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Se dio cuenta de que había dejado de escuchar a Karin, que seguía hablando de su trabajo y le estaba pidiendo que la informara sin falta si sucedía algo sensacional.

Costa volvió a mirar al joven de los pantalones negros de cuero. Ni él ni su acompañante se habían dicho una sola palabra en todo ese rato. Eran una isla de silencio en medio de aquel barullo de voces y se miraban con amor. De pronto se pusieron de pie y salieron del local.

– Aquí hay gente interesante, ¿verdad?

Karin había seguido su mirada.

– ¿Quién, por ejemplo?

A Costa le hubiera gustado tomarse otra cerveza.

– Allí, los de aquella mesa. ¿Ves al tío con el pelo entrecano y a esa joven guapa de melena corta y rubia que acaba de entrar?

Costa se volvió.

– No seas tan poco disimulado -dijo ella, riendo-. Es uno de los médicos de cirugía estética más famosos de aquí.

Costa no sabía qué hacer con esa información, así que le dirigió una mirada interrogante.

– Tendrías que ver su casa. Es fantástica. Queda justo delante de Es Vedrá y es de las más increíbles que hay en la isla.

Karin tenía una amiga inglesa con título nobiliario que le había enseñado todas esas viviendas. Las dos estaban trabajando para publicar un libro sobre ellas. Costa vio entonces que la velada desembocaba poco a poco en la relajación esperada. Vio que su objetivo -que ella se tomara otro trago con él, o incluso que desayunaran juntos- estaba ya muy cerca, pero de pronto le sonó el móvil.

Los de la mesa de al lado lo miraron.

– ¡No me lo puedo creer! -Karin se había quedado blanca-. ¡Llevas el móvil encendido!

– ¿Dónde queda eso? -preguntó él, y anotó una dirección y un número de teléfono-. Enseguida estoy ahí.

Guardó el móvil y miró a Karin con una sonrisa. ¿Qué iba a hacerle?

– ¿Nos vemos en mi casa? -preguntó mientras se levantaba. Se sacó del bolsillo las llaves del piso y se las tendió-. No tardaré mucho.

– ¡Quédate con tus llaves y que no te vuelva a ver! -espetó Karin, y se volvió hacia otro lado.

El enfado de ella lo abrasó como una llamarada ardiente.

Cuando subió al coche y consultó el reloj eran las once menos veinte. Tomó el camino de tierra de detrás de la iglesia hasta la carretera de Santa Eulalia. La luna iluminaba el paisaje y casi se reflejaba en el asfalto. Costa había bajado las ventanillas y oía a los perros salvajes aullar en los campos.

Lo habían llamado los del turno de noche. Un asesinato en un complejo de apartamentos de lujo de la urbanización Siesta, al sur de Santa Eulalia. Durante el trayecto dio parte al equipo que acababa de formar. No había sido fácil encontrar colaboradores preparados y motivados, pero creía haberlo conseguido. Era un personal muy variopinto, entre ellos había incluso una mujer: Elena Navarro Álvarez, treinta y seis años, una teniente reservada y ambiciosa. La había visto por primera vez en el patio del puesto, montada en una Honda contundente, y aunque le había hablado con frialdad, al instante comprendió que era una apasionada de las motos.

– Otros tienen un coche, a mí me sobran dos ruedas -le había dicho la joven con sequedad.

Costa se había decidido por ella nada más leer en su expediente que había crecido en Alemania y que había sido policía judicial de Narcóticos en Colonia durante varios años. Aun así, tener a una mujer en el equipo era problemático, al menos en una unidad de Homicidios. Además, los hombres de Ibiza no habían cambiado mucho: las mujeres tenían que quedarse en casa.

La urbanización se encontraba en la ladera oriental de Montañas Verdes, nombre que daban los españoles a la zona de monte que él de pequeño había conocido como Puig d'en Pep. Su familia era de allí, y la mitad del monte y una buena parcela de terreno que llegaba hasta el río y limitaba con el sur de Santa Eulalia, o Santa Eulária, como decían los ibicencos, habían pertenecido a sus abuelos. Conocía bien todo aquello. De pequeño había hecho muchas excursiones por los bosques de la zona y había salido a cazar con su abuelo. Por aquel entonces sólo había un par de granjas junto a la finca familiar. Ni un solo hotel, ni un edificio de apartamentos. Josefa, su decidida abuela, se había hecho cargo de todo y se había enriquecido vendiendo el terreno por parcelas. Seguramente también había salido ganando algo con el proyecto inmobiliario de Vista Mar, donde se había cometido el presunto asesinato.

En la isla, como en casi todo el mundo, quienes heredaban de los padres eran los hijos varones. Ellos recibían los campos más fértiles y protegidos del interior, mientras que las hijas tenían que conformarse con las parcelas de la costa, pedregosas, expuestas a las inclemencias del clima y amenazadas por los piratas. Josefa no sólo aportó a su matrimonio los terrenos costeros sin valor que le habían tocado en herencia, sino que además, ante las burlas de los hombres, les había comprado por pocas pesetas todo lo que había podido a las demás mujeres de la familia.

Gracias a una inspiración de Tanit, según decía ella, imaginó que algún día llegaría el turismo y lo cambiaría todo. En los años sesenta y setenta no sólo se demostró que tenía razón, sino que tenía «cada vez más razón», como ella misma solía comentar con un deje de picardía. Las parcelas con fondo marino llegaron a ser más valiosas que el oro, y las superficies agrícolas del interior perdieron toda su utilidad en la Europa unida y, con ello, todo su valor.

Los dos grandes edificios de Vista Mar estaban rodeados por bosques de pinos de altura mediana que caían suavemente hacia el mar, hasta la Punta de s'Aguait, donde había una bahía con una pequeña cala.

Costa había colocado la sirena sobre el techo del coche y, al acercarse despacio, la gran verja de hierro se abrió automáticamente. Se detuvo ante la puerta de entrada, donde lo esperaban dos agentes uniformados de la Policía Local. Al más bajito de los dos lo conocía. Era el mismo que ese día lo había llevado de vuelta a Ibiza, después de que fuera a dejarle el coche a su padre. El hombre informó a Costa de que había tenido lugar un crimen en el apartamento 402, en el cuarto piso, que la puerta estaba abierta cuando llegaron y que la víctima era la señora alemana que casi había atropellado a la mujer del cochecito.

– ¿Se acuerda, capitán Costa? Usted le ha hecho de intérprete.

Costa asintió.

– ¿Quién estaba aquí antes que ustedes?

– El conserje. Él nos ha llamado.

– ¿Dónde se encuentra ahora?

– En su apartamento.

– Muy bien, tráiganlo.

Iban a ir los dos, pero Costa dijo que con uno bastaba y le pidió al otro que lo ayudara a sacar del maletero los trajes aislantes, los guantes de látex y las mascarillas. Había tenido la precaución de traérselo todo de Hamburgo porque sabía que en Ibiza una solicitud de suministros podía tardar hasta dos años. Tenía cuatro trajes para el equipo, uno para el médico y otro para el fotógrafo. El de El Obispo había tenido que encargarlo aparte, porque en el almacén no disponían de tallas para semejante corpulencia.

En Hamburgo, en el escenario del crimen todos vestían como astronautas para no dejar rastros al trabajar. Aquí eso sólo lo habían visto en la tele, y se ganaría por ello bastantes chismorreos y burlas. El equipo, no obstante, contaba con personal adecuado, por algo había realizado la selección con un cuidado especial. «Si movemos el culo por algo, más vale que salga bien; si no, mejor nos vamos de pesca», ése era su lema, y todos habían estado de acuerdo.

Le dijo al agente que dejara los trajes en el pasillo y le ordenó que no entrara nadie que no fuera el conserje o sus compañeros de Ibiza.