Grone se quedó paralizado, sentado con las manos rígidas y haciendo fuerza sobre el asiento de la silla. Costa le habló entonces con mucha suavidad:
– Todo parece indicar, no obstante, que se dieron circunstancias especiales. Pero esas circunstancias sólo las conoce usted. Si no nos dice ahora mismo cómo sucedió todo y por qué, aparecerá ante el público como un monstruo calculador, incapaz de sentimiento alguno y que debe ser castigado con la correspondiente dureza.
Grone no cambió de postura. ¿Seguía respirando?
De pronto se echó a llorar.
Costa sintió la imperiosa necesidad de salir de la habitación, o al menos de caminar de un lado para otro, pero se obligó a permanecer sentado y tranquilizarse. Le dirigió una mirada a Elena. La joven contemplaba a Grone, pero era difícil decir qué pensaba en ese momento. Costa pensó que a lo mejor su madre llevaba razón y que el suyo era un trabajo de mierda. El caso estaba más que claro. Tres adultos en una habitación. Todos ellos sabían lo que había pasado y todos sabían lo que había que hacer, pero uno de ellos estaba allí sentado, llorando, negándose a aceptar su destino. ¿Qué significaba no aceptar su destino? No quería aceptar que había sido él quien lo había hecho. No quería asumir su implicación, sus actos y las consecuencias ligadas a ellos. Era demasiado espantoso, Grone quería decir: «No he sido yo, yo no he hecho eso».
El joven se vio entonces vencido por sus sollozos. Costa consultó el reloj. A las cinco había quedado con Martina Kluge. Aunque a lo mejor ya no sería necesario que fuera. Ese hombre estaba acabado y era sólo cuestión de tiempo que lo contara todo. Seguramente cuestión de minutos. Al día siguiente redactaría el informe y el miércoles a primera hora se lo entregaría a su superior y el caso quedaría cerrado.
A menos que hubiera más personas involucradas en la historia.
Grone fue calmándose poco a poco y Costa le dijo que, si contestaba a unas cuantas preguntas más, todo habría terminado. A lo mejor incluso le daría tiempo de ir a buscarle un pequeño tentempié al bar de enfrente.
– ¿Y bien? ¿Cómo lo ve? -preguntó.
Grone esbozó una sonrisa triste y asintió con la cabeza.
Costa se volvió hacia Elena y señaló la grabadora con calma.
– Entonces, volvamos a poner en marcha la grabación. Los espetones, Günter, ¿de dónde los cogió?
Grone alzó la cabeza y lo miró con los ojos muy abiertos. No dijo nada, y Costa volvió a preguntar:
– ¿Estaban en la cocina? ¿O se encontraban ya sobre la mesa, junto al sofá?
– Yo no podía admitirlo.
– ¿El qué? -preguntó Costa.
– Que nos habíamos querido. -De pronto Grone miró a Costa abiertamente y con toda confianza-. No podía, por Ulf. Vivía con Ulf, y él me había dado tanto y me había ayudado tanto que no podía ir y decirle que tenía una relación amorosa con una mujer. Incluso tuve que ocultármelo a mí mismo.
– ¿Y qué importancia tiene eso en nuestro caso?
– Yo no la maté. Sólo la abracé, la toqué con mis manos, también en el cuello. Queríamos hacer el amor, pero entonces nos interrumpieron. Tuve que esconderme enseguida en el dormitorio, pero a ella le pareció mejor que me fuera con el coche y que volviera más tarde. -Sonrió con melancolía-. Sí, así fue. Ahora ya saben ustedes la verdad.
Costa no se lo podía creer. En esa historia de amor inventada sobre la marcha, el joven había incluido todas las pistas que lo señalaban como culpable del asesinato y, así, las había neutralizado. Podía decirse que, como si fueran semillas de diente de león, había dispersado de un bufido todas las pruebas que tan meticulosamente había recopilado la policía.
Costa se estremeció. Era evidente que Grone no tenía una relación amorosa con Scholl, porque sabían que la anciana lo había fingido todo y que incluso se había enviado a sí misma las orquídeas y los bombones que supuestamente eran regalos de su amante. Sabían que ese supuesto amante que estaba en Suecia era en realidad un delincuente homosexual entre rejas.
Grone no le quitaba ojo de encima. Con voz tenue, apenas audible, dijo:
– No vi ningún pincho ni ningún cuchillo ni nada por el estilo. Sólo me puse los guantes, yo no quería molestar. Quería devolverle el coche, pero no la encontré. -Su mirada iba de Costa a Elena. Les hablaba a ambos-: Habría salido…
Costa se levantó y dijo:
– Bueno, ya basta. Acabemos con esto.
Fue hasta la puerta y llamó al timbre para que los carceleros se llevaran a Grone.
– No necesitamos su confesión -le dijo a Elena-. Tal como están las cosas, el único que la necesita es el acusado, como puerta para conseguir atenuantes. Y él solo la está cerrando. Si lo prefiere, ya sabe cómo abrirla.
Fue su última palabra. Salieron de la sala en silencio.
Cuando se metieron en el coche, Costa dio rienda suelta a su enfado.
– ¡Ese perro es el asesino, te lo juro! ¡No me va a tomar el pelo! ¡Los ases que tiene en la manga son de una mano de póquer que yo ya jugaba con los ojos vendados y con la izquierda antes de ser comisario en Alemania!
Elena lo miró de soslayo. Nunca lo había visto así.
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– Me ha desafiado. Ahora le tapiaré su último refugio. Esperaremos hasta pescar a Weber y que nos confirme que Grone llegó al Dome a las diez y veinte, o más tarde aún. Según estuviera el tráfico. ¡Ha habido un asesinato, y ese elemento es más que culpable! El tal Weber es asesor fiscal y tiene familia. ¡No querrá arriesgar todo eso por una reinona, créeme! Veremos qué tiene que decir Kluge sobre el bueno de Grone. Al fin y al cabo, estaba invitada aquella tarde para soltar un par de predicciones sobre la conducta de ese sinvergüenza. ¡Algo sabrá sobre él!
Costa tomó la carretera de Jesús y se acercó a toda prisa a la residencia de Vista Mar para ir a ver un momento a la señora Brendel. Quería una explicación sobre la carta. Sin embargo, allí no había nadie.
Martina Kluge tenía un pequeño despacho con armarios empotrados y una camilla para masajes. La sala era fresca y estaba toda decorada en blanco. Olía a menta. El sol se filtraba en franjas por entre las láminas de una persiana y caía sobre un tresillo que había bajo la ventana. En la mesa, esmaltada en blanco, había un jarrón marroquí de color ocre con unas ramitas de muérdago. La única mancha de color de toda la habitación.
– Señorita Kluge, ésta es la teniente Navarro, una compañera. Le dije que le tomaríamos declaración como testigo en el caso del asesinato de la señora Scholl. La teniente Navarro grabará toda la conversación. Espero que esté usted conforme.
Martina Kluge le tendió la mano a Elena con una sonrisa resplandeciente. Por lo visto, se alegraba de que hubiera una mujer presente en su declaración. Su voz, que Costa ya conocía por teléfono, era agradablemente dulce y sugerente. El capitán se sentó en la butaca, Elena se acercó una silla y preparó la grabadora. Costa dijo que repetiría la pregunta y le pidió que confirmase ante el micrófono que estaba de acuerdo con la grabación. Mientras Elena le preguntaba por sus datos personales, Costa tuvo ocasión de contemplarla con tranquilidad.
Lo que más le llamó la atención de ella fue lo liviano de su aspecto. No sólo todo lo que la rodeaba era luminoso, también su persona irradiaba claridad. Tenía el pelo rubio natural y lo llevaba cortado a lo garçon, lo que la hacía parecer casi adolescente. Era esbelta, y a Costa le gustó lo que llevaba puesto: unos vaqueros blancos y una camiseta de algodón. Tenía rasgos suaves y apenas iba maquillada. Costa se fijó en sus ojos azules y relucientes; no podía imaginar que se hubiese sometido alguna vez al bisturí de Schönbach.