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– ¿A cuánto estaba? -quiso saber Torres.

– A más de diecisiete. Entre veinte y veintidós. En general, esos pacientes se encuentran bastante bien y muchas veces no quieren seguir ningún tratamiento, porque entonces disminuye su sensación de bienestar. Eso era lo que le pasaba a Erika. Disfrutaba de su maravilloso buen ánimo. Incluso había llegado a depender un poco de ello. Le receté un medicamento para la tensión, pero, como les he dicho, a ella no le gustaba, porque cuando se lo tomaba se sentía más floja que sin él. Muchos de esos casos acaban en una muerte prematura a causa de un infarto.

– ¿Qué le había recetado?

– Le prescribí un betabloqueante que se llama Tenormin 100, una pastilla al día. Contiene cien miligramos de atenolol.

Pasaron al dormitorio y desvistieron al cadáver. En ningún lugar se veían marcas de violencia. Le tomaron la temperatura por el recto: estaba a 25,5 grados. La temperatura ambiental resultó ser de 25 grados. Torres concluyó que la mujer había muerto de un ataque al corazón al irse a la cama, entre las 19.30 y las 22.30.

La doctora Sperl asintió.

– Eso pienso yo también.

Interiormente, Costa se resistía a creerlo.

– También podrían haberla envenenado.

– Entonces tendríamos que realizar una autopsia. Pero ¿existe algún indicio que nos haga pensar eso? -murmuró Torres con serenidad, y miró por toda la habitación.

– No a primera vista. Aquí en su apartamento, no -admitió Costa-. Ya lo he comprobado. Pero sí sería posible que le hubieran administrado algo en la bebida.

– ¿Hay en la cocina o en algún otro lugar una taza o un vaso usado?

– No, nada de nada. Pero podría haber tomado algo que no le hubiera hecho efecto hasta mucho después.

– ¿Cuántas horas antes? -preguntó Torres.

– No lo sé, pero por lo visto estaba de muy buen humor cuando el conserje la vio llegar de la playa ayer, a mediodía.

– ¡Justamente! -exclamó la doctora Sperl-. Ese era precisamente su problema. No se tomaba la medicación con regularidad, y en un caso así el infarto está siempre a la vuelta de la esquina.

Torres compartía la opinión de la mujer.

– Lo que tenemos aquí es un repentino ataque al corazón -y, al hablar, movió el brazo en un gesto que abarcaba todo el dormitorio.

Costa se dispuso a marchar.

– Bueno, entonces, así será. Un ataque al corazón.

Le preguntó a la doctora Sperl si tenía algún número de teléfono de la familia para casos de emergencia.

– Su único pariente es su hijo, Andreas Brendel. Éste es el número.

Cuando la doctora se hubo marchado, Costa se sirvió una ginebra y le dijo al forense que no estaba satisfecho, que tenía una sensación muy desagradable, y le preguntó si podía realizarle la autopsia a Erika Brendel.

– Toni, te lo has tomado muy a pecho. La conocías, y ahora no quieres aceptar que a todos nos llega el día. Sin sentido y casi siempre sin dramas delictivos de por medio. ¡Déjalo correr, hombre!

– Llamaré a su hijo y se lo preguntaré. Si él accede a una autopsia, la realizaremos.

Localizó enseguida a Andreas Brendel. Escuetamente pero con tacto, le comunicó que su madre había fallecido la noche anterior. Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Costa dejó pasar un momento para que el hijo asimilara la noticia.

– ¡Eso no puede ser! -oyó entonces.

– Por lo que parece, murió de un fallo cardíaco, pero a mí me gustaría asegurarme -dijo Costa, y le pidió su permiso para realizar una autopsia.

Andreas Brendel se opuso categóricamente.

– Ella no quería que la hicieran pedazos. «La muerte es paz», eso decía siempre.

Al final había llegado a un pacto con su madre. Heredaría su fortuna, pero también tenía que ocuparse de que, en caso de demencia senil o alguna grave enfermedad, no la enchufaran a ninguna máquina. Le pidió consejo a Costa, pues no sabía qué hacer con el cadáver hasta que organizaran su traslado a Colonia. Al día siguiente tenía que viajar a primera hora a Varsovia por temas de trabajo, pero le había prometido a su madre que tras su muerte la enterraría al lado de su amiga Ingrid en el cementerio de Melaten, en Colonia.

Costa le dijo que se ocuparía de todo y le pidió que se pusiera en contacto con él en cuanto llegara a Ibiza.

Le preguntó a Torres si era posible dejar a la difunta en Medicina Forense hasta que su hijo hubiese realizado los trámites funerarios para trasladar el cadáver a Alemania. Torres accedió, pidió un coche fúnebre y después dijo que seguramente la cena ya se le habría enfriado, pero que no le apetecía que se le agriara la botella de vino que había abierto.

Costa le dio una palmadita en el hombro:

– Ya espero yo a que llegue el coche. Muchas gracias por tu ayuda, Jaime.

Cuando Torres se hubo ido, Costa decidió registrar el secreter de la señora Brendel. A lo mejor encontraba algún indicio o una explicación de por qué le había escrito esa extraña carta a Grone. Sin embargo, su búsqueda fue infructífera.

– No puedo creer que haya muerto de un ataque al corazón -le dijo a El Obispo cuando éste llamó para informarle de lo que había descubierto sobre el peluquero de la isla.

– Pero tampoco se me ocurre quién puede haberla matado, ni cómo -repuso El Obispo, y añadió que a lo mejor el peluquero podía ayudarles a encontrar una respuesta a esas preguntas. La señora Scholl también había sido clienta suya.

– Bueno, desembucha. ¿Qué sabes sobre él?

– El chico tiene veintiocho años, es griego, nacido en Salónica. Al terminar el colegio estudió peluquería y cosechó cierto éxito en los círculos más selectos de Munich. En el noventa y seis vino a Ibiza con su novia y empezó a trabajar como peluquero a domicilio. Ahora vive con Carmen, una española con dos hijos. Las mujeres lo adoran y tiene mucho trabajo. Por lo que me han dicho, no sólo les seca el pelo, sino que es al mismo tiempo su confesor espiritual y consejero sentimental. Creo que te enterarás de un montón de cosas sobre Brendel y Scholl si consigues hacerlo hablar.

– ¿Cómo has descubierto todo eso tan deprisa?

– Conozco a Carmen, su española.

– ¿De qué?

– Compartimos el mismo peluquero.

– ¿Él?

– ¡Qué va!

El Obispo hizo oír su risa profunda y colgó.

Después de que llegara el coche fúnebre a llevarse a Erika Brendel, Costa apagó la luz, cerró el apartamento y le devolvió la llave al conserje. Recordó que la mujer había dicho una vez que con suerte no la esperaba el infierno. Su deseo se había cumplido. Su destino sería la cámara frigorífica.

Cuando Costa subió al coche, consultó el reloj y pisó el acelerador. Eran las diez menos cuarto, así que debía de ser más o menos la misma hora que cuando Grone había salido de allí. De todas formas tenía que darse prisa porque había quedado con el peluquero, así que decidió recorrer el trayecto hasta el Dome en el menor tiempo posible. Ingrid Scholl había muerto entre las 21.35 y las 22.00, eso quería decir que Grone tenía que haber tardado menos de treinta minutos. Si eso no era posible, Grone era inocente. El trayecto por Jesús era más largo, así que Costa tomó la C 733. En Santa Eulalia, cuando iba a incorporarse a la autovía, el denso tráfico le bloqueó el camino, así que colocó la luz azul en el techo del coche para simular una situación más descongestionada. En Can Ramon, un camión cisterna de agua potable se le puso delante y lo obligó a frenar de golpe. El tráfico en sentido contrario le impedía adelantarlo. Puso en marcha la sirena y el camión se hizo a un lado. Cuando lo hubo pasado, un tractor que llevaba un remolque cargado de naranjas cruzó la carretera. El campesino iba acurrucado en su alto asiento y agitaba una linterna. A los turistas les gustaba. Les divertía. Costa consultó el reloj y restó tres minutos y medio de la duración del trayecto.