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– A la una y diez.

Le dio su número de teléfono y se disculpó una vez más.

– Señora Haitinger, si puedo ayudarla en cualquier cosa, cuando sea… -dijo Costa, todo lo comprensivo que pudo mostrarse-. Y me alegro de que me haya llamado.

Cuando llegó a la reunión, al capitán le esperaba una sorpresa. El Obispo había ido a buscar el coche de Scholl con la grúa y había hecho inspeccionar el volante en busca de huellas. Habían encontrado impresiones dactilares, pero ninguna de Grone. ¿Acaso había conducido el coche otra persona? Eso encajaba con el hecho de que el joven no encontrara las llaves. A lo mejor no las había tenido nunca.

Costa pidió que le explicaran otra vez dónde habían encontrado el vehículo para compararlo con la declaración de Grone, que había dicho que lo dejó en el puerto, en el lado derecho de la calle. Aquello no era del todo exacto, pero se correspondía más o menos con el lugar de la avenida de Santa Eulalia donde lo habían encontrado, frente a la zona portuaria, delante de una nave industrial en ruinas.

– Es un pequeño bloque de arenisca que tiene una palmera delante. El coche estaba entre la palmera y el edificio. -Como Costa seguía mirándolo sin saber a qué lugar se refería, El Obispo añadió-: Donde el gran cañaveral que hay entre la central eléctrica y la vieja plaza de toros se une con la avenida. Al lado hay todavía un pequeño aparcamiento, delante del Club Náutico.

Entonces Costa cayó en la cuenta.

– A lo mejor conducía otra persona -dijo El Obispo.

– O Grone llevaba guantes -sugirió Elena.

– Puede -dijo El Obispo-, pero entre sus cosas no hemos encontrado ningunos, tampoco en el coche. A lo mejor conducía Brendel.

Costa sonrió y se lo tomó a broma hasta que El Obispo le dio una carta y le dijo que la había encontrado entre los asientos.

Estaba escrita a mano en un papel de carta de la señora Brendel y llevaba, además, su firma. Iba dirigida a Günter Grone: Centro Penitenciario, Rochuβtraβe 250, Colonia, con fecha del 2 de septiembre de 2001. El Obispo leyó los párrafos más relevantes:

– «Lo conozco a usted muy bien gracias a lo que cuenta lngrid. Soy su mejor amiga y quisiera hacerle un regalo de cumpleaños. Si supiera usted lo mucho que lo ama, seguro que no dudaría en volver a verla. Y ése sería mi regalo: ¡que venga usted! Ingeli me ha explicado que se portó muy mal con usted. Sin embargo, ahora querría enmendar las cosas ¡Un bonito motivo para reencontrarse! Mi regalo de cumpleaños tiene que ser una sorpresa. No tiene por qué ponerse usted ningún lazo, pero ella no puede sospechar nada. Por eso le hago una lista con toda la información que va a necesitar: Apartamento 402, cuarta planta. Código de la verja y la puerta principaclass="underline" 1998 (por favor, no le dé a nadie este código secreto). En el apartamento, llame al timbre de la siguiente manera: dos toques largos, dos cortos… Siempre está en casa para ver las noticias, a eso de las ocho de la tarde. ¿Qué me dice? Atentamente, Erika Brendel.»

– ¡Menudo regalito de cumpleaños! -exclamó Costa, que a continuación se levantó y se acercó a la ventana.

¿Sería la misma carta que habían mencionado Grone y su amigo Hinrich? Necesitaba un momento para procesarlo. ¿Sería un encargo de asesinato encubierto? ¿Qué clase de motivo habría tenido la señora Brendel? ¿Daba esa carta las instrucciones para que se cometiera el crimen? Recordó que las declaraciones de Erika Brendel sobre las personas involucradas habían ido cambiando, y no pocas veces, según su estado de ánimo. Al principio a Costa le pareció gracioso y lo tomó por una peculiaridad de su carácter. Sin embargo, ahora se preguntaba si detrás de ello no se escondía la profunda inseguridad de una persona que había participado en un crimen. Mentir requiere inventar un cuento lógico y convincente, pero no al estilo de Hansel y Gretel, sino un cuento que esté bien anclado en la realidad en determinados puntos. Es ahí donde tropieza la mayoría, pues hay que ser rápido pensando y tener la memoria de un jugador de póquer, que en todo momento sabe qué cartas siguen en juego y cuáles se han echado ya. Qué dije antes, qué tengo que decir todavía y qué no puedo saber de ninguna manera. Los temperamentos fuertes como el de la señora Brendel solían tener que corregirse varias veces para lograr algo así.

Costa se volvió hacia El Obispo:

– ¿Quieres decir que ella lo esperaba en el coche con el motor en marcha mientras él estaba arriba, matando a su amiga? ¿Que después bajó corriendo, subió al coche de un salto y se fueron a la ciudad a toda velocidad para conseguir una coartada?

El Obispo se frotó el cuello y titubeó un poco.

– Qué sé yo… No conozco a los alemanes. A lo mejor se hacen canalladas así para pasar el rato.

Por el contrario, conocía a todos los carteristas, ladrones y estafadores de Ibiza. Incluso sabía lo que se hacía entre los gitanos.

Elena había estado hojeando el expediente.

– Hicimos una lista con todo lo que había en el apartamento de la víctima -dijo-. No encontramos guantes de goma domésticos.

– ¿Y qué? -masculló Costa.

La joven señaló un comprobante de compra.

– Que en el tique del supermercado aparecen unos guantes de goma. Deberíamos haberlos encontrado. Claro que podemos volver a buscar, pero si no hay nada, puede que Grone se los pusiera para no dejar huellas dactilares.

– ¿Y dónde han acabado?

– Los tiraría junto con las llaves del coche después de dejarlo aparcado.

– Es una posibilidad -dijo Costa.

No se sentía en muy buena forma. Tenía la extraña sensación de que la señora Brendel estaba presente en la habitación con su sonrisa juvenil.

– No sería una mala explicación -dijo Elena, y a él le pareció que de pronto le dedicaba una sonrisa compasiva-. Además, esa tarde Brendel estaba en Mallorca. Tú mismo fuiste a buscarla al aeropuerto al día siguiente.

– Bien -exclamó Costa-, hoy iré otra vez a visitarle y le apretaré las clavijas.

Después le preguntó a Elena si, entretanto, había aparecido ya el testigo Weber.

– Poco antes de la reunión he vuelto a llamar al hotel. Por el momento sigue sin aparecer. Debe de haber pasado la noche en algún otro sitio.

– ¿Has comprobado si sus cosas siguen en la habitación?

– Sí, se lo han preguntado a la camarera. Todo sigue allí. Tampoco ha pagado la cuenta y aún le quedan catorce días de estancia.

– Bueno, pues ningún problema -dijo Costa-. Ya oiremos lo que tenga que decir cuando sea.

Consultó el reloj. Dentro de poco deberían recibir noticias de El Surfista. El Obispo dijo que había hablado con él y que los resultados estarían listos a eso de las dos.

– En cualquier caso, ¿es seguro que están realizando los análisis de las pruebas?

– Sí, Torres se ha encargado de eso.

Ya sólo faltaba el informe de Costa sobre el viaje a Colonia. Esa tarde se quedaría en el despacho haciendo horas extras para redactar sus notas sobre las declaraciones de los testigos y después dejarle a cada uno una copia en su mesa. Quería ahorrarse el informe oral porque, de todas formas, El Surfista no estaba presente. Dijo, sin embargo, que ya no podían considerar sospechoso al ex marido de Ingrid Scholl, porque a la hora de los hechos estaba cenando en un restaurante italiano de Colonia.

– Habría que averiguar si suele salir a cenar a menudo o si esa noche en el italiano fue una excepción -intervino El Obispo.

– ¿Te refieres a que a lo mejor la coartada podría hablar en su contra?

El Obispo asintió.

– Exacto. Si ha sido un asesinato por encargo, como mandante, sin duda se habrá buscado una coartada para esa noche.

– Tienes razón -dijo Elena con una sonrisa-. En ese caso, además, en el restaurante pediría algo que llamara mucho la atención. Habrá que comprobarlo.

Costa iba a añadir algo cuando le sonó el móvil. Era El Surfista, que le informó entusiasmado de que en el cuello de la víctima se habían encontrado rastros de Grone, igual que las fibras halladas sobre el pecho y la barriga de la víctima.