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«Cuánta devoción por la belleza», pensó Costa. ¿Qué prometía la belleza para que llegaran a pagar tanto por ella?

– ¿Por qué se ríe? -preguntó Arminé.

Sus dientes destellaban y sus ojos relucían.

– Sí, ¿por qué me río? -repitió Costa-. Seguramente porque acabo de experimentar algo así como reverencia ante tanta belleza. La risa lo libera a uno de eso.

– Antes tiene que ver la vista que hay desde el puente.

La mujer salió a la terraza y Costa la siguió.

Al otro lado de la piscina se levantaba una instalación de arcos de hierro del escultor estadounidense Richard Serra bajo la cual colgaba un puente de plexiglás que no se veía desde lejos. Costa dudó al poner el pie sobre él.

– Puede caminar con toda tranquilidad -exclamó la mujer-. No se rompe.

Costa se detuvo en mitad del puente. Por debajo de él, el agua de la piscina se precipitaba seis metros hasta un segundo estanque.

– ¿Siente la interacción de las energías del aire, la luz y el agua?

Costa sólo sentía calor y unas ganas enormes de saltar al agua azul verdoso. Miró hacia la isla de roca que tenía ante sí; de joven la había escalado muchas veces.

La mujer le rogó que la acompañara al patio y le indicó un sillón junto al que ya había un té servido.

– ¿O prefiere usted café?

Costa le dio las gracias y dijo que estaba bien así. Miró en derredor con interés, y la señora Schönbach le explicó que ese patio era una copia a escala del de la mezquita de Zabid, la somnolienta aldea del Yemen donde se había inventado el álgebra y donde Pasolini había rodado su película Las mil y una noches. Costa no había visto la película, pero todo le parecía como de cuento. El solo hecho de que ese cirujano hubiese logrado comprar una parcela así allí, en Cala Carbó, y que le hubieran concedido permiso de obras rayaba en la maravilla. Toda la zona pertenecía a Matares y casi nada era posible sin su permiso.

– ¿Qué le ha traído aquí? -preguntó la mujer con franca curiosidad, y volvió a echarse hacia atrás su gran chal blanco.

Costa le explicó que, por mucho que estuviera convencido de la inocencia de alguien, su deber era comprobar las coartadas.

– Pura rutina. Tiene que aparecer en mi informe, eso es todo.

– ¿Y de qué inocente se trata? -preguntó la señora Schönbach, visiblemente divertida.

– De Martina Kluge. Ha declarado que el miércoles pasado tenía una cita con usted a las nueve de la noche. Que hablaron ustedes por teléfono a eso de las siete y media.

Arminé lo miró un momento con sus ojos color avellana.

– Eso es. Sólo que no vino.

Costa ya lo sabía, desde luego, a esa hora la había visto en el Elephante, donde él había ido a cenar con Karin. La pregunta le había servido simplemente como pretexto. En realidad quería preguntarle por su marido y descubrir por qué las mujeres le legaban su dinero.

– ¿Por qué no vino a verla?

– Me dijo que le había surgido una cita importante, pero no sé de qué se trataba. Tampoco se lo pregunté.

– ¿Tiene la señorita Kluge algo que ver con su marido?

La mujer lo miró con aire burlón unos instantes. Tenía los atractivos rasgos faciales de las mujeres de Oriente Próximo. El moreno natural de su tez lisa brillaba como si estuviera recubierto de pan de oro. Costa calculó que debía de medir un metro setenta y ocho. Gracias a que el viento le había ceñido el vestido de seda a las caderas, gracias a sus vueltas y sus elegantes movimientos, le había llamado también la atención su figura, modelada como por un escultor. El Surfista le habría echado quizás unos cincuenta y cuatro kilos, pero Costa se molestó nada más pensarlo. ¿Por qué recordaba siempre a su joven compañero cuando veía a una mujer atractiva?

– La que tiene algo que ver con ella soy yo. Viene a veces a darme un masaje de puntos de presión. Tiene un don maravilloso en las manos. Cuida de antiguas pacientes de mi marido, pero no creo que lo trate también a él.

– ¿Qué clase de persona es?

– Muy comprensiva. Sacrifica su vida por los demás. Es de las que siguen un pensamiento lógico, pero también tiene mucho aguante. Su lógica es la lógica de la entrega y, cuando uno ayuda a los demás, hay que tener aguante. -Reflexionó un momento-. Es amiga mía. No de mi marido.

– ¿Por qué es amiga suya?

– Yo tengo un temperamento más bien artístico. Nos complementamos de una forma ideal. Martina me ayuda a poner los pies en el suelo. A menudo me da consejos muy prácticos -dijo Arminé sonriendo.

Su voz era como una melodía armoniosa que adormecía a Costa en el calor de la tarde.

– ¿Y usted qué le da a cambio?

– Yo le alegro el espíritu con música y poesía. A ella le encanta. Es una buena amistad porque nos enriquecemos mutuamente.

Costa había visto un piano de cola negro en el gran salón, así que le preguntó qué tocaba.

Ella hizo un amplio gesto con los brazos, como si quisiera emular la cola abierta de un pavo real.

– Omar-i-Khajjam. Fue el mayor poeta y músico sufí de la antigua Persia.

Costa pensó que Schönbach debía de llegar a casa y estirarse en el sofá a escuchar música sufí mientras paseaba la mirada por el azul del mar. ¡No era una mala vida! En el puerto, el cirujano tenía también un yate a motor bastante caro, y a veces alquilaba incluso un Learjet para volar en poco tiempo desde Munich hasta la isla. Tenía licencia y pilotaba él mismo. El Surfista, durante la comprobación de las posesiones de Schönbach, había descubierto también que la villa pertenecía a Arminé. La mujer tenía una cuenta en el banco de la familia Matares, donde también administraban unos considerables paquetes de acciones a nombre de ella.

– ¿Aman las mujeres a su marido porque les regala belleza?

La mujer rió y dijo que la belleza de una mujer está en el interior. Que había mujeres que por fuera no llamaban mucho la atención, pero que tenían un aura emocionante e interesante.

– Eso es la belleza para mí -dijo-. El exterior debe tomar la forma de las ondas y los movimientos interiores. Ambas facetas deben formar una unidad rítmica, como en una danza.

– ¿Y qué opinión le merece la cirugía estética? -preguntó Costa.

– Cuando una mujer es mayor y con una operación se libra de un par de arrugas, me parece bien. Sólo que los cirujanos todavía tienen que mejorar un poco, ¿sabe? Puede que ya lo hayan conseguido para cuando yo, tal vez, llegue a necesitarlos.

Costa sonrió. Por todas partes había oído que Schönbach utilizaba a su mujer como catálogo de muestra. Como prueba de su don divino. Ahora, sin embargo, ella se comportaba como si nunca la hubiera rozado un bisturí. El capitán quería presionarla un poco.

– ¿De modo que cuando se haga mayor se operará?

– Verá, yo quiero envejecer con dignidad.

– ¿Y cómo pretende lograrlo?

La mujer agitó las manos con vaguedad, como si quisiera hechizarlo.

– Mi espíritu embellecerá más deprisa de lo que envejecerá mi cuerpo -dijo, riendo.

– ¿Y eso cómo se hace?

– Con meditación y yoga, y con una alimentación adecuada. Soy exclusivamente vegetariana y, cuando cocino, lo hago con sosiego. En todos mis movimientos presto atención a la respiración de mi cuerpo. Así freno el paso del tiempo. Las prisas, la indecisión y las lamentaciones son cánceres para el alma y carcomen el cuerpo. -Miró a Costa sin dejar de sonreír-. Es cierto que hay maravillosos labios rellenos de silicona y liftings oculares, pero por dentro está uno frustrado, como sucede a menudo con las mujeres jóvenes, y eso es feo.

Costa quería intentar reconducir la conversación de nuevo hacia su marido.