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Llegó a la rotonda de la avenida de Santa Eulalia después de veintiún hipotéticos minutos; el tiempo que habría tardado de no haber encontrado personas, coches ni naranjas en la carretera. Aún tenía que buscar algún sitio donde aparcar. Había coches por todas partes. Costa avanzaba a velocidad de peatón. Por fin vio un hueco. Bajó del coche, cerró las puertas, corrió en dirección al casco antiguo y preguntó por lo menos dos veces dónde estaba el Dome, ya que Grone no conocía el lugar. Comprendió que era imposible. Nadie habría podido conseguirlo. Si aceptaba que Weber decía la verdad, Grone quedaba definitivamente descartado como asesino.

Costa regresó al coche y condujo por las estrechas calles de su barrio. Encontró aparcamiento detrás de la vieja plaza de toros y, mientras bajaba del coche, se acordó de que todavía tenía la colada en la lavadora. Tendría que sacarla después de hablar con el peluquero.

De Sa Calima salía la música cubana del disco que le había regalado su tío y que él, a su vez, le había dado a Pep, porque ese bar de la esquina era el único lugar en el que tenía tiempo de escuchar sus CD. Esa música se apartaba mucho de los éxitos de temporada que en verano se oían por todos los altavoces de la isla, como el remix de Prince de ese año. Costa casi estaba esperando que Rafel y El Surfista le programaran la melodía de Purple Rain en el móvil.

Había un joven sentado a la primera mesa junto a la puerta. Tenía el pelo oscuro y algo rizado, y le caía un poco sobre la frente y las orejas. Un griego agradable y muy guapo. Al ver la mirada sondeadora de Costa, se levantó.

Aparte de ellos, en el bar sólo había un par de familiares de Pep. Costa los saludó con la mano y se sentó. Pep, sin preguntarle, le sirvió una absenta doble. En ese momento sonaba Veinte años y Omara Portuondo cantaba sobre un amor perdido hacía tiempo: «¿Qué te importa que te ame, si tú no me quieres ya?».

El peluquero estaba allí sentado, esperando. Parecía ser un chico muy desenfadado y tener experiencia en el trato con desconocidos. Costa supuso que intentaría entablar con él una conversación afable e intrascendente, por eso se decidió por la versión áspera y desagradable: no dijo nada de nada.

Al cabo de un rato, el peluquero empezó a sonreír, sacudió la cabeza y se echó el pelo hacia atrás. Por fin rompió el silencio:

– ¿Quería usted hablar conmigo? -Tenía una voz oscura y suave.

Costa dejó pasar unos segundos más.

– Vive usted con una española. Hace ya cinco años que está en esta isla y busca el éxito en su trabajo. Eso incluye guardar los secretos de sus clientas. ¿Cierto?

La expresión del rostro de su interlocutor se transformó. Ya no parecía tan satisfecho, pero asintió.

– Pero eso no vale para clientas suyas que también son clientas nuestras, por ejemplo, porque han sido asesinadas o se han suicidado. ¿Nos entendemos?

– Sí, naturalmente, está claro -balbuceó el peluquero.

– ¿Cómo quiere que me dirija a usted?

Costa utilizó de repente un tono amistoso y paternal.

Su interlocutor pareció relajarse.

– Me llamo Jani. Puede llamarme Jani.

Alcanzó su vaso de cerveza y dio un pequeño sorbo.

Costa se reclinó en el asiento y le hizo una señal como diciendo que ya estaba preparado para escucharlo con toda tranquilidad.

– Bien. Explíqueme, entonces, todo lo que sabe sobre Erika Brendel.

De pronto Jani pareció muy inseguro.

– ¿Todo? -preguntó.

– Todo -repitió Costa.

El peluquero le explicó que había conocido a Erika Brendel hacía unos dos años a través de Ingrid Scholl. La describió como una mujer alegre y dicharachera. No podía decir nada negativo de ella.

– ¿De modo que nunca intentó acercarse demasiado a usted?

Jani sacudió la cabeza.

– ¿Tampoco le dejó nunca dinero a deber?

El peluquero se echó a reír y dijo que cobraba cantidades relativamente pequeñas.

– ¿Cuánto cobra?

– Unas diez mil pesetas por cortar.

Costa le preguntó si la mujer le había dicho alguna vez algo relacionado con el suicidio.

Jani no podía imaginar que la señora Brendel se hubiese suicidado.

– ¿Podría haber entonces alguien que le quisiera mal?

Jani lo pensó un momento y dudó.

Costa lo miró con severidad.

– ¿Qué relación tenían Erika Brendel y su amiga Ingrid Scholl?

El peluquero se encogió de hombros con impotencia.

– Erika dependía de Ingrid para todo. Económicamente.

– Pero si la señora Brendel tiene una fortuna personal…

– Por lo que yo sé de boca de Ingrid, Erika no tenía dinero. Ingrid Scholl se lo pagaba todo. Erika quiso coger un avión para ir a Mallorca a ver a su hijo, porque no sé quién la había convencido para que lo hiciese, creo que Martina Kluge, pero antes tenía que pedirle a Ingrid que le pagara el billete. Erika no era más que una simple secretaria, nunca había tenido un triste marco y, cuando lo tenía, lo regalaba al instante. Ése era el gran secreto que había entre ambas. Cuando Ingrid Scholl se divorció de su marido y tuvieron todos esos tira y afloja por la fortuna común, para que él no se quedara con nada, ella lo puso todo a nombre de Erika. Gracias a eso, Erika pudo comprarse el apartamento aquí. Para que pareciera de verdad. Naturalmente, tuvo que prometerle a Ingrid que se lo devolvería todo en cuanto se lo pidiera. Y ahora Ingrid quería recuperarlo todo. La última vez me explicó que la semana siguiente iba a pedir cita en el notario y que Erika tenía que volver a poner todo el dinero y las acciones a nombre de ella.

Costa se quedó de piedra.

– ¿Le explicó todo eso a usted?

– Las visitas a domicilio resultan muy íntimas en muchos sentidos. Hablo de casi todo con mis clientas mientras les arreglo el pelo. A veces escucho historias que están dictadas directamente por el odio y, por supuesto, tengo que guardármelo todo para mí si no quiero perder la clientela. La mayoría de las veces no me interesa lo más mínimo, pero no puedo dar la impresión de que a mí sus problemas ni me van ni me vienen. Así era con Ingrid. Me lo explicaba todo con pelos y señales, porque necesitaba hablar. Y yo tenía que acordarme de todo, se enfadaba mucho si me olvidaba de algo que ya me había explicado.

– Entonces, ¿había pagado ella la cirugía plástica de la señora Brendel?

– Sí, y también la operación del hijo de Erika, por supuesto. Un accidente de tráfico muy feo, del que ella había tenido gran culpa.

– ¿Quién? ¿Ingrid Scholl?

Costa lo recordó entonces. La señora Mahler, la vecina de Vista Mar, le había hablado a Elena de ese accidente, pero no había dicho nada de que la señora Scholl tuviera ninguna culpa.

Jani tenía todos los detalles de esa historia. Había sido en un cumpleaños de Ingrid Scholl. Andreas Brendel regresaba ese día de unas vacaciones en la península. Erika quería ir a buscarlo e Ingrid le había prometido que le pagaría el taxi. Las dos habían bebido bastante alcohol, pero cuando Erika quiso salir para el aeropuerto, Ingrid se sintió decepcionada. Tenía ganas de seguir con la fiesta, así que de pronto le dijo a Erika que no le daba el dinero. Erika tuvo que coger su propio coche. Iba bastante bebida y en el trayecto de vuelta tuvieron ese horrible accidente en el que su hijo quedó herido de gravedad. La amistad entre ambas habría terminado, pero Ingrid se ofreció a costear la operación de Andreas, que realizó el doctor Schönbach. Por eso Erika le debía mucho a Ingrid y le hacía el favor de ser la mujer de paja en esos turbios negocios con los que Ingrid quería embaucar a su marido en el divorcio.

– Cada vez que estaba algo deprimida -dijo Jani-, pensaba en que había robado y vencido a su marido. Así se sentía mucho mejor.

Si lo que explicaba el peluquero era cierto, la señora Brendel tenía un buen motivo para matar a su amiga. Así habría evitado devolverle el dinero. A favor de ello hablaba que hacía poco le había prometido a su hijo, en Mallorca, dejárselo todo. También explicaba la carta que le había enviado a Günter Grone. Al menos, si tenía la certeza de que Grone pensaba asesinar a Ingrid Scholl por su traición.