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– ¿Le explicó la señora Scholl alguna vez algo sobre un tal Günter Grone?

Resultó que el peluquero también conocía esa historia con pelos y señales. Con una salvedad: Ingrid Scholl le había hecho creer que verdaderamente se trataba de un diseñador de jardines. En todas las declaraciones de los testigos, la mujer aparecía ante Costa como la gran enamorada que quería casarse y que recibía flores todas las semanas.

Cuando el capitán se lo comentó, Jani explicó con suficiencia que las rosas y las orquídeas siempre se las encargaba ella misma en El Ramo de Flores, la floristería de la plaza Macabich de Santa Eulalia.

El peluquero sabía también que la mujer había castigado a su amado con dureza porque él había querido dejarla durante tres semanas para irse de vacaciones a España con otra persona. Cuál había sido ese castigo, no lo sabía. Al bello peluquero, que sin duda a la señora Scholl le recordaba a Grone, no había querido desvelarle que había enviado a la cárcel a su futuro marido.

– ¿Conoce usted al doctor Schönbach?

Jani respondió que no personalmente, pero que todas las mujeres hablaban maravillas de él y que Ingrid Scholl lo tenía por un genio.

– Siempre se había operado con él, y tenía una nueva operación preparada -comentó.

Costa recordó la imagen del cadáver de la señora Scholl.

– ¿Qué quería cambiarse?

– Detestaba su labio superior, que era muy fino, y se lo hacía rellenar de vez en cuando. Pero la última vez me explicó que su cirujano mágico había encontrado un nuevo método que hacía innecesario el relleno. Se extrae un trocho de debajo de la nariz, de manera que el labio superior se acorta. Eso hace que quede más parte de labio rojo al descubierto.

– ¿Ella le explicó eso?

Jani sonrió.

– Es sólo uno de sus muchos secretos. Tuve que jurar que no se lo diría a nadie. Porque Erika no podía enterarse.

– ¿Por qué no?

– Ingrid no hacía más que operarse, pero Erika no podía saber nada. Era un engorro. Después se iba de viaje unos días y, cuando regresaba, le preparaba a Erika una farsa sobre lo reparador que había sido todo y lo mucho que se había ceñido a la dieta.

Costa no entendía nada.

– ¿Por qué no podía saberlo su mejor amiga? Pero si eran como hermanas…

– Porque se pondría celosa y sufriría.

– ¿Y eso por qué?

– Porque Ingrid quería tener a su cirujano mágico, como llamaba ella al doctor Schönbach, en exclusiva. Intentaba por todos los medios obligarlo a pensar sólo en ella y a hacer todo lo que pudiera por mejorar su aspecto de alguna forma. Estaba muy enganchada. Había comprendido que su cuerpo era algo que podía modelar, sentía que eso le daba un gran poder. Sin embargo, para ejercer ese poder sobre su cuerpo necesitaba a Schönbach. Le había dejado incluso toda su fortuna en herencia para obligarlo a estar siempre al servicio de su juventud y su belleza. Siempre decía: «No quiero soñar ese maravilloso sueño de la humanidad, quiero vivirlo». Era una mujer de sesenta y cinco años a la que no se le notaba la edad. Unos ojos relucientes de bellas formas, una boca sensual que esbozaba sonrisas seductoras, un rostro proporcionado y una piel lisa y suave. Todo el que estuviera cerca tenía que quedar prendado de su belleza. -Jani vio la expresión de Costa y se echó a reír-. Sí, así hablaba ella. Casi se extasiaba. Siempre fantaseaba con el doctor Schönbach. Ese hombre había comprendido que no podía hacer nada mal, no podía equivocarse en un solo corte ni en una sola costura. Ella lo consideraba un genio y decía que su mujer, Arminé, era la prueba viviente de su maestría.

– ¿Conoce usted a la mujer del cirujano? -preguntó Costa.

El peluquero le explicó que la había visto una vez hacía un tiempo en El Ayoun. Allí se le había antojado la aparición de una reina egipcia. Le gustó verla sentada sola a una mesa, aunque el local estuviera lleno y la gente hiciera cola a la entrada. Estaba tranquilamente sentada, muy erguida, mientras le servían la comida en unos platillos pequeños.

– La gente se exaspera bastante porque la belleza le dé a uno derecho a esas cosas.

Bebió un sorbo y lo pensó un momento. Parecía que le divirtiera.

– ¿Por qué se ríe?-preguntó Costa.

– Se lo expliqué a Ingrid en nuestra siguiente cita y ella me dijo que quién sabía cómo habría sido antes esa mujer. Después se indignó por que se dedicara a pasearse por los locales y a cosechar tanta admiración con su belleza artificial.

Costa ya no entendía nada.

– ¿Qué quiere decir con eso? Pero si ella misma quería ser hermosa para que los demás la encontraran estupenda…

– Ingrid Scholl tenía la idea de que el cirujano había hechizado a su mujer sólo para sí, y que no le gustaba que se pasease por las discotecas a la caza de hombres como si fuera una abeja reina. Ingrid decía que un día acabaría detestándola tanto que en la siguiente operación ya no la despertaría de la anestesia.

Costa se inquietó bastante.

Jani consultó su reloj y dijo que su mujer lo estaba esperando.

El capitán le dio las gracias y le dijo que no se molestara, que las bebidas corrían de su cuenta. Jani se levantó y lo miró con una sonrisa.

– Buena música -dijo, y se volvió aún un momento al llegar a la puerta.

Pep había vuelto a poner el CD de Costa y Omara Portuondo volvía a cantar: «¿Qué te importa que te ame, si tú no me quieres ya?».

Al oír ese verso no pudo evitar pensar en Karin. Su tío, Joan Costa Mari, le había explicado que había visto en persona a la Portuondo con Anacaona, una orquesta compuesta sólo por mujeres. ¡Esa canción la había escrito una mujer, y El Cubano la había conocido! La anécdota formaba parte del repertorio invariable de la fiesta de la matanza de todos los años, en la que un grupo de la isla siempre intentaba emular esa música cubana por orden de su tío. Siempre era lo mismo. El Cubano alzaba las manos velludas como si quisiera poner a Dios por testigo y exclamaba: «¡María Teresa Vera, qué mujer!». Naturalmente, nadie le creía, pero Costa era de otra opinión, porque su padre le había explicado que El Cubano ya había tenido contactos con la mafia antes de ir a Estados Unidos, donde más tarde sus dos hijos habían muerto a tiros en un enfrentamiento entre bandas, y seguro que María Teresa Vera había cantado para algún mafioso más de una vez.

Cada vez que Pep ponía esa canción, le servía una absenta a Costa, y como de vez en cuando también él se permitía una, dio la vuelta a la barra y se puso a entonar la letra como si fuera la cantante.

La repentina muerte de la señora Brendel y la información que acababan de darle sobre Ingrid Scholl habían entristecido a Costa. Deseaba ahogar la realidad en esas canciones melancólicas y la penumbra del bar. Se puso a tararear la canción para sí, y Pep lo animó con una sonrisa a que bailara también. Costa sacudió la cabeza; el baile, para él, iba unido a Karin.

Cuando bailaban la sentía muy cerca. El baile era cortejo, seducción y amor.

Salió del local tropezándose y se aferró al volante de su coche. Por la avenida del puerto torció a la derecha, aparcó algo más allá del casino, fue tambaleándose hacia el edificio de apartamentos Transart, donde vivía Karin, y llamó al timbre. No obtuvo respuesta. Con una profunda sensación de vacío, fue haciendo eses hasta el coche y condujo despacísimo de vuelta hacia la vieja plaza de toros. Aparcó, limpió con la manga de la chaqueta una cagada de gaviota del techo del coche y recorrió a tientas Pere Francès sin dejar de tararear hasta que llegó a Felipe II.

Capítulo 14

El martes por la mañana, el despertador sonó un buen rato antes de que Costa alargara despacio un brazo y lo dejara caer con pesadez encima del aparato. Se quedó tumbado un momento, intentando recordar. Vio el rostro demacrado de la señora Brendel y a Pep bailando. Se presionó la cabeza con las manos para ahuyentar esas imágenes, pero no sirvió de mucho; Pep no dejaba de bailar. Después bajó las piernas de la cama, se inclinó hacia delante y estiró las rodillas con cuidado. Como un autómata, avanzó paso a paso hacia el cuarto de baño y se balanceó bajo la ducha. Cuando los gruesos chorros de agua le azotaron la piel, recordó que todavía no había limpiado la cal de la alcachofa. Así que no se lavó el pelo.