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Capítulo 16

Poco antes de llegar a San José, torció por el accidentado camino de tierra que llevaba a la finca de Mateo. Por la izquierda se subía hacia la cima de la atalaya, y a la derecha se veían los bancales dispuestos en terrazas que bajaban hasta la bahía de San Antonio. El camino subía por la derecha de la pendiente y llegaba hasta la cima de una colina que caía hacia el otro lado, hacia Cala Tarida, de nuevo en forma de terrazas. En esa cima estaba la casa de Mateo, un caserón en ruinas que él mismo había reconstruido. Había conservado el pozo, el viejo horno de pan y los cimientos de la casa principal, sobre los que había erigido una enorme cocina con una campana de chimenea junto a la que podía pasar uno largas noches charlando delante del fuego. Uno de los lados de la cocina estaba abierto y daba a una pradera en la que se erguía una de las higueras más portentosas de la isla. Las ramas pesaban tanto, cargadas de frutos como estaban, que Mateo había tenido que colocar soportes de madera por todas partes para sujetarlas.

Al llegar, Costa vio al pintor sentado frente a su cocina, contemplando a las ovejas que pastaban en la cara norte de la colina.

Lo recibió con una amplia sonrisa. Su rostro moreno y curtido resplandecía bajo un sombrero de paja amarilleado por el sol que a Costa le recordó a Van Gogh. Su pelo rizado y largo casi hasta los hombros era tan inmaculadamente blanco como la pared enjalbegada. Mateo llevaba sus anchos pantalones de hilo color oliva y su camisa azul de algodón. Costa nunca lo había visto vestir de otra manera.

Tras un breve «hola», los dos se sentaron y se quedaron un rato escuchando los ladridos de los perros en el valle. El pintor alcanzó una botella, sirvió un vasito y se lo ofreció a Costa. El aguardiente casero le bajó cálido por la garganta y desató un agradable fuego en su estómago. Mateo volvió a servirle, alzaron los vasos y bebieron.

Costa sabía que sería mejor preguntar directamente lo que lo tenía en ascuas en lugar de esperar a que hubiesen vaciado esa botella, o incluso una segunda.

– ¿Cuándo la pintaste?

– ¿A quién?

– A Arminé Schönbach.

– Te refieres a Arminé Tomasián.

– Todavía está casada.

Mateo torció el gesto y se encogió de hombros.

– En mi cuadro, yo la tendré para siempre.

Costa sonrió.

– Joven para siempre, bella para siempre.

Mateo volvió a servirle un aguardiente de absenta.

– La pinté por su perfección. En realidad, al artista no le conmueven las mujeres de belleza perfecta. El artista busca la imperfección que lucha por verse perfeccionada. A menos que quiera pintar a la Madre de Dios. Arminé Tomasián posó para mí como modelo de la Virgen María tal como se le apareció al monje carmelita Francisco Palau.

– El joven tenía buen gusto -comentó Costa, y volvió a levantar el vaso.

– El beato Palau nació en Lérida en mil ochocientos once. En mil ochocientos treinta y tres entró en la orden de los Carmelitas Descalzos de Barcelona, vivió varios años en Francia y, tras su regreso a la Ciudad Condal, fundó la Escuela de la Virtud, cuyos métodos tuvieron como consecuencia su confinamiento en Ibiza.

– ¿En aquel entonces se desterraba a la gente a Ibiza por su virtud? -preguntó Costa, divertido-. Igualito que hoy.

– Por su pedantería -dijo Mateo sonriendo.

– ¿Esta isla cura la pedantería?

– En general sí. Pero no en el caso de nuestro monje.

Mateo siguió a una libélula con la mirada, dio un sorbo de su vaso y se dispuso a explicar el motivo de su cuadro, como Costa sabía que hacía siempre.

– Palau se hizo llevar en barca a Es Vedrà, subió la empinada pendiente y descubrió allí arriba una gruta tan húmeda que por sus paredes caía el agua a chorros. Eso le bastaba como agua potable, de modo que se quedó a vivir allí, meditando, hasta que se le apareció la Virgen María. La vio como la personificación de la belleza. -El pintor abrió un libro de una gran pila de volúmenes que tenía en la mesa, frente a él, y buscó el punto de lectura-. ¡Aquí! Lo escribió todo: «Toda la sala se llenó con el glorioso resplandor de Dios, y vi a la hija del Padre Eterno en toda su belleza, tan hermosa como le está permitido ver al ojo mortal». -El pintor alzó la mirada y esbozó una sonrisa-. Después se desposó con la hermosa Señora. -Mateo volvió a inclinarse sobre el libro y leyó-: «Toda la luz y la claridad se retiraron y pude ver su cuerpo maravillosamente bello. Vi su cabeza coronada por una gloria. Su cabello era de oro puro y cada hebra de su pelo irradiaba luz. De repente empezaron a moverse y formaron sobre su cabeza una corona, como llevados por cierto resplandor interior, e irradió hacia el cielo en todas direcciones, y una voz me dijo: Sígueme. Y yo la seguí hasta la cima de la montaña, que estaba completamente inmersa en aquella gloria. La Hija del Padre Eterno se sentó en un trono resplandeciente y después pidió a los Cielos que me vistieran con ropajes puros y delicados, blancos como la nieve, el cordón de oro puro y la casulla color carmín, de un tejido tan vaporoso y precioso como yo no conocía calidad. Entonces la Santa Hija me ofreció las nupcias espirituales. Después me ordenó abandonar aquellos pagos, partir y predicar.» -El pintor volvió a cerrar el libro-. Esa es la escena que pinté.

– ¿Has visto alguna vez su casa?

Mateo sacó un puro, mordió un extremo, encendió una cerilla, dio unas bocanadas y volvió a reclinarse.

– Sí. Ella misma la diseñó y supervisó su construcción. Tuvo algunas discusiones con el municipio, porque quería levantarla de manera que quedara justo enfrente de la isla mágica de Es Vedrà.

– ¿No te gustaría a ti también poder ver Es Vedrà cada día?

– Tiene una barca en el muelle de Cala d'Hort. Rema hasta allí y sube a la cueva del ermitaño. En ella venera a nuestra diosa Tanit.

Costa no se sorprendió, encajaba con ella. Era una narradora de historias. Igual que Mateo, y todos los de la isla. Su propia conciencia se iría llenando poco a poco de extrañas vivencias en Ibiza, historias curiosas con las que nunca se habría encontrado en Hamburgo, ni en sus sueños, ni en el cine.

– ¿Te ha explicado de dónde le viene el dinero?

– ¿Qué dinero? -preguntó Mateo.

– Por ejemplo, con el que se construyó esa casa.

– Su marido gana dinero a puñados con su búsqueda de la belleza artificial.

Costa notó que ese tema le molestaba, pero se mantuvo firme.

– La casa no es de su marido. La escritura está a nombre de ella.

– Sea como sea, el dinero es de él. Se me van a secar los colores -dijo el pintor, y se levantó-. ¿Qué tal está tu padre?

– Bien. Sigue trabajando en la carpintería.

– ¿Y tu madre?

– Ahora voy a verla.

Costa se volvió una vez más antes de marcharse y se despidió de Mateo con la mano. Se agachó y cogió un higo que ya estaba jugoso y maduro. Se lo metió en la boca, tiró el rabito e intentó atrapar una libélula.

La pequeña finca blanca del hostal de su madre se encontraba en la zona aún bastante deshabitada que quedaba entre Santa Inés y San Mateo. En la tierra de los almendros. Esa masía aislada era un secreto reservado a personas que querían pasar sus vacaciones en medio de la naturaleza, sin ser molestados, sin teléfono, televisión ni internet. Christa y Elmar no podían permitirse caros equipos de alta tecnología y habían hecho de la necesidad un concepto que había tenido muy buena acogida. Con el paso de los años se habían forjado una clientela compuesta por alemanes, escandinavos, franceses y estadounidenses.

Cuando Costa bajó del coche, vio a su madre de pie en el balcón, donde acababa de poner la mesa. Había sacado queso ibicenco curado y pan horneado en casa. También sirvió un cuenco con cebolleta, dientes de ajo y aceitunas negras y verdes, todo aliñado con aceite de oliva. Costa no vio vino, pero de todas formas ya se había echado suficiente al coleto. Su madre se lo acercó todo para que se sirviera y lo miró con alegría. Tenía un rostro vigoroso y todavía juvenil. Se teñía el pelo de rubio, pero por lo demás llevaba su edad muy dignamente.