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– ¡Vale, pues ya está! -dijeron ambos a la vez, cosa que hizo que Elena Navarro esbozara una pequeña sonrisa.

Cuando salieron al pasillo, se fue la luz de todo el edificio. Costa renegó en voz baja. Le fastidiaba cada vez que pasaba eso, aunque no era nada raro. Asió instintivamente el brazo de Elena para conducirla por la oscuridad de la escalera. Ella lo dejó hacer sin decir palabra y Costa la sintió muy cerca. Estaba a punto de preguntarle si quería acompañarlo a Sa Calima, pero tropezó. Seguramente se habría caído de no haberlo sujetado ella. Elena dijo que había sido una caja de herramientas, porque en esa planta estaban renovando las tuberías. Cuando llegaron a la cuarta planta, la luz volvió y Elena se despidió de Costa. Quería ir a su despacho a buscar algo.

Costa consultó el reloj. Faltaba poco para la una. Tenía que irse a la cama. Durante el interrogatorio casi se le habían cerrado los ojos un par de veces. Además, a la mañana siguiente por fin tendría ocasión de recoger su apartamento. Antes sólo tenía que conseguir una cita con Martina Kluge y comprobar el teléfono del apartamento de Ingrid Scholl. Y aún le daría tiempo de ir a comprar el antical para la ducha.

Capítulo 11

Cuando Costa salió al balcón el primer lunes de octubre, la temperatura era de dieciocho grados y el cielo estaba de un azul resplandeciente. Enseguida pensó en El Surfista. A lo mejor se quedaba dormido y se olvidaba de llevar las pruebas al Instituto Forense. Costa se hizo un café, se sentó al sol en el balcón y llamó a El Surfista, que ya iba de camino al Instituto. Por el ruido del tráfico, Costa supo que ya estaba en Barcelona.

Para llamar a Martina Kluge aún era muy temprano, pero podía empezar con la colada. Deshizo la cama y metió toda la ropa en la lavadora. Después recogió los platos, puso el lavavajillas en marcha y se decidió a limpiar las ventanas.

Hacía tres semanas que había comprado un limpiacristales, un cubo y un paño de cuero. Cuando los niños iban a visitarlo, siempre hacía con ellos las tareas de la casa, seguramente por eso sintió de pronto unas ganas enormes de llamarlos un momento.

A esa hora a lo mejor encontraba aún a Annalena antes de ir al colegio. Y así fue. La niña le explicó que se le había caído otro diente. Le dijo que lo envolvería, lo metería en un sobre y se lo enviaría. Él le contestó que se alegraría mucho de recibirlo y que lo guardaría.

– Y luego, cuando vengas a verme en vacaciones, podrás volver a verlo -le dijo.

– No puedo volver a verlo -repuso la niña-. Entonces ya tendré otro nuevo.

A las nueve llamó a Martina Kluge. La chica tenía una voz cálida. Cuando hablaba, todo sonaba suave, preciso y claro. Como estaba ocupada hasta la tarde, quedaron a las cinco en el centro de belleza.

«Una joven agradable -pensó Costa-. ¿Cómo será en persona?»

Cuando terminó de limpiar las ventanas, empezó a sentir hambre. Se maldijo por ser tan idiota y en un día como ése, en que podía, no haber pensado primero en el placer. Pero tampoco era demasiado tarde.

Decidió bajar un momento a comprar un par de cosas y prepararse un buen desayuno. Tres huevos fritos con jamón. Estaba claro que se lo había ganado.

En su barrio existían todavía todas esas tiendas pequeñas que en otras partes habían desaparecido hacía tiempo: una carnicería, una verdulería, una panadería, una corsetería, un quiosco, una librería abigarrada, una sala de juegos y varios pequeños restaurantes.

Costa compró huevos, jamón y pan. De vuelta, le lanzó una mirada al escaparate del videoclub en el que una vez había alquilado El paciente inglés. Sin embargo, a base de horas extra, nunca conseguía ver ninguna película.

Cuando acababa de poner los huevos en la sartén y estaba a punto de echarles sal, sonó un aria de La flauta mágica, la melodía de Mozart que le había puesto al móvil. Intentó pescar el teléfono del bolsillo de sus pantalones sin mancharlos de sal y huevo.

Era Elena. Gino Weber, el amante de Grone, se había evaporado.

– ¿Se ha ido?

– No, aún está registrado en el Royal Plaza, pero esta mañana no se encontraba en su habitación y de momento sigue sin aparecer. He pedido en recepción que nos informen en cuanto aparezca. ¿Qué hago ahora?

Costa repuso que tampoco era tan importante, que de todas formas seguramente su declaración no cambiaría nada en cuanto a la culpabilidad de Grone.

– Entonces, ¿has descartado por completo a la señora Haitinger? -preguntó Elena.

– Ni siquiera tú crees que fuera ella.

– Pero no por eso la tacho de la lista de sospechosos. Eso sólo lo haría si me hubiese enamorado de ella.

A Costa no le pareció gracioso. Además, los huevos se le estaban pegando a la sartén. Intentó separarlos con la pala de madera, pero no lo consiguió porque tenía el teléfono en la mano izquierda, así que lo sujetó entre la barbilla y el cuello para poder usar las dos manos. Empujó con fuerza, pero la pala resbaló, dio contra el borde de la sartén y el aceite caliente le salpicó en la mano. Costa se sacudió y el teléfono se estrelló contra el suelo de la cocina. Con ello terminó la conversación. Los huevos estaban medio quemados. Le habría gustado tirarlos a la basura, pero sabía que no podía permitirse esos arranques de derroche. Mordió un trozo de pan, se metió en la boca los trozos de huevo que se habían salvado y masticó con rabia. Estaba a punto de servirse un vaso de zumo de naranja Don Simón cuando su móvil volvió a interpretar la melodía de Mozart. A Costa no le apetecía contestar. Creyó que sería Elena, para incordiarlo otra vez con lo de la señora Haitinger. ¡Él, enamorado de Haitinger! ¡Qué estupidez más increíble! ¡Y viniendo de la gélida Navarro! Como el teléfono no dejaba de sonar, contestó vociferando directamente:

– ¡No estoy enamorado de Haitinger! ¿Cómo se te ha ocurrido semejante memez?

– Tampoco yo he dicho nada por el estilo -repuso Franziska Haitinger.

La sartén volvía a echar humo, Costa se dio cuenta de que había olvidado apartarla del fuego.

Al otro lado de la línea reinaba el silencio.

Costa estaba a punto de colgar cuando volvió a oír la delicada voz de la señora Haitinger:

– ¿Oiga? ¿Sigue usted ahí?

Llamaba para darle el número de teléfono del doctor Teckler, el médico que la había remitido a Schönbach, y también para decirle que iba camino del aeropuerto para volver a Frankfurt. Sólo para que no se preocupara de que pudiera huir.

– Volveré a Ibiza, sólo voy a una visita médica. Espero que no pase nada. De todas formas le daré mi número de móvil, así podrá localizarme en todo momento.

Costa se disculpó y explicó que la había confundido con una compañera de trabajo que le había recriminado que la considerara inocente. Franziska Haitinger le agradeció su confianza y le repitió que no era culpable, que esa historia era de lo más absurda. Mientras buscaba un bolígrafo, Costa preguntó con educación si estaba enferma y por qué tenía que ir a Alemania para ver a un médico. Añadió también que se la oía un poco floja.

– ¿Y le extraña? -Por primera vez desde que la conocía, notó un tono de reproche en su voz-. ¡Algo así no pasa sin dejar huella! ¡Ha sido horrible! -Esa última palabra apenas se entendió, porque la mujer se había echado a llorar.

Costa hubiese querido consolarla, pero sus sollozos eran cada vez más fuertes. La había creído una persona con un gran dominio de sí misma y muy dura, pero de pronto, ahora que todo había pasado, se desmoronaba. Pensó que la señora Haitinger pondría fin a la conversación, pero siguió al teléfono, de modo que Costa tuvo que escuchar con impotencia cómo se venía abajo.

– Disculpe -dijo ella al cabo-, pero es que no estoy bien. Ésa es precisamente la razón por la que voy a ver al especialista.

– ¿Cuándo sale su vuelo?