Andreas Brendel le comunicó que el heredero de su madre no era él, sino el doctor Schönbach. Estaba bastante indignado. En su último encuentro, en Mallorca, madre e hijo se habían reconciliado. Había sido una escena muy emotiva. Ella le había prometido redactar un nuevo testamento y dejárselo todo a él como único heredero.
– A lo mejor volvió a cambiar de opinión -dijo Costa.
Andreas Brendel se puso verdaderamente furioso al oír ese comentario.
– Es cierto que a veces mi madre tenía ideas raras y un sentido del humor bastante especial, ¡pero nunca rompía una promesa! Seguro que ella estaba tan agradecida como yo a Schönbach por haberme remendado. ¡Pero eso es a lo que se dedica, para eso le pagan! ¡No es motivo ni de lejos para regalarle toda nuestra fortuna! ¡No soy capaz de imaginar que mi madre montara todo ese numerito de la reconciliación en Mallorca sólo para después dejarme con cara de tonto!
Hablaba tan alto que Costa tuvo que apartarse el teléfono del oído. Le seguía doliendo la cabeza.
– No estaba muy bien de salud. ¡Seguro que a alguien le resultó muy fácil impedir que cambiara el testamento!
– Señor Brendel, me ocupé de que dos médicos independientes vinieran a examinar el cadáver de su madre en su lecho de muerte. Ambos determinaron que había fallecido por causas naturales. ¿Qué debo hacer?
– ¿Cómo van a haberlo visto desde fuera? -vociferó Brendel-. ¡Usted también tenía sus sospechas! ¡Si no, no me habría preguntado si daba mi consentimiento para que se le hiciera la autopsia!
Costa recordó que el hijo se había negado a ello. ¿Habría cambiado de opinión?
– Si quiere que se le realice una autopsia, confírmemelo por fax. De ese modo podré solicitarla inmediatamente.
Brendel estuvo de acuerdo.
– ¿Dónde había conseguido su madre tanto dinero? Lo cierto es que no era más que una secretaria, ¿no?
– A lo mejor le tocó la lotería -dijo Brendel, y zanjó la conversación.
¿La lotería? Qué disparate.
Costa llamó a Torres para comunicarle la orden.
– Los costes los paga el hijo. Que sea rápido. ¿Cuándo tendré los resultados?
– Mañana a mediodía -dijo el forense.
Lo que quería hacer Costa era ir a ver a la doctora Sperl para que le mirara la herida de la cabeza, pero decidió ir antes a mantener una conversación con la mujer de Schönbach. A lo mejor así descubriría por qué tenían tantas ganas las mujeres de dejarle todo su dinero a ese médico. No sería el primer caso de un médico que sacaba partido de su posición de confianza para con sus pacientes. Costa recordaba un caso espectacular en el que había trabajado personalmente y en el que creían que un médico había llegado a matar a ciento veintitrés personas para heredar de ellas, aunque sólo habían podido demostrar su culpabilidad en siete de las muertes. Por lo que había llegado a saber de él, Schönbach no parecía esa clase de persona. Pero ¡qué mal habría hecho dejándose guiar sólo por las apariencias!
Marcó el número de la casa de Schönbach en Ibiza, que le había encontrado El Surfista. Arminé Schönbach tenía una voz cálida y con algo de acento. Sus respuestas eran rápidas y suaves, como dictadas por una sonrisa. No preguntó nada, se limitó a indicarle con amabilidad, casi con alegría, cómo llegar a su casa. La suerte del día parecía estar cambiando al fin.
Costa cruzó San Rafael en coche y, antes de llegar a San José, tomó el desvío hacia Cala Vadella. Antes de llegar a la cala, torció a la izquierda y buscó un camino en dirección a Es Cubells que le llevara hacia la Torre del Pirata, desde donde se veía la espectacular villa de la iraní. Así, al menos, se lo había descrito Arminé Schönbach.
Pero no encontraba la casa.
Dio media vuelta y volvió a recorrer el camino del pie de la colina sin dejar de buscar con la mirada una casa de arenisca de dos plantas con arcos de herradura y una gran piscina con cascada. «La casa mira a la roca sagrada de Es Vedrà», había dicho la mujer. Es Vedrà emergía abruptamente del mar a la derecha, pero no se veía ninguna villa de estilo oriental por ninguna parte.
Costa condujo hasta una pequeña finca y allí preguntó por la propiedad de Arminé Schönbach. El campesino sacudió la cabeza; había muchas villas de extranjeros por los alrededores. Por El Surfista, Costa sabía que la mujer conducía un Mercedes-Cabrio color vino metalizado con asientos blancos de piel. Al hombre se le iluminó el rostro: sí, a esa mujer la conocía. Le explicó cómo llegar a su propiedad, pero antes de acabar le advirtió de que había un perro muy agresivo, un perro de pelea, que vigilaba el recinto. La villa estaba protegida por dos muros concéntricos y separados unos siete metros entre sí, lugar por donde corría suelto el animal.
Costa le dio las gracias y siguió el camino que le había indicado. En el trayecto, el cielo se nubló y adoptó el mismo color que la roca de Es Vedrà, un antracita oscuro entreverado de plata. Casi había oscurecido.
Costa bajó del coche y llamó al timbre de la gran verja de hierro forjado. Se sobresaltó al ver una sombra negra que se abalanzaba hacia él, se estrellaba tontamente contra los barrotes de la puerta y se ponía a soltar unos terribles aullidos que terminaron convertidos en ladridos asesinos. Era el perro guardián del que le había hablado el campesino: un mastín. Costa se lo quedó mirando. Debían de haber criado a esa fiera como a un agresivo perro de pelea. De pronto sonó una campana y el animal enmudeció, miró en dirección a la casa, agitó la cola y se alejó trotando. Se oyó una cancela y el perro desapareció. Entonces se abrió la verja. Costa decidió dejar el coche fuera y recorrer a pie el camino flanqueado de portentosos árboles que llevaba hasta la villa.
No se veía al mastín por ningún lado. Todo estaba en calma.
Cuando Costa llegó a la segunda puerta, unos diez metros más allá, se abrió automáticamente.
A la entrada de la casa se llegaba por una larga escalinata. Costa detectó movimiento y vio a alguien que salía a la puerta, pero estaba demasiado oscuro para distinguir nada. Al acercarse, comprobó que se trataba de una mujer. Llevaba un vaporoso vestido de seda blanca. Tenía una melena larga, negra y brillante.
Cuando Costa estuvo frente a ella, el manto de nubes se abrió y la reluciente luz del sol cayó sobre Arminé Schönbach.
Costa ya la había visto una vez en un cuadro de su primo Mateo que estaba expuesto en la galería Meves, en la plaza del Parque. Desde que volvía a vivir en Ibiza, Mateo Verdera lo había invitado ya varias veces a que fuera a verlo a su taller, pero lo cierto es que no había encontrado tiempo de aceptar la invitación, aunque sí había contemplado con mala conciencia los cuadros de su primo que había expuestos en varias cafeterías.
Arminé poseía tal belleza que al verla uno no podía pensar en ningún pecado, o eso le pareció a Costa ahora que la tenía ante sí por primera vez. Si era obra de su marido, tenía que reconocer que era una obra maestra.
– ¿Es usted el capitán Costa?
Reconoció su voz cálida y melodiosa. Asintió.
– Sea bienvenido a mi casa -dijo la mujer, sonriendo- y sígame a un lugar de ensueño.
Costa entró en un gran vestíbulo con una enorme fuente. El surtidor que había en lo alto llegaba hasta la cúpula, cuyas paredes estaban cubiertas por mosaicos de espejitos. Todo brillaba y refulgía y se multiplicaba en fragmentos plateados.
Arminé lo hizo pasar al salón, donde Costa casi se quedó sin aliento. Las enormes cristaleras estaban abiertas y la vista podía pasearse desde el granito rojizo del suelo hasta la superficie azul del agua de una enorme piscina que parecía fundirse con el azul aún más intenso del mar, del que sobresalían las escarpadas paredes gris plata de la roca sagrada de Es Vedrà.