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– ¿La mujer del doctor Schönbach, el cirujano plástico de Munich?

– Sí.

– ¿Por qué tenía que ir a ver a la señora Schönbach?

– Le dolía la espalda. Iba a darle un masaje de presión.

Costa le dio las gracias y le deseó que acabara de pasar un buen día.

Después fue con Elena al apartamento de Ingrid Scholl. Quería comprobar qué llamadas había recibido después de fallecer. Presionó las teclas correspondientes en el teléfono y le pidió a Elena que anotara los números que aparecieron en la pantalla. Se trataba de un móvil español y dos fijos, además de seis llamadas desde un móvil alemán. Elena sugirió que comprobaran los números allí mismo. Uno era el de la floristería de Santa Eulalia, donde quisieron saber si la señora Scholl encargaría rosas también esa semana; otro, el de una lavandería en la que la señora Scholl aún tenía ropa por recoger, y en el tercero contestó un fontanero que debía pasarse a arreglar un grifo que goteaba.

En el número de móvil alemán contestó Gerd Weber. Elena reaccionó enseguida y mintió diciendo que llevaba todo el día intentando ponerse en contacto con él, que si podían verse. El hombre se extrañó de que tuviera el número de su segundo móvil, pero accedió a verse con ella un momento durante la hora siguiente. Quedaron a las siete de la tarde en el bar del Royal Plaza.

¿Había utilizado Grone el móvil de Weber y eran suyas esas seis llamadas? La última se había recibido el sábado por la tarde, poco después de las cuatro. ¿Había dicho Grone la verdad al declarar que después del miércoles por la noche había intentado varias veces hablar con Ingrid Scholl? ¿De verdad había querido devolverle el coche?

– ¿Crees que la mató y que después llamó de todas formas? -preguntó Elena.

Costa se encogió de hombros.

Durante el trayecto al Royal Plaza le preguntó a Elena qué impresión se había llevado de Martina Kluge.

Elena se había informado sobre la esteticista en el departamento de personal de Vista Mar. Trabajaba allí desde la apertura del centro, en octubre de 1997, como terapeuta de rehabilitación y belleza, y la apreciaban mucho. La habían seleccionado por numerosos aspectos: sus amplios conocimientos y su experiencia en centros de belleza y balnearios, así como en programas curativos y fisioterapéuticos. Tenía formación como enfermera y como técnica facial, y estaba diplomada en asesoría de colores y de estilos. También era masajista, e incluso hacía acupuntura. Había trabajado en centros de renombre internacional, el último de ellos una clínica de salud y belleza del lago Lemán. Gracias a ese amplio espectro, podía ofrecer a sus clientas unos cuidados muy individualizados. Una compañera le había confirmado que tenía un gran don de gentes. Desde enero de 1998 trabajaba, además, para pacientes del doctor Schönbach que, tras sus operaciones plásticas, iban al centro de belleza de Vista Mar para el postoperatorio.

– ¿Cuál es tu impresión personal? -preguntó Costa.

– Da la sensación de ser muy franca, pero creo que en realidad es muy cerrada. No sé por qué, me ha parecido vacía y distante.

Weber era un hombre delgado, atlético y muy bronceado, de rasgos proporcionados y ojos despiertos. Costa lo reconoció enseguida, aunque esta vez estaba muy diferente a aquel otro día en el Elephante, donde lo había visto vestido de cuero negro, igual que el joven con el que había estado sentado en silencio frente a la chimenea. Llevaba una americana con iridiscencias rojas y verdes, una camiseta negra, unos pantalones de lino verde claro y mocasines sin calcetines. En la muñeca lucía un Swatch con una esfera de Mickey Mouse. Llevaba el pelo cano muy corto, en la oreja izquierda se le veía un pendiente de plata y en la muñeca derecha llevaba un brazalete, de plata también. En la mesa tenía dos móviles Nokia caros, uno rojo y el otro azul.

Weber les ofreció asiento y preguntó qué querían beber. Elena le dio las gracias y dijo que nada; Costa pidió lo mismo que el hombre: un Chivas Regal con hielo.

El capitán le explicó que Günter Grone lo había nombrado como testigo en un caso de asesinato. Habían matado cruelmente a una mujer con un arma blanca. Los hechos se habían producido poco antes de que él se encontrara con Grone en el Dome.

– Es importante que determinemos el momento exacto de su encuentro. ¿Cuándo lo vio usted en el Dome? ¿Lo recuerda?

– Me acuerdo muy bien -dijo Weber-. Esa tarde, en el Chiringay, habíamos quedado en vernos a las diez en el Dome. Él se presentó en punto y allí me encontró.

Costa no podía creer lo que oía.

– ¿Cómo lo sabe con tanta exactitud?

Weber se echó a reír, se remangó la chaqueta y se quitó el reloj de la muñeca para alcanzárselo a Costa.

– En la playa me dijo que no tenía reloj. Aquí, en la isla, eso no es nada extraño. Para que fuera puntual, le di éste. Cuando llegó al Dome me lo devolvió y me dijo: «¡Me quedo con el Purple Rain! ¡Puntual según tu reloj!». Justamente esa tarde nos habíamos jugado un CD de Purple Rain que yo le había prestado.

Weber se encendió un cigarrillo.

– ¿Y miró usted el reloj y comprobó que eran las diez en punto?

– Así es -dijo Weber, y lanzó un aro de humo al aire.

Costa se reclinó en su butaca. Primero tenía que asimilarlo.

– ¿Está completamente seguro?

– Completamente.

El capitán buscó una explicación para esa declaración tan inesperada.

– ¿Qué hora tiene su reloj ahora mismo?

– Las siete y dieciséis -respondió Weber, y sostuvo el reloj a la luz.

Costa lo comparó con el suyo. Era correcto.

– ¿Ha ajustado la hora desde entonces? -Weber sacudió la cabeza-. ¿O se lo ha quitado? Hasta el domingo estuvo usted con Günter Grone.

– Nunca me quito el reloj. Siempre lo llevo en la muñeca.

– ¿Juraría eso delante de un juez?

Costa se dio cuenta de que Weber se incomodaba ante esa idea. La idea de que, siendo un padre de familia de buena reputación, tuviera que salir del armario como amante homosexual en medio del escándalo de un caso de asesinato.

– No puedo… -Tartamudeó y tuvo que empezar otra vez-: No puedo decir algo que no sea cierto porque a usted y a mí los hechos nos resulten incómodos, ¿verdad?

Costa no dijo nada. Removió el hielo del vaso con el dedo y miró al frente.

Elena le preguntó a Weber si Grone había hecho alguna llamada con su teléfono.

– Sí, me dijo que una amiga le había dejado su coche. Quería devolvérselo e intentó llamarla un par de veces, pero no la encontró.

Elena le preguntó por el día de su marcha y anotó cómo podían ponerse en contacto con él en Gifhorn, cuando acabara sus vacaciones, si tenían más preguntas. Costa le dio las gracias y se marcharon del hotel.

Cuando salieron a la calle, el capitán no sabía qué decir. Tendría que cerrar el caso sin resolver. Elena permaneció paciente y quieta junto a él, pero entonces murmuró:

– ¿Te ayudo a redactar el informe de cierre?

Costa recordó que todavía tenía la colada en la lavadora. No sabía por qué le había venido a la cabeza precisamente en ese momento, pero le disgustó pensar que toda su ropa olería a moho. Había puesto a lavar las sábanas y no tenía otras limpias. También las de repuesto estaban en la lavadora.

– ¿Tú qué crees? -preguntó él en voz baja. No se encontraba bien.

Elena se inclinó hacia él con preocupación.

– ¿Te encuentras mal?

Costa le dijo que a veces oía un sonido agudo en ambos oídos. Su compañera iba a hablarle de alguien que también padecía acúfenos, pero Costa se despidió y se marchó. Subió a su coche, recorrió la estrecha callejuela de la vieja plaza de toros y torció en dirección a Santa Eulalia.

Su última oportunidad era la señora Brendel.

Capítulo 13