– ¿Qué edad tenía usted cuando se casó?
– Quince años.
Lo observó con atención, como si disfrutase con su sorpresa.
– ¿Cómo? ¿Se casó con el doctor Schönbach a los quince años?
– Mi primer marido no fue Schönbach. Era armenio, un músico del palacio del sah, en Teherán. Tenía pasaporte diplomático y había tocado para Jimmy Carter, Rockefeller, Sadat y el jefe de Estado soviético. Era un músico extraordinario. Sin embargo, entonces estalló en Persia la revolución. El sah tuvo que salir huyendo, y también mi futuro marido se vio de pronto en gran peligro.
– ¿Y fue entonces cuando se casó usted con él?
– Creía que tenía que salvarlo. Ayudarlo a huir del país. Mi padre era arquitecto en el palacio del sah. Nosotros habíamos sido avisados de que estallaría la revolución dos meses antes y habíamos preparado nuestra marcha a Estados Unidos. Para poder ayudar a mi marido a escapar también, no obstante, debía casarme con él. Sin embargo, un día antes de que partiéramos, Jomeini lo condenó a muerte. Fue quemado junto con su instrumento en una plaza pública. La música que se tocaba con instrumentos occidentales debía arder en las llamas. A menudo lo había visto tocar, y él siempre me sonreía, pero de pronto lo vi arder y oí sus gritos hasta que se asfixió.
Costa se quedó conmocionado, se revolvía interiormente ante las horribles imágenes de esa escena. Arminé se levantó y fue al secreter a buscar un álbum de fotografías de su boda iraní. Se las enseñó: era un ángel delicado de una belleza casi sobrenatural, una niña en medio de la nutrida concurrencia de esa boda de cuento oriental.
– Aquí estoy en Londres -dijo, y señaló una fotografía en la que llevaba unos vaqueros de pitillo y una exigua camiseta con el símbolo de la paz-. Mis padres se separaron. Mi padre se fue a Los Ángeles y mi madre me llevó a Londres con ella.
Junto a la fotografía había también una carta. Una carta de despedida. En ella había escrito que se iba para siempre, pero que con ello no deseaba hacer daño a nadie. No tenía fecha ni encabezamiento, y estaba firmada con su nombre. Arminé vio la mirada de asombro de Costa y le explicó que en aquella época casi siempre estaba muy triste y que finalmente había intentado suicidarse con el Valium de su madre. Se había tragado veinte pastillas.
– ¿Y logró sobrevivir?
Costa sintió que la seda blanca del vestido de la mujer le rozaba cuando se movía. La envolvía un embriagador aroma a almizcle o liquidámbar.
– ¡Dios mío!, pensé después de habérmelas tragado. ¡Voy a morir!
Volvió la cabeza y miró a Costa. Éste sintió un picor en la garganta y tuvo que carraspear.
– No quería morir -dijo con voz profunda-. Llamé a mi tía, que enseguida me llevó al hospital. Allí descubrieron que en el bote de Valium en realidad había aspirinas. -Arminé cerró el álbum de fotos-. La carta, de todos modos, la conservo.
Costa quiso saber de qué manera había conocido a su actual marido. «¿Dónde encuentra uno a una mujer así? -pensó-. ¿Y de qué hay que estar hecho para que lo ame tanto como para seguir con él tantos años?»
Arminé lo había conocido en una discoteca de Munich.
– Lo miré y enseguida quedé fascinada. Era fuerte y tenía una voz portentosa. ¡Unos ojos increíbles! Un hombre realmente atractivo -dijo, riendo.
Costa estaba impresionado. Las fotografías del artículo de Karin mostraban otra imagen de Schönbach, y en cierto modo se sintió algo celoso. También a él le gustaría ser descrito así por las mujeres.
– Era una discoteca aburrida. No encontraba a nadie que despertara mi interés. No había más que jóvenes engominados por todas partes, de esos que están enamorados de sí mismos. Pavos reales que convierten a la mujer en esclava de su narcisismo en cuanto la han seducido. De pronto me llegó una energía muy fuerte. Me volví y lo miré directamente a los ojos. ¡En ese mismo instante supe que teníamos que estar juntos!
Le divertía hablar de su vida. Sus frases fluían con ligereza y despreocupación. Costa la hacía volver siempre al tema de Schönbach, iba apuntando los datos biográficos y esperaba poder formarse una imagen del hombre durante el transcurso de la conversación.
En aquel entonces, cuando Arminé lo conoció, ella acababa de terminar la carrera de Historia del Arte en París y quería marcharse a Estados Unidos. Sin embargo, Schönbach la convenció para que se trasladara con él a Munich, donde tenía un enorme apartamento antiguo en Königinstraβe, junto al Jardín Inglés. Le habló a las mil maravillas del panorama artístico suabo. Ella, que siempre estaba dispuesta a un cambio y a experimentar la vida en una nueva cultura, dejó su apartamento de París y se fue a vivir con él. Al principio viajaban mucho. A Florida, a Japón, a Australia… Allá adonde invitaran a Schönbach a dar una conferencia. Visitaron la Ópera de Viena, asistieron a premieres en la Scala de Milán y la Met de Nueva York, estuvieron en el Museo Guggenheim, en el MOMA y en el Getty Museum de Los Ángeles, que todavía no estaba terminado del todo. Arminé se convenció de que Schönbach era encantador y tenía talento. Hablaba siempre del matrimonio, pero a ella le parecía mejor la relación sin papeles de por medio. Tenía la convicción de que el matrimonio era como hielo para el amor.
En Munich, en aquella época, celebraba una vez al mes una reunión a la que invitaba a toda la gente chic. La tienda de delicatessen Käfer preparaba el bufé, ella tocaba el piano y organizaba exposiciones de jóvenes artistas. El punto culminante de esas veladas eran las charlas del doctor sobre las novedades en el mundo de la belleza.
Más adelante, a Arminé todo aquello acabó por resultarle un poco insípido. Salvo la amistad con una rica pianista que había gozado de mucho éxito en su día, Elfriede Meister. La vieja dama era muy ingeniosa y sabía dar buenas réplicas; siempre comentaba las ponencias de Schönbach con citas viperinas de Oscar Wilde, Nietzsche o Schopenhauer, lo cual divertía una barbaridad a Arminé. A Elfriede Meister también la invitaba en privado a su casa e interpretaba para ella la música de Khajjam.
– Le tenía mucho aprecio -dijo Arminé-. Me recordaba mucho a mi abuela.
– Si el matrimonio es hielo para el amor, ¿no han llegado a casarse ustedes? -dijo Costa.
La mujer rió.
– Cuando la pasión es demasiado ardorosa, hay que enfriarla un poco. De modo que nos casamos en mayo del noventa y cuatro. Me sorprendió con una maravillosa boda medio armenia y medio persa, como las que yo había vivido en mi niñez.
Se había celebrado en una granja de Baviera, y Schönbach había pensado hasta en el último detalle. Había contratado cocineros, músicos y bailarines de la patria de su mujer, había conseguido traer a su padre de Los Ángeles, a su madre de Londres y a su abuela de Teherán. Su regalo de bodas fue un Mercedes-Cabrio, el mismo que todavía conducía.
Sin embargo, pocos meses después de la boda se acabaron los viajes y todo lo demás. Schönbach ya no tenía tiempo. Su consulta estaba teniendo un éxito espectacular, él operaba casi día y noche. Entonces volvió a despertarse en ella ese sentimiento de tristeza y soledad, lo cual no hizo más que alejarlo a él, que reaccionaba con desprecio ante las debilidades de ellas. Costa comprendió entonces cuál era la promesa de la belleza: la exclusión del sufrimiento. La belleza no hace pensar en el dolor ni en la decadencia, no da miedo.
Schönbach había heredado de una paciente una villa en el lago Starnberger y se había decidido a renovarla. En la fiesta de inauguración, por Fin de Año, se produjo la primera gran discusión entre el matrimonio. Arminé vio que su anciana amiga Elfriede Meister no estaba invitada y, cuando la llamó, supo por el ama de llaves que la señora Meister había muerto hacía dos días. El doctor Schönbach, le dijo la mujer, había estado allí, pero no había podido hacer nada por ayudarla. Arminé fue a hablar con su marido. La única explicación de éste fue que no había querido arruinarle la fiesta. Ella se sintió muy herida y al día siguiente se escapó a casa de unos amigos que tenía en Ibiza. Allí decidió divorciarse de él.