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Se volvió con brusquedad hacia Grone, que había observado con atención cada uno de sus movimientos.

– Sé que tenía sus motivos. La cuestión es: ¿los entenderé?

Costa había olvidado todo su cansancio.

Esperó. El silencio se apoderó de la sala. Tampoco Elena se movía. Costa sintió el palpitar de su pulso.

Grone tragó saliva, movió la cabeza a uno y otro lado, levantó el brazo derecho y se rascó el cuello. Sus ojos no hacían más que ir de Costa a Elena.

Al fin soltó una breve carcajada.

– Sí, es verdad. -Volvió a tragar saliva, carraspeó y tosió.

– ¿Qué es verdad? -preguntó Elena.

Costa se sorprendió de lo dulce y melódica que había sonado de pronto su voz.

– Que fui a verla. Porque ella lo quería. Recibí una carta suya diciéndome que tenía que ir a visitarla, que se moría de ganas de verme. No me vi capaz de negarle ese deseo. Se alegró muchísimo al saber que me había escapado de Colonia.

– ¿Tiene todavía esa carta?

– No. La he buscado por todas partes, pero me la habré dejado en algún sitio.

– ¿Cómo entró en su apartamento? -preguntó Costa.

– Ella me escribió cómo tenía que tocar al timbre.

– ¿Y bien? ¿Cómo tenía que hacerlo?

Grone imitó el sonido del timbre. Ulf Hinrich había mencionado la carta y también lo de la llamada del timbre, pero en las declaraciones de los residentes de Vista Mar, Costa no había oído nada de todo eso. Se lo preguntaría a Erika Brendel. Si era cierto, estaba claro que Ingrid Scholl habría abierto sin preguntar nada.

– ¿Y después? -quiso saber Elena.

– Sólo hablé un rato con ella, me dijo que estaba esperando visita. Fui un momento al lavabo, porque tenía que ir al baño, y después me dejó su coche y me dijo que fuera a dar una vuelta por la ciudad y que volviera cuando su visita se hubiera marchado.

– ¿Le dijo qué tipo de visita esperaba?

– Me dijo que era una amiga que iba a echarle las cartas.

Martina Kluge, eso encajaba. Costa había estado casi convencido de tener al asesino, pero ¿no tendría ante sí a un inocente?

– ¿Y qué sucedió después?

– Estuve de acuerdo y me fui con el coche a Ibiza, porque además tenía esa cita con Gino a las diez en el Dome.

– ¿Y luego?

– Luego aparqué el coche, estuve un rato dado vueltas a pie, porque no conocía la ciudad, y al final pregunté cómo llegar al Dome.

– ¿Dónde aparcó el coche?

– En la entrada de Ibiza, a la derecha de la carretera.

– ¿Todavía tiene la llave?

– Sí. -Grone buscó en el bolsillo. Nada. Buscó mejor, se puso incluso de pie, pero no encontró ninguna llave-. Debo de haberla perdido -dijo, desconcertado.

– ¿Y cuándo llegó al Dome?

– A las diez estaba allí.

– ¿Gerd Weber también?

– Él también. Pueden preguntarle. Eran las diez en punto. Consulté el reloj, porque pensé que a lo mejor había llegado demasiado pronto.

Costa miró su reloj.

– ¿Qué hora tiene usted?

Grone se mostró confuso.

– ¿Por qué? No llevo reloj.

– Pero acaba de decir que consultó el reloj y supo que eran las diez en punto cuando llegó al Dome.

– Sí, llevaba el reloj de Gino. Me lo había dado en la playa para que no llegara tarde. -Sonrió con aire de superioridad-. Con ese préstamo quería atarme, de alguna manera.

Costa no se dejó disuadir.

– ¿Y en el reloj de Weber marcaba las diez cuando estaban ustedes dónde?

– Cuando salí a la terraza del Dome. Me quedé allí de pie y miré en derredor, a toda la gente. ¿Dónde estará? ¿Habré llegado muy pronto? Consulté el reloj: ¡las diez en punto! «Maravilloso, he sido más que puntual», pensé entonces, y allí estaba él. Me acerqué y le dije: «¿Ves? He llegado en punto, aquí tienes tu reloj. Las diez en punto».

Si Weber corroboraba esa coartada… ¡No, Costa no podía creerlo! Ese muchacho era el asesino, no la señora Haitinger ni ningún otro. Puede que lo hubiera contratado Siegfried Scholl, pero él había cometido aquella atrocidad. Torres había dicho que la mujer fue asesinada después de las 21.35. Grone no habría tenido tiempo de llegar a la ciudad de Ibiza antes de las 22.00. Eso quedaba descartado.

– ¿Por qué no le devolvió el coche?

– Quería hacerlo, pero no estaba en su casa. Intenté llamarla varias veces.

«Qué frialdad -pensó Costa-, si de verdad la mató.»

– ¿También el mismo miércoles por la noche?

Costa esperó con curiosidad.

Él había estado en el apartamento con todo el equipo hasta las dos de la madrugada, habrían oído el teléfono. Scholl no tenía contestador automático.

– No, aquella misma noche no. Al día siguiente, a mediodía. Y también el viernes y el sábado. En algún momento tenía que devolverle el coche.

Aquel chico era la inocencia personificada. Pero eso no sería ningún problema para descubrir la verdad. Grone había pasado los últimos dos años en la cárcel, así que no sabía que los nuevos teléfonos guardaban los números de las últimas veinte llamadas.

– ¿Cada cuánto lo intentó?

– Pues unas cinco o seis veces.

Costa le pidió entonces que volviera a describir con exactitud dónde había dejado el Mercedes y después ordenó que se lo llevaran detenido.

Se dejó caer en la silla y estiró las piernas. Elena se sentó muy erguida delante de la grabadora y rotuló los casetes.

Costa pensó en invitarla a tomar algo. De haber ido a Hamburgo, ahora estaría feliz y tranquilo en la cama, con los niños, y sólo se despertaría cuando Annalena le diera una patada. ¿Quién iba a consolarlo de la añoranza de cariño familiar que sentía? ¿Elena en Sa Calima? Un poco de Buena Vista Social Club, una buena cerveza y no ponerse demasiado serio. ¡Tontear un poco! Incluso tenía un motivo de celebración. Todavía no habían llegado los últimos resultados, pero estaba claro lo que dirían.

En el interrogatorio del día siguiente pondría a esa bestia contra la pared y le sacaría la confesión frase a frase. El martes por la tarde tendría listo el informe para la fiscalía y el miércoles se sentaría con su superior a preparar el comunicado de prensa. Después se tomaría un día de descanso.

A lo mejor incluso podía permitirse un rato libre a la mañana siguiente. Para hacer la colada, porque ya no tenía nada que ponerse.

– Creo que mañana vendré algo más tarde al despacho -le dijo a Elena-. Lo primero que haré será pedirle a El Obispo que busque el coche de Scholl y que la grúa se lo lleve. Es posible que allí encontremos más rastros de sangre.

Elena dijo que no era necesario, que ella avisaría a Rafel. Costa le dio las gracias y le propuso ir después al Royal Plaza para interrogar a Gino Weber, el amante de Grone.

– Ese hombre no protegerá a un preso fugado que está bajo sospecha de asesinato. Si Grone mató a Scholl entre las veintiuna treinta y cinco y las veintidós, es imposible que estuviera en el Dome a las diez. Conozco el trayecto. Aun conociendo las carreteras mejor que nadie, con las calles vacías y a gran velocidad, habría tardado al menos treinta minutos. Seguramente Weber dirá que se encontraron algo después de las diez. Además, Grone ha dicho que llamó a la señora Scholl un par de veces el jueves, el viernes y el sábado. Mañana iré yo mismo otra vez al apartamento a comprobar el teléfono. Si la mató, es muy probable que después no intentara hablar con ella.

Elena, entretanto, ya había recogido sus cosas.

– Creo que lo primero que haré mañana será enviar los casetes para que los transcriban.

– Sí, eso es importante, tiene que firmarlo -convino Costa.

La joven le recordó que todavía tenía que hablar con la esteticista, Martina Kluge. Costa asintió; la llamaría a primera hora y quedaría con ella.