Costa notó cómo se transformaba su estado de ánimo mientras se lo explicaba.
– Desde entonces lo he intentado todo para deshacerme de él. He intentado provocar escándalos y le he lanzado a la cabeza todo lo que he encontrado.
Arminé se echó a reír, pero no fue una risa alegre, sino cínica.
– Ningún hombre consigue tener poder sobre mí. ¡Ni siquiera él!
Costa pensó en todas las mujeres que habían conseguido divorciarse de su marido sin ninguna dificultad en Ibiza. Para obtener el divorcio sólo tenían que vivir solas un año.
– De todos modos, estuvo de acuerdo en que me construyera aquí la casa, porque él participaba en el proyecto de Vista Mar. La verdad es que no viene mucho a trabajar aquí, pero siempre le ha tentado la idea de abrir en la isla una clínica privada con un quirófano de última generación. Los preparativos están ya prácticamente listos. Desde hace poco viene una vez por semana. Como hoy. -Y, sonriendo, añadió-: Podría entrar en cualquier momento.
Se levantó y se disculpó por haberlo entretenido tanto.
– Pero es que es maravilloso encontrar a alguien que sepa escuchar. Y no me refiero a una persona que calla y no presta atención, sino alguien cuya emotividad interior se deja sentir.
Costa le aseguró que le encantaría seguir escuchando más historias sobre su país y su infancia, pero no pudo convencerla para que siguieran charlando. Lo lamentó, puesto que se fue de la casa prácticamente sin ningún resultado. ¿Qué tenía? Schönbach era un hombre que fascinaba a las mujeres, pero que a fin de cuentas no tenía tiempo más que para su profesión. No pudo evitar pensar en los reproches de Karin.
Una vez que la atracción erótica inicial había dejado paso a la costumbre -la indolencia del corazón, como decía su madre-, la relación entre Schönbach y su mujer se había enfriado enseguida. Cuando a él ya ni siquiera le pareció que mereciera la pena decirle que su vieja amiga Elfriede Meister había muerto, para ella aquel hombre se convirtió en un extraño. Permanecía frío cuando las personas desaparecían de su vida, porque no las amaba. Así lo había visto y lo había comprendido entonces ella. Había querido divorciarse, pero él la retenía con una cuerda de la que Arminé todavía no se había librado, para conseguir el divorcio tendría que haber vivido un año separada de él, pero Schönbach también le había impedido eso, puesto que vivía en su misma casa y se presentaba todas las semanas. Seguía teniendo poder sobre ella. Costa se había dado cuenta de lo mucho que se esforzaba la mujer por ocultar cuánto le inquietaba que Schönbach pudiera aparecer en cualquier momento.
El capitán, sin embargo, intentó dilatar la despedida. No le habría importado toparse allí con Schönbach y hacerle un par de preguntas.
Arminé se cubrió los hombros con el chal y se dirigió a la salida a grandes pasos. A medio camino se volvió con brusquedad y se sorprendió de que Costa siguiera todavía en su sitio y no la hubiera seguido. Su tono fue algo más duro:
– No se lo he preguntado, pero supongo que ha venido por la espantosa muerte de esa paciente de Martina. ¿Han encontrado ya al asesino?
Costa admitió que todas las pistas se le habían escapado entre los dedos.
– ¿Y ahora piensa en Martina? -La pregunta pareció un ataque.
– No. Me preocupa más la cuestión de por qué le dejó la víctima toda su fortuna al doctor Schönbach, aunque tenía un gran amor al que no había día que no dedicara halagos.
Se dio cuenta del cambio de actitud de Arminé, que de pronto mostró un gran interés. Poco a poco volvió en sí.
– ¿Insinúa con eso que mi marido ha asesinado a esa mujer?
Costa lo negó con decisión.
– ¡No, por el amor de Dios! Pero lo extraño es que hay otra señora, también paciente de su marido y clienta de Martina Kluge, que murió ayer por la noche. También ella se lo ha dejado todo al doctor Schönbach, según me ha comunicado su hijo hace dos horas. Está bastante indignado. Él tenía claro que iba a heredarlo todo.
Arminé volvió a sentarse y le hizo un gesto para que tomara asiento otra vez.
– ¿Cómo murió esa señora?
– Tuvo un ataque al corazón.
La mujer enarcó las cejas.
– ¿Y qué? De eso mueren la mayoría de las personas en Occidente. ¿Qué tiene de raro?
– Los médicos han concluido que ha sido una muerte natural. Sin embargo, hay aún otra residente de Vista Mar que está casada y tiene hijos, pero también ella, por lo que sabemos, se lo ha legado todo al doctor Schönbach como único heredero.
– ¿Y por qué no le pregunta a ella?
– Ya lo he hecho.
– ¿Y bien?
Costa sacudió la cabeza reflexivamente.
– Pues eso, que me dio una explicación bastante insatisfactoria.
– ¿Qué le dijo?
– Que es una persona maravillosa.
Arminé se echó a reír a carcajadas.
– ¿Y ya ha muerto?
– No, pero ayer me llamó porque tenía no sé qué problema de salud y quería visitarse con un especialista en Alemania. Mientras venía hacia aquí he intentado localizarla, pero no he conseguido dar con ella.
– ¿Quiere decir que sí ha muerto?
– No lo sé. No, no.
– Quiere dejárselo todo a él porque es una persona maravillosa -repitió Arminé, divertida-. Ha nacido con buena estrella. Sagitario, ascendente Leo. Doble fuego, seguro de sí mismo, perfeccionista y muy inteligente.
– ¿Y eso les gusta a las mujeres?
Arminé volvió a sonreír y él no estuvo seguro de que no fuera con condescendencia. A lo mejor sólo se sentía inseguro porque llevaba el traje sin planchar y no se había afeitado.
– Las pacientes quedan fascinadas por sus ojos. Su mirada tiene un brillo deslumbrante, casi magnético.
Costa no era cínico, pero esta vez no pudo reprimir un comentario sarcástico.
– ¿Y también habla con ellas, o sólo las hipnotiza?
– Les pregunta con mucha serenidad por sus problemas más íntimos -dijo la mujer y, con una sonrisa, añadió-: Como si la operación dependiese de que él conociera sus secretos.
– ¿Y cuál es el secreto de Schönbach?
Arminé tomó aire sonoramente con sus fantásticos labios.
– Su secreto es que parece un chimpancé, pero que a las mujeres les resulta atractivo.
Costa no supo si lo decía en serio. Él asociaba a los chimpancés con la fuerza. ¿Tenía sentido que un cirujano diera la impresión de ser fuerte?
La mujer, con cierto aire de satisfacción, dijo:
– Tiene una fuerza increíble. Posee algo salvaje.
– ¿Y por eso las mujeres le legan su fortuna?
Arminé se levantó, le hizo una señal para que la siguiera y lo acompañó a la puerta.
– Seguramente eso tiene que ver más con la propensión de las mujeres a dar -dijo, sonriéndole con encanto-. Sobre todo a alguien que les dice que son hermosas, o que incluso les proporciona una gran belleza.
«Sí -pensó Costa mientras se sentaba en el coche-, y depende de la propensión del hombre en cuestión a aceptar y a matar.» Pero ¿de qué le servía saber eso? Sólo le empañó el ánimo. Estaba enfadado. Aunque quizás ese enfado se debía a que se había olvidado de dejarle su número de móvil a Arminé. Esa mujer sabía mucho y no le había dicho prácticamente nada. A lo mejor daba lo mismo, porque de todas formas jamás le habría llamado.
Mientras se iba, volvió a oír los agresivos ladridos del perro.
Se tomó su tiempo para regresar. Había sido una tarde con muchos altibajos emocionales. Necesitaba algo que le resultara familiar. ¿A lo mejor podía acercarse desde allí a casa de su madre y hacerle una visita? ¿O a Mateo Verdera, su primo el pintor? Decidió ir primero a ver a Mateo.