Después de que el conserje le abriera, Costa se plantó frente a la puerta de Erika Brendel y llamó. Allí no se movía nada. En el marco encontró la tarjeta de visita de un tal Jani Perakis. Costa tiró de ella y leyó el reverso. «He venido, como quedamos.» Marcó el número y descubrió que tenía al aparato al peluquero de la señora Brendel, que había quedado con ella a las cinco, pero la mujer no le había abierto. La cita estaba concertada desde hacía una semana, y él la había llamado el domingo por la mañana para confirmarla. El peluquero estaba extrañado, porque la mujer siempre había sido muy cumplidora. Nunca había sucedido algo así.
Costa le dijo que a lo mejor tendría que volver a hablar con él y le preguntó si dentro de un rato estaría disponible. Después bajó al garaje subterráneo para comprobar la plaza de aparcamiento de Erika Brendel. El coche, un Volkswagen azul oscuro, se encontraba allí. Costa tocó el capó; nadie lo había conducido recientemente. Llamó al conserje y le pidió que abriera el apartamento.
Allí todo seguía tal como recordaba Costa. La puerta del dormitorio estaba entornada. Encendió la luz y la abrió, despacio. Erika Brendel yacía tumbada en su amplia cama de matrimonio entre veinte o treinta animales de peluche. Estaba a medio desvestir. Parecía como si hubiese querido irse a dormir, pero de repente, de un momento a otro, se hubiera desplomado. Costa percibió el dulce aroma de la muerte. El contraste entre su vivacidad y esa tumba entre peluches le cerró la garganta.
Se inclinó sobre el cadáver. Tenía las pupilas dilatadas y no mostraba reflejos. En el cuello le habían salido manchas de livor que no desaparecían con la presión. El cuerpo estaba frío y rígido.
– ¿Tiene el número de la médico de cabecera de la señora Brendel?
El conserje asintió.
– Sí, en mi piso.
Mientras el conserje iba por el número de la doctora, Costa llamó al doctor Torres. Lo encontró comiendo, pero se mostró dispuesto a ir enseguida. Por suerte, poco después consiguió hablar también con la doctora Sperl, la médico de cabecera. También ella acudiría en breve.
Antes de que Costa despidiera al conserje, le preguntó cuándo había visto a la señora Brendel por última vez.
– Ayer domingo, poco después de comer. Yo estaba junto a los contenedores de la basura y ella venía de la playa, de muy buen humor.
– ¿No notó nada extraño en ella?
El conserje lo pensó un momento y luego sacudió la cabeza.
– No, estaba de buen humor, como siempre.
Costa le pidió que encendiera la luz y que dejara la puerta del apartamento entornada. Cuando se quedó a solas, volvió a llamar al peluquero y le pidió que fuera a verlo enseguida, porque debía hacerle un par de preguntas urgentes. El peluquero dijo que todavía tenía algunas citas y que no podría antes de las diez.
A Costa le dio la impresión de que quería evitar el encuentro, pero no aflojó y, cuando le hubo sacado las señas de su última clienta, en Felipe II, le propuso que se encontraran a eso de las diez en Sa Calima, en la esquina de Pere Francès.
Costa consiguió hablar también con El Obispo, le explicó que Erika Brendel había muerto y le ordenó que empezara a investigar sobre el peluquero Jani Perakis. Quería saber con quién se las iba a ver cuando lo conociera, esa misma noche.
Después se sentó en una butaca del salón y se quedó mirando la Nefertiti de porcelana que había en la ventana.
Se acercó y la encendió. En el elevado tocado de porcelana brillaba una bombilla. ¿Acaso era un recordatorio para el observador de que la belleza sólo brilla cuando la luz nace del interior? Volvió a apagar la lámpara y se sentó otra vez en la butaca. Fuera todavía había luz y se dio cuenta de que las cortinas estaban corridas. Si las había corrido la señora Brendel, debía de haber muerto el día anterior, después de las nueve.
Entró en el dormitorio sin tocar nada y contempló el cadáver. Tenía los ojos abiertos, miraban fijamente al techo. La piel lívida estaba ya adherida a los huesos, tirante. La musculatura facial, que se había relajado, le confería una expresión impersonal. Su sonrisa, su asombro, su burla: toda la magia de su ser se había desvanecido. No había forma de decir si había sufrido o no antes de morir. Por tal como yacía, a lo mejor había padecido un ataque al corazón y había intentado tumbarse en la cama. También era posible que alguien la hubiese lanzado allí mientras se estaba desvistiendo y la hubiese dejado como estaba. Su blusa colgaba del respaldo de un sillón, bien colocada.
Costa oyó pasos. Se acercó a la entrada del apartamento y saludó a la doctora Sperl. Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, muy guapa, con los ojos azules y el pelo rubio. Del tipo nórdico. Llevaba una camisa vaquera y una falda de lino, y sostenía en una mano su maletín médico.
Costa le explicó brevemente la situación y le dijo que había llamado al médico forense, puesto que existía una relación aún sin aclarar entre Erika Brendel y el asesinato de Ingrid Scholl. Una carta misteriosa que él quería que Erika Brendel le explicara.
– Bien, entonces me sentaré aquí -dijo la doctora Sperl- y esperaremos a que llegue el compañero.
– Ingrid Scholl también era paciente suya, ¿verdad?
– Sí, como la mayoría de los que residen aquí, en Vista Mar.
– Llevo la investigación del caso Scholl. ¿Había algo llamativo en su historia clínica?
– La verdad es que no. Está claro que fumaba mucho y se daba a la buena vida, por lo que tenía trastornos de los vasos coronarios. Ya había padecido un pequeño infarto cardíaco, de ahí que desarrollara después una debilidad muscular generalizada. Bueno, eso y el tabaco. A pesar del infarto, seguía fumando bastante.
– ¿Cuándo tuvo el infarto?
– Esta primavera.
– Aparte de eso, ¿ninguna otra enfermedad?
– No. Es verdad que ya no podía escalar montañas ni subir a grandes alturas, pero por lo demás llevaba una vida muy normal. Tomaba una medicación para fortalecer el corazón.
– ¿Qué era?
– Yo le prescribía digoxina de cero veinticinco miligramos. Una pastilla al día. El día que murió estuvo en mi consulta y le hice una receta.
– ¿Hubo algo que le llamara la atención ese día?
– No. Por la tarde no se encontraba del todo bien, pero eso se debía a que la noche anterior había bebido demasiado vino tinto con sus amigas. No, estaba bien de salud, y cuando se marchó ya se le había pasado ese malestar.
– También era paciente del doctor Schönbach, ¿verdad?
La mujer rió.
– Sí, la mayoría, aquí en Vista Mar, lo son. El centro de belleza y el paraíso de la tercera edad existen gracias a una iniciativa de Schönbach. Desde hace poco también tiene previsto operar aquí, en Ibiza.
A Costa le resultaba extraño pensar que en la isla fuese a haber pronto una mesa en la que se tumbarían personas para estirarse la piel, alinearse la nariz o empequeñecérsela. Todos aquellos a quienes había amado en su infancia -Josefa, María, Eulalia, Ria, y los hombres también- tenían arrugas y la piel curtida por el sol, narices torcidas o demasiado grandes, otras tan chatas como la de su tío abuelo El Bruto, que antiguamente había sido el aguador de Dalt Vila.
– Ya está realizando los preliminares con los pacientes. Todos los martes, en el centro de belleza. Y el sábado celebrará una gran recepción en la Hacienda para dar a conocer sus planes aquí en la isla.
– ¿Asistirá usted? -preguntó Costa.
Ella volvió a reír.
– Por supuesto que sí. ¿Usted no?
Costa iba a decir algo, pero entonces apareció Torres, así que los presentó. A la doctora le rogó que no tocara nada mientras no estuviera determinada la causa de la muerte.
Torres le pidió a la mujer que le hiciera un resumen de la historia clínica de su paciente antes de comenzar.
– Erika había padecido un infarto de miocardio en primavera. Siempre tenía la tensión alta.