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Por alguna razón se le ocurrió pensar que esa simplicidad y esa pureza suyas contrastaban con la diosa de la isla. Tanit era una mujer mediterránea de cabello oscuro, apasionada y sensual, y en la cueva de su templo se había practicado la prostitución sagrada. Según su abuela Josefa, que se lo explicaba amenazándolo con el dedo, en tiempos muy ancestrales se le habían sacrificado niños. De todas formas, con eso su abuela sólo había querido asustarlo de pequeño, cuando no la obedecía. Para los antepasados de los ibicencos, Tanit era la madre de la isla: ofrecía protección y fertilidad, llenaba a las personas de amor, daba y quitaba la vida. Cuando le apetecía, celebraba fiestas orgiásticas con el dios Baal. Aun entonces, sin embargo, era ella la soberana indiscutida. Era ella la que le dirigía una sonrisa al dios, o le lanzaba su aliento ardoroso.

La joven que tenía delante, por el contrario, parecía vivir en la abstinencia. Aun así, Costa estaba seguro de que poseía una capacidad de entrega profunda e infantil. Lo percibía casi como una resaca en el mar, lo veía en su voz y en sus movimientos. Interiormente, Costa se prohibió desearla, y con resolución, pero no parecía que lo estuviera consiguiendo; cayó como en un agradable duermevela… hasta que Elena le preguntó si quería proseguir con la conversación.

Costa quiso disimular, pero lo cierto es que no sabía de qué estaban hablando. ¿Qué podía preguntar?

– Señorita Kluge, la tarde del miércoles había quedado con la señora Scholl a las siete y media para echarle las cartas.

Con eso no podía meter la pata.

– Sí, llegué algo más tarde. Sobre las ocho, más o menos.

– ¿Lee usted el futuro en las cartas?

– Las cartas captan el karma de quien las baraja. La persona en cuestión escoge entonces tres y yo veo qué camino toman las energías luminosas y ligeras y dónde amenaza el peligro.

– ¿La amenazaba algún peligro?

– Sí.

– ¿Y en qué consistía ese peligro?

– Su belleza corría el peligro de derrumbarse, de descomponerse.

«Eso ya ha sucedido», pensó Costa, y reflexionó de qué manera podía tomar mejor las riendas de la conversación.

– ¿A qué hora se marchó de casa de la señora Scholl?

– Sobre las nueve y media.

– ¿Cómo se encontraba Ingrid Scholl en ese momento?

– No se encontraba muy bien. Quiso tumbarse en el sofá y yo la ayudé a hacerlo. Me esperaba otra cita y tuve que dejarla sola. Me dio muchísima pena, pero a ella le pareció bien. Me tranquilizó diciéndome que sólo había sido un desvanecimiento pasajero porque se había vuelto a olvidar de las pastillas de la tensión. Durante nuestra sesión se alteró un poco. Siempre le pasaba cuando le echaba las runas. También la vez anterior había tenido que tumbarse un rato a descansar después.

– ¿De qué hablaron?

– Me explicó que quería casarse con un conocido, y yo le dije que no se precipitara, que la diferencia de edad era de más de treinta años. Ella no quería ni oír hablar del tema. Siempre evitaba hablar de su edad.

– ¿Cómo lo hacía?

– Tergiversaba las fechas y decía ser más joven de lo que era en realidad. Yo creo que incluso se engañaba a sí misma.

– ¿Qué le dijo usted?

– Le dije que tenía que escuchar un poco a su interior, no ser tan dura consigo misma ni volverse loca porque ya no tuviera treinta años. Por eso estaba muchas veces de mal humor. -Martina Kluge sonrió y, al hacerlo, le brillaron los ojos-. Además, estaba guapísima, delgada y atlética, y parecía por lo menos quince años más joven.

– ¿Qué es la belleza para usted?

– La belleza es la expresión del amor de Dios.

– Me refiero a exteriormente -apuntó Costa con cierto enojo.

– El amor también se muestra en el exterior.

– ¿Quiere decir que Dios no quiere a las personas feas?

– No.

Costa se quedó sorprendido. Esa respuesta no encajaba con su delicada presencia.

Le dirigió una rauda mirada de comprobación a Elena, que estaba sentada junto a ellos, muy relajada. ¿Le daría la sensación de que estaba divagando porque tenía delante a una mujer atractiva? Normalmente también ella intervenía de vez en cuando. ¿Por qué no comentaba nada?

– Cuando visitó a la señora Scholl esa última vez, ¿había alguien más en el apartamento?

– No lo sé. Estuve en el salón y pasé por el dormitorio para ir al baño, pero hay otra habitación, y en la cocina tampoco estuve.

– Pero ¿no oyó nada? ¿Ingrid Scholl no le dijo nada?

– No.

– ¿Cómo pudo entrar, entonces, el asesino?

– A lo mejor le abrió ella.

– ¿Después de que usted se fuera?

– Sí.

Costa recordó las estadísticas de psicología criminal que decían que el inocente no ayuda a aclarar las circunstancias del delito. Un inocente respondería encogiéndose de hombros a la pregunta de cómo había entrado el asesino en el apartamento.

– ¿Conoce usted a Günter Grone?

– No. Sólo lo he visto en la fotografía que Ingeli tiene en la cómoda.

– ¿Conoce detalles concretos de la relación entre Ingrid Scholl y Günter Grone?

– Ella lo quería mucho. No había vez que nos viéramos en que ella no hablara de él, de lo mucho que lo añoraba y de lo preocupada que estaba por su salud.

– ¿Estaba enfermo?

– No, pero trabajaba en Suecia como diseñador de jardines en una gran obra, y ella me explicó que allí era muy fácil que le pasara algo.

– ¿Habían mantenido relaciones sexuales?

Martina Kluge miró a Elena y después otra vez a Costa. Por primera vez parecía no estar preparada para una pregunta.

– No lo sé -dijo al cabo.

– Señorita Kluge, la respuesta a esa pregunta es el verdadero motivo por el que hemos venido aquí. El tal Günter Grone es un serio sospechoso de haber asesinado a la señora Scholl.

Martina Kluge pareció asustada de repente, se cubrió el rostro con ambas manos y los miró como una niña pequeña. Costa prosiguió:

– No es diseñador de jardines, sino un peón que ya ha sido condenado dos veces. Y los últimos dos años no los ha pasado en Suecia trabajando, sino en Colonia, en la cárcel.

– ¡Dios mío! -prorrumpió ella-. ¡Es espantoso!

– Debemos saber qué relación tenían Ingrid Scholl y Günter Grone. Le ruego que nos cuente todo lo que sepa sobre ellos.

La joven asintió y reflexionó un momento.

– Sí. Ingrid se hizo adicta a su cuerpo. Aquello fue en la época en que todavía tenía la casa de Colonia y él iba todos los días a cuidar del jardín. Ella sólo le había dado trabajo para que él se quedara a dormir con ella. Para que viviera con ella.

Costa se quedó tan sorprendido que en ese momento no se le ocurrió ninguna pregunta más. Le hizo una señal a Elena.

– Creo que eso ha sido todo por el momento. Muchas gracias, señorita Kluge. ¿Podría volver a dirigirme a usted si tengo más preguntas?

Martina Kluge sonrió con afabilidad y asintió.

– Sí, desde luego. Cuando quiera.

Costa se levantó.

– ¿Sale usted alguna vez? Para los jóvenes, esta isla es una maravilla… con todas esas discotecas y fiestas.

Martina Kluge también se había puesto de pie y, sonriendo, sacudió la cabeza.

– Cuido de otras personas. Eso me llena. Además, también tengo un perro. Todos los días me levanto temprano y voy con él a pasear por la playa de Es Canar. A mi perro le encanta ese sitio.

Costa estaba a punto de salir, pero se volvió una vez más:

– Ah, sí, tengo otra pregunta. Ha dicho que no pudo quedarse más tiempo en casa de la señora Scholl porque después tenía otra cita. ¿Con quién había quedado?

Martina Kluge se apartó el rubio flequillo de la frente y lo miró con una sonrisa deslumbrante.

– Justo antes había recibido una llamada de la señora Schönbach. Le prometí estar en su casa sobre las nueve.