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Costa sonrió con inseguridad y le tendió la sobrasada.

– ¡Métete tu embutido donde te quepa y desaparece! -vociferó Karin.

Costa no opuso resistencia. Volvió a entrar en el ascensor e intentó, desconcertado, recordar qué había sucedido la noche anterior.

Fue a dejar la bicicleta a su casa y volvió a bajar para afeitarse donde Tomás. En ese momento necesitaba que alguien se ocupara un poco de él. Sin embargo, en lugar de entrar en la barbería, siguió andando hasta llegar a la vieja plaza de toros. Lamentó encontrarla cerrada, porque le hubiera gustado mucho sentarse en la tribuna, a la sombra. De niño, El Bruto le había cogido de la mano un domingo y lo había llevado hasta allí para que viera una corrida de toros. Recordaba la música y los vivos colores, el capote rojo, los ayes, el griterío y el júbilo cuando el toro cayó al suelo.

Decidió ir a Vista Mar. Le sentaría bien pasear un poco y dejar que su cabeza recapacitara una vez más sobre todo aquello. A lo mejor aún se le ocurría alguna idea. De algún modo tenía que encontrar la solución al caso.

Aparcó un poco más allá de la verja de entrada y recorrió a pie los últimos pasos. El mar, a su izquierda, estaba de un azul resplandeciente. Los pinos refulgían al sol como si sus agujas fuesen de plata. Olía a resina.

Al otro lado de la verja vio la larga avenida y recordó cómo había llegado con la señora Brendel aquel día de lluvia torrencial. Se detuvo delante del gran interfono. Todavía no habían cambiado el cartelito con el nombre de Ingrid Scholl.

Una gran limusina Jaguar verde oscuro esperaba detrás de él a que se abriera la verja. Costa se hizo a un lado. Al volante iba un tipo robusto y cuadrado. El pasajero que llevaba en el asiento de atrás quedaba oculto por las lunas tintadas.

El chófer le preguntó qué estaba haciendo allí. Costa le espetó que por qué tenía que estar haciendo nada. Sin volver la cabeza, el conductor se echó un poco hacia atrás para recibir una orden.

– ¡Si no está haciendo nada, márchese!

– ¿Adónde? -preguntó Costa.

El conductor volvió a escuchar un momento lo que le decían desde atrás y, cuando hubo comprendido sus instrucciones, respondió:

– Váyase a casa. -Miró a Costa más fijamente.

– Ya vengo de mi casa -repuso éste, y vio que el hombre volvía a reclinarse para entender mejor la siguiente orden susurrada.

La verja, entretanto, se había abierto del todo.

– ¿A quién viene a ver en Vista Mar?

– ¿Qué le parecería que viniera a verlo a usted? -preguntó Costa, guiñando un ojo-. O a su jefe, el de ahí detrás, el que no puedo ver por las lunas tintadas.

El hombre abrió la puerta del conductor y había sacado ya una pierna cuando del asiento trasero volvió a llegar una orden pronunciada en voz baja. El gorila metió la pierna otra vez en el coche y se sentó erguido, dispuesto a recibir nuevas instrucciones. Entonces alzó el brazo y señaló a Costa.

– Quédese ahí, esperaremos a la policía.

El coche entró y la verja empezó a cerrarse. Costa logró colarse.

A la derecha de la avenida que llevaba hasta la entrada principal había una espesa mata de rododendros. El capitán dejó resbalar las gruesas hojas por sus dedos mientras clavaba en ellas la uña del pulgar, como hacía siempre de pequeño. De pronto sintió un fuerte golpe en la cabeza y todo oscureció.

Capítulo 15

Cuando volvió en sí, junto a él sonaba su móvil. Sentía un dolor penetrante que se le extendía por todo el cuero cabelludo. Se palpó con cautela la herida abierta de la cabeza. ¿Dónde estaba? Miró a su alrededor.

Se encontraba en la playa, entre pequeños guijarros. A unos treinta metros de distancia, el mar lamía la orilla de la pequeña cala. El sol seguía alto. Consultó el reloj. Las dos y diez. De modo que no podía haber pasado mucho tiempo desde la conversación de la verja.

Intentó recordar qué había sucedido después, pero tenía una laguna mental.

De repente sintió miedo, empezó a temblar y notó que le afloraba un sudor frío en la frente. Se obligó a pensar en otra cosa y se concentró en un perro que corría por la orilla.

Mientras se levantaba con dificultad, intentó de nuevo recordar lo sucedido. Otra vez empezó a temblar. El miedo se hacía más intenso cuanto más se acercaba al agujero negro. Sabía bien lo que era, había padecido esos ataques desde niño. En los últimos años, en Hamburgo, no había sufrido casi ninguno, pero desde que había regresado sentía que la amenaza interior se acercaba poco a poco. ¿Lo habría alcanzado ya?

Se obligó a no pensar en ello, se levantó y comprobó que no estaba muy lejos de Vista Mar. Comprendió entonces que alguien le había golpeado desde atrás. Pero ¿a quién podría interesarle algo así? ¿Algún compañero que quería darle una lección porque no le gustaban sus métodos de investigación? ¿Aquel tipo oculto por las lunas oscuras del Jaguar? ¿Cómo iba a averiguar quién había sido y qué había pasado si no recordaba nada?

Entretanto, su móvil había dejado de entonar la melodía. Comprobó sus pertenencias. No le faltaba nada, pero estaba claro que lo habían registrado, de modo que quien hubiera sido había visto su identificación de la Guardia Civil y ahora sabía su nombre y el departamento en el que trabajaba.

Lo único que recordaba era la conversación con el chófer del Jaguar verde. A lo mejor podía preguntarle al conserje de quién era ese coche.

Se examinó los pantalones, se enderezó y se palpó los huesos. Estaba entero, salvo por la brecha de la cabeza. Echó a andar hacia Vista Mar, llamó a la puerta del conserje y le pidió un vaso de agua, tres aspirinas y un poco de hielo.

Por él supo que el coche era del doctor Schönbach, el cirujano plástico, que desde hacía un tiempo atendía en el centro de belleza todos los martes por la tarde. Costa le preguntó si le había llamado la atención algo en las últimas dos horas, pero Balbino le dijo que no. ¿Acaso no quería el cirujano curiosos por allí? El Surfista, mientras tanto, no sólo había descubierto que el centro de belleza y la residencia de Vista Mar pertenecían a Schönbach, sino que también el tío de Costa, El Cubano, y el poderoso Carlos Matares habían participado en el proyecto de construcción.

A pesar de lo mucho que le dolía la cabeza, Costa se acercó al centro de belleza. La limusina Jaguar estaba en el aparcamiento del personal, pero no se veía al conductor por ninguna parte. ¿Hasta qué punto estaban relacionados Schönbach o ese ataque del que había sido objeto con el asesinato de Ingrid Scholl? ¿Acaso el cirujano no quería que se resolviera el crimen? ¿Querían desmoralizarlo y que no siguiera adelante con la investigación? Si ni Grone ni Franziska Haitinger eran los asesinos, ¿habría sido un desconocido? ¿Acaso el mismo que le había golpeado a él? ¿O es que querían que dejara de fijarse en Grone, porque sabía algo que no podía salir a la luz? ¿A lo mejor quien lo había contratado? Grone seguía sin querer un abogado, pero pronto se acabaría el plazo de prisión preventiva y tendrían que dejarlo en libertad, o repatriarlo a Alemania, en caso de que se hubiera presentado ya la solicitud de extradición. El fiscal leería primero el expediente del caso y el informe de cierre, desde luego, pero Grone podría apresurar el proceso con un abogado. En todo caso, ya sólo podía retenerlo por cuestiones de formalismos legales. Costa había apostado por el caballo equivocado y no tardaría mucho en tener que soportar los comentarios desdeñosos del comandante.

No se sentía únicamente miserable, sino también muy solo, y no dejaba de torturarse pensando que había sido un error marcharse de Hamburgo, donde había dejado un puesto fijo y también a sus hijos.

Hizo a un lado esos pensamientos. ¡En esos momentos no le hacía ningún bien darles vueltas en la cabeza!

Subió al coche y comprobó de quién había sido la última llamada. La pantalla le mostró un número de móvil alemán. Marcó y le contestó el hijo de Erika Brendel. Costa volvió a entristecerse por su muerte. Le hubiera gustado mucho ir a verla y charlar un poco con ella. Saber por qué había tramado esa visita sorpresa de Grone a Ingrid Scholl a lo mejor le hubiera ayudado a avanzar con las investigaciones. Allí había algo que no encajaba.