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– A juzgar por las huellas dactilares, salió del dormitorio, después abrazó a la víctima y la apretó contra sí. Así se explica la diseminación de fibras. Después la estranguló. Sólo que… no murió por estrangulamiento. La mataron ensartándole los pinchos. ¡Y eso señala a Haitinger!

Costa creyó percibir cierto tonillo burlesco. «El chaval ha pasado una noche fantástica en Barcelona -pensó-, ha desayunado hasta hartarse, seguramente su amiga se habrá ocupado de comprar su queso preferido y no habrá dejado que se le quemen los huevos fritos. ¡Y, encima, aún quiere sacarme de mis casillas para que él pueda decir que hay gente que no sabe disfrutar de su trabajo! ¡Qué hijo de perra!»

– Muchas gracias. Mañana por la mañana, a las nueve, revisaremos los resultados por escrito.

Los demás lo miraban con expectación.

– Ha sido Grone -dijo Costa, y se levantó-. Voy a decirle cuatro cosas bien dichas. Va a preferir hacer una confesión completa.

– Me gustaría… -empezó a decir Elena con voz dudosa.

– Muy bien -dijo Costa-. Ve por la grabadora y baja. Te espero en el coche.

Capítulo 12

Grone seguía llevando su chaqueta amarilla y, en el cuello, ese pañuelo de seda que fascinaba a Costa de una forma tan desagradable, pero su expresión resplandeciente se había extinguido. Todavía conservaba el moreno, pero su piel parecía ahora cenicienta. Costa le preguntó si podían charlar un rato. Grone sonrió y mostró sus bonitos dientes blancos.

– Claro, claro, capitán.

– ¿Sigue siendo de la opinión de que no necesita abogado? -preguntó Costa, y Grone volvió a asentir con afabilidad.

– Estaría bien que dijera usted sí o no, en lugar de limitarse a sacudir la cabeza. Estamos grabándolo todo en casete.

– ¡Sí! ¡No necesito ningún abogado! ¡Presto declaración porque soy inocente!

– ¿Tiene algún reparo en que grabemos la conversación? -preguntó Costa.

Grone se acercó un poco al micrófono.

– No, si me dan los casetes cuando todo haya terminado -y, mirándolo, añadió-: Como recuerdo. El día que me vaya.

– ¿Cuándo cree usted que llegará ese día?

Costa lo observaba con curiosidad.

Grone se pasó ambas manos por el pelo.

– No lo sé. Hoy a lo mejor ya es demasiado tarde. ¿Mañana? ¿Pasado mañana?

– Señor Grone, al principio nos dijo usted que no era Günter Grone, sino Ulf Hinrich. Decía no conocer a Ingrid Scholl. Después, sin embargo, reconoció haber utilizado el pasaporte de su compañero sentimental, Ulf Hinrich. Al principio dijo que había llegado el jueves, pero después admitió que en realidad había sido el miércoles. Y finalmente ha acabado por reconocer también que la noche del miércoles, a las ocho, estuvo en el apartamento de Ingrid Scholl. Ha dicho que ella le dejó su coche porque tenía una visita… -Costa interrumpió de pronto su discurso y preguntó con brusquedad-: ¿Vio usted a la joven?

Grone se quedó unos instantes desconcertado por el repentino cambio de tono. Sin embargo, se estremeció como si quisiera ahuyentar una pesadilla y sacudió la cabeza.

– No.

– Aceptó la oferta de la señora Scholl de utilizar su coche y se fue a Ibiza con él. ¿Correcto?

– Sí, eso es.

– ¿Llevaba puestos los guantes?

– ¿Qué guantes?

– ¡Llevaba o no llevaba guantes? -vociferó Costa.

La pregunta cayó como un latigazo.

Grone tardó un momento en recuperarse.

– Ingrid sabía que tengo una alergia al cuero en las manos y me dijo que sería mejor que me pusiera guantes, porque el volante de su coche está revestido de piel.

Costa se sorprendió, y no para mal. Estaba claro que ese chico tenía un talento especial. Pensó entonces en el vecino de Ingrid Scholl de Colonia, el anciano que tan bien le había hablado del don de Grone para la jardinería. Por su inteligencia y su manera de comportarse, Costa lo habría creído capaz de tramar pequeñas estafas, pero no de un crimen tan horrible y violento. Salvo por una cosa: era una persona que tenía totalmente disociada y reprimida esa parte animal de su personalidad. Solían ser conciudadanos muy normales, a veces incluso muy amables, los que escondían horribles acciones asesinas tras su existencia respetuosa e inofensiva. Muchos monstruos de los campos de concentración eran así, se trataba de un tipo común de asesino en serie. Esas personas eran bombas de relojería andantes.

– ¿Y?

– ¿Y qué?

– Que si se puso o no se puso guantes.

Grone empezaba a cabrearse.

– ¡Que sí! ¡Le he dicho que sí! Me prestó unos guantes de goma.

– ¿Y dónde dejó esos guantes de goma?

– Estaban asquerosos, se pegaban y eso. Los arrojé de camino al Dome.

– ¿Ya no los necesitaba?

– No, ¿para qué?

– ¿No quería devolverle el coche a la señora Scholl?

– ¡Sí! Pero tenía prisa por llegar al Dome y se me olvidó quitármelos. Tampoco quería ir por ahí con esos guantes de goma amarillos, lo entiende, ¿verdad?

– ¿Tenía prisa por llegar al Dome porque ya eran casi las diez?

Grone se quedó de piedra. Costa no dejaba de mirarlo. El sospechoso empezó a moverse otra vez poco a poco, torció la boca, se pasó la lengua por los labios y empezó a hablar.

– Pero ¿qué es lo que quiere? ¿Qué quiere que diga?

– ¿Usted qué cree?

– Pero si ya le he explicado que a eso de las ocho salí de casa de la señora Scholl y me fui a Ibiza. No tenía que estar en el Dome hasta las diez, tenía tiempo de sobra.

Costa se quedó callado un momento.

Grone cruzó las piernas, resolló con indignación y le dirigió a Elena una mirada interrogativa. Después se volvió otra vez hacia Costa.

– ¿Ha acabado el interrogatorio o qué?

– Señor Grone, ¿estranguló usted a Ingrid Scholl?

Grone se sobresaltó.

– ¿Que si la estrangulé? ¡Ha perdido la cabeza?

No lo exclamó en voz muy alta, pero sí imperiosa.

– ¡Abrazó usted a la señora Scholl, la estranguló y después le clavó dos pinchos para la carne! -dijo Elena de repente con voz clara.

Grone se volvió despacio hacia ella y esbozó una sonrisa.

– Es usted como mi madre -dijo con simpatía-. Ahora sólo tiene que añadir: «Ya te lo decía yo».

Elena sin duda había esperado que el sobresalto lo hiciera confesar, o que gritara de miedo. Pero no sucedió nada de eso. Costa sintió crecer la ira en su interior.

– Hace una hora hemos recibido una llamada del Instituto de Medicina Forense de Barcelona -dijo con frialdad-. Los resultados de las pruebas científicas demuestran sin lugar a dudas que estuvo usted el miércoles veintiséis de septiembre en el apartamento de Ingrid Scholl después de las nueve, que llevaba puesta una sudadera que hemos encontrado en su hotel, y que tocó con todo su torso a Ingrid Scholl. O sea, que o bien se tumbó sobre ella o bien la abrazó, y luego la estranguló con sus manos hasta dejarla ligeramente inconsciente y después la ensartó con dos pinchos metálicos. Al acabar se puso los guantes de goma, cogió las llaves del coche de la bandejita azul del recibidor, bajó corriendo la escalera hasta el garaje y salió por la verja del recinto con el Mercedes todoterreno de la señora Scholl. Cogió la carta que la señora Brendel le había enviado a la cárcel para comprobar una vez más el código, lo marcó con el mando a distancia y salió del complejo. Sabemos que eso fue a las veintiuna cuarenta y ocho. Tardaría unos treinta minutos en llegar a Ibiza, dejar el coche, ir hasta el Dome a la carrera y tirar por el camino los guantes de goma y las llaves del coche. A las diez y veinte llegó usted al Dome, donde se encontró con Gino Weber. Todo eso, señor Grone, podemos probarlo irrefutablemente. Eso no hay abogado ni perito que pueda rebatirlo. Hasta hoy no hemos dispuesto de todas las pruebas, pero tal como yo veo el caso, y como lo verá también el juez, no hay duda alguna sobre su autoría.