una mano para impedírselo-. El miércoles por la mañana, muy temprano, le pidió que lo llevara en coche al aeropuerto de Düsseldorf y cogió un vuelo con destino Ibiza, donde encontró habitación en el hotel Playa Central. Pasó el día en la playa, conoció allí al doctor Gerd Weber, de Gifhorn, y quedó con él por la noche, a las diez, en el Dome. A eso de las cinco y media se marchó de la playa y fue al hotel para refrescarse. Sobre las siete y media cogió un taxi que lo llevó hasta Vista Mar y bajó ante la verja cerrada del recinto vigilado. -Costa se volvió hacia Grone con una sonrisa cortés-. Mi compañera ha encontrado al taxista. Lo ha identificado a usted gracias a una fotografía.
– Era un tipo calvo, si lo recuerda usted -Elena lo dijo con la misma afabilidad cortés con la que Costa había pronunciado su informe.
«Buen juego de equipo», pensó éste.
Grone se los quedó mirando a ambos como petrificado.
– Estuvo después en el apartamento de Ingrid Scholl, como nos demuestran sin lugar a dudas las huellas que hemos encontrado, y allí debía de seguir a eso de las nueve treinta y cinco, cuando la señora Scholl fue asesinada. O bien nos dice ahora mismo por qué lo hizo, o bien nos dice quién es el asesino.