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– Ah, votre femme! -comentó la pelirroja en un tono que parecía resbalarle por la piel como aceite tibio.

Todas las mesas del restaurante estaban ocupadas y a Costa le dio la sensación de que la gente lo miraba mientras caminaba hacia Karin. Su gastado traje azul y la camiseta blanca no eran una vestimenta apropiada, desde luego. En realidad había tenido intención de cambiarse de ropa, pero con la absurda charla del comandante se le había hecho tarde. En ese momento sentía una ira inmensa hacia ese peninsular corpulento y robusto de la periferia de Madrid. «¿Qué me va a explicar a mí ese provinciano de tres al cuarto?», se preguntó con rabia, pero se contuvo al instante, molesto aún por haber fastidiado su buen humor antes de saludar a Karin. ¡No tenía que verlo enfadado! Logró arrancarse una sonrisa.

Karin se levantó, él la abrazó, le dio dos besos en las mejillas y se sentó frente a ella. Le gustaba su nuevo perfume. Llevaba un vestido blanco de hilo, el pelo suelto y en la muñeca derecha un ancho brazalete de plata que le había regalado él. Cuando alzó su copa y le sonrió, Costa vio señales de reconciliación y le dijo que esa noche estaba especialmente guapa. Ella rió y posó su brazo moreno en la mesa. ¿Querría darle la mano? Se había propuesto disfrutar de la despreocupación y la belleza de Karin y olvidar sus propios problemas.

– ¿Qué te pasa? -Karin se inclinó hacia delante y lo miró fijamente.

Antes de que pudiera darle las gracias por haberlo invitado, la madame francesa ya estaba junto a él, preguntándole si quería un aperitivo. Él no supo qué contestar y señaló a la copa de Karin.

– ¿Qué es eso?

– Champán, mezclado con sorbete de naranja.

Aquello no era para él. Quería una cerveza, pero ¿podía pedir allí una cerveza? Lanzó una rauda mirada en derredor, a las otras mesas. Por todas partes había cubiteras con vino y champán, o vasos altos con largas pajitas.

– Te propongo que pidamos un buen vino blanco para cenar -salió Karin a su rescate.

– Una cerveza -le dijo él a la madame.

La sala estaba decorada por todo lo alto, tenía una chimenea de mármol frente a la que había un tresillo de sólidos muebles tapizados en color crema. En una de las butacas estaba sentado un joven muy delgado que llevaba unos brillantes pantalones de cuero, muy ajustados, y una camisa de seda negra; frente a él, un cincuentón, también vestido de cuero negro, que fumaba con boquilla. La iluminación indirecta del restaurante creaba una atmósfera suave. Aquella chimenea le recordó a Costa una de las primeras noches con Karin, por aquel entonces aún en Hamburgo, en una ocasión en que ella estaba cuidando la casa de unos amigos y habían pasado toda la noche delante del fuego. Le gustó la decisión con que había extendido pieles y mantas ante la chimenea y había empezado a desvestirse. Se enamoró del hecho de que entre ambos hubiera siempre una coincidencia tan extraordinariamente asombrosa, cuando reían, cuando se besaban y se acariciaban.

– ¿Por qué has llegado tarde?

«¿Es el principio de un interrogatorio?», pensó Costa, aunque se había hecho el firme propósito de evitar esas ideas. Le preguntó por su nuevo apartamento, y si le gustaba. Ella le habló con entusiasmo de la vista del casco antiguo que se disfrutaba desde él y le dijo que por las mañanas nunca se perdía el amanecer sobre el mar. Desde el apartamento de Costa sólo se veía la antiestética fachada lateral de la Biblioteca Municipal. También en eso le habían fallado los cálculos. Había creído que ella no querría vivir como una turista, sino como los ibicencos, con mucha normalidad, y llevar con él una vida también normal. Los domingos habrían dado paseos en bici o a pie, y él la habría ayudado a perfeccionar su español. Ella, no obstante, pronto había empezado a quejarse de que el trabajo de Costa era un asco, que estaba inconcebiblemente mal pagado, que era despreciado por los isleños y no le ofrecía perspectivas de medrar. Y mientras que sus compañeros al menos dormían la siesta de la una a las cinco y también por las tardes colgaban puntualmente a las ocho el silbato en la pared, tal como decía ella, él se empeñaba en añadir interminables horas extras a aquel absurdo.

Sí, eso estaba claro, sólo tenía que aceptar la oferta de su tío y todo se arreglaría con Karin.

– Tendrías que aceptar la oferta de tu tío -dijo ella. A veces podían leerse el pensamiento-. Es uno de los hombres más poderosos de la isla, y tú no haces más que darle la espalda.

Siempre sacaba ese tema. Otra de las equivocaciones de Costa, pues había esperado que Karin mostrara ciertos reparos ante los entramados mafiosos. Un gran error. Sin embargo, esa noche estaba dispuesto a darle una respuesta amable. Quería decirle que no había en el mundo soborno suficiente para hacerle trabajar para unos gánsteres. Por mucho que se tratara de su propio tío.

Sin embargo, antes de que pudiera decir nada, la madame volvía a estar junto a ellos. Quería saber qué idioma hablaban. Cuando Karin le dijo que alemán, le tendió a Costa una gran carta y pronunció en francés todos los platos de esa noche que no estaban en el menú. Costa había aprendido francés de pequeño y le extrañó no entender ni una sola palabra, pero no quería volver a quedar como un zoquete, así que fue asintiendo cada vez que la mujer hacía una pausa para sonreírle alentadoramente. La francesa le tomó entonces nota a Karin, recogió las enormes cartas y dijo, señalando a Costa con alborozo, que debía de tener un gran apetito.

En cuanto desapareció, Karin le preguntó si era necesario que se mostrara tan dócil con el servicio. Él tragó saliva al comprender que cada uno de sus asentimientos de cabeza había sido tomado por una petición. Cuando, después del cordero, le sirvieron el conejo a la provenzal, se dio cuenta de que tenía un hambre voraz. No había comido nada en todo el día. Normalmente Karin lo habría criticado, pero como esa noche se hacía cargo ella de la cuenta, reprimió cualquier comentario sobre las cantidades que estaba deglutiendo.

Después empezó a encontrarse mal. La gente de las mesas de alrededor se había ido animando gracias a las botellas que les habían servido. El barullo empezaba a sacarlo de quicio, pero se obligó a sonreír mientras escuchaba a Karin.

Le estaba explicando que había recibido una oferta para trabajar en una emisora de radio además de en el periódico y que, desde que podía recordar, siempre había deseado estar en la radio -era la primera vez que Costa oía a Karin hablar de eso y no estaba seguro de que no acabara de inventárselo-, así que por fin cumpliría ese deseo en la isla de sus sueños, siguió diciendo. A Costa tampoco le gustó que usara ese término, «isla de sus sueños». Él no había llegado hasta allí siguiendo ningún sueño; había sido ella quien lo había convencido para que dejara su cargo de jefe de la Brigada de Homicidios de Hamburgo y regresara al hogar de su infancia. Ahora estaba en la Guardia Civil. ¿Una isla de ensueño necesitaba cuerpos policiales? Hacía seis años, cuando Karin había visitado sola la isla, le había gustado tanto que acto seguido había decidido que se quedaría para siempre. Costa sólo había regresado por ella, y en cierto modo se sentía engañado. Estaba claro que la seguía queriendo, pero se sentía defraudado porque ella había acabado abandonándolo.

El trabajo de investigación le fascinaba, pero no era algo que estuviese muy demandado en Ibiza. Allí a nadie le interesaba si alguien perdía la vida en una de las masías aisladas, desaparecía en el mar o caía desde un acantilado. «El que quiera una investigación por asesinato, que venga en persona al puesto con el cuchillo clavado en el pecho», decían en broma sus compañeros. «De entre los muertos no vuelve nadie, y tarde o temprano todos vamos por el mismo camino…», se echaban un trago de absenta y se limpiaban la boca con el dorso de la mano.