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Costa cogió un trozo de pan, lo hundió en el aceite de oliva y se echó un trozo de queso curado a la boca.

– ¿Ha huido todo el mundo? -preguntó.

– Los pocos huéspedes que tenemos están en la playa, y Elmar ha ido a San Antonio a comprar una bomba de agua nueva. La última no ha durado ni un año. Es increíble.

– Y por lo demás -se interesó Costa-, ¿has tenido una buena temporada?

– Sí, tengo que admitir que sí. En julio y agosto hemos estado completos. Mucho mejor que el año pasado. Elmar quiere cultivar, pero yo no. A mí me vale con esto. ¿Y tú? ¿Cómo te va por aquí? ¿Ya eres un superagente de la Guardia Civil?

– Ya estás dando la lata, como Karin -dijo Costa, y untó otro trozo de pan.

– Vino a verme -dijo su madre con mucho énfasis, aunque no era nada desacostumbrado.

A Karin le caía bien su madre, de lo cual Costa se alegraba. Se llamaban mucho y, por lo visto, se veían más a menudo que su madre y él.

– ¿Te ha hablado de nuestra separación? -preguntó, y sintió un leve enfado.

– Ya sabes que yo no me meto. Tengo mi opinión, pero soy muy capaz de guardármela para mí. Al fin y al cabo, es vuestra relación.

Costa se encogió de hombros y masticó.

– ¿Y? -rezongó.

– Que no es feliz.

Costa enarcó las cejas.

– ¿Por qué?

Recordó entonces su laguna mental de la noche anterior.

– ¿Por qué crees que Karin tiene un problema contigo?

– No lo sé. Seguramente porque trabajo demasiado. A lo mejor también está celosa. Tengo a una española muy atractiva en el equipo.

– ¿Quieres que te haga un par de huevos fritos?

Costa le dio las gracias y le dijo que no. Su madre le acercó el cuenco para que comiera un poco más.

– Me ha explicado que, aunque lo intente, no puede imaginarte con otras mujeres. Dice que, aparte de Sabine, seguramente habrás estado con otras mujeres antes que con ella, pero que para ella eso no significa nada. Está muy segura de ti. Para ella eres una persona muy especial. Liberado y grande, así te ha descrito.

– ¿De dónde ha sacado esa tontería?

– También yo se lo he preguntado.

Costa no sabía cómo interpretar aquello. Él se sentía cualquier cosa menos libre, o liberado.

– Dice que al final has resultado no ser sólo un rumor.

– ¿Un rumor? ¿Qué significa eso?

– Ha visitado a la extensa familia Costa y ha bebido de ese horrible licor de hierbas en todas las cocinas y, cada vez que se habla de ti, Karin aguza el oído. En esas cocinas se cuchichea mucho y uno se convierte automáticamente en un personaje hecho de rumores. Y de los personajes de rumores surgen los personajes auténticos, eso me ha dicho. Liberado y grande.

– ¿Y qué tipo de personaje auténtico soy?

– Tampoco yo lo sé. Eso es lo que hay. Pero deberías preguntarte qué podéis ser Karin y tú el uno para el otro. Sobre todo porque sois muy diferentes. Completamente diferentes.

– Es que ella es una mujer.

– No es cuestión de sexo. Por supuesto que hombres y mujeres son diferentes. Pero esto tiene que ver más con tu carácter responsable y la frescura de ella. Tú nunca has vivido tu vida sólo para ti. Siempre tienes un encargo o un deber. Nunca te dedicas tu tiempo a ti mismo. A banalidades. Nunca dejas que nada te llegue dentro, nunca te sumerges del todo en nada. Ella es muy diferente. Ella vive. Mientras que tú, como una marioneta, siempre cumples encargos para los demás.

Costa estaba furioso. Sólo su madre conseguía enfurecerlo así, y sin inmutarse lo más mínimo.

– Es verdad -admitió de mala gana-. En realidad tenemos muy poco en común.

– Justamente. Por eso te digo que, cuando la relación sexual se haya terminado, ya no os fijaréis el uno en el otro, no tendréis nada que deciros y viviréis uno al margen del otro.

Siempre hablaba sobre sexo como si fuera el cura del pueblo.

Costa sacudió la cabeza con una sonrisa.

– Entonces, ¿por qué se casa la gente?

– «Para que la valentía del hombre y la fidelidad de la mujer se unan» -canturreó ella.

A Costa le encantaba eso. Como su madre se conocía todas las óperas y leía muchísimo, en cualquier situación podía sorprender con una muestra de su tesoro de citas. En esos momentos, Costa se sentía feliz como cuando niño, porque la vida de pronto daba un giro alegre, alzaba la cabeza y soltaba un chiste.

La madre de Costa se había animado y estaba a punto de convertir la vida, que tenía agarrada por el mango, en un juego absurdo. No pudo evitar reír. Su madre lo animaba a que cantara con ella, pero él se resistía:

– «Me río y me río, vocifero de risa» -entonó al fin.

– Por la risa se conoce al loco -dijo ella, buscó bajo la mesa, sacó una botella de vino como por arte de magia y se sirvió-. Tú tienes que conducir -dijo, y volvió a cerrar el corcho sin ofrecerle ni un trago.

Para volver a casa cogiendo la carretera de Santa Gertrudis, Costa pasó por delante del flamante ocre de un muro y el rojo tierra de los campos. La luz de esa isla era siempre intensa y clara como la sombra de una casa sobre el blanco resplandeciente de la pared de la iglesia. Cuando se estaba acercando a Ibiza, salió de la carretera y enfiló por un camino de tierra, un atajo que conocía de su niñez. Bajó las ventanillas y miró hacia un lado, donde la ciudad se agazapaba como una concha de caracol color arena sobre su escarpada colina, a lo lejos. La vista quedaba medio tapada por chumberas y pitas cuyas flores se alzaban hacia lo alto.

No pudo evitar recordar la conversación con Arminé Schönbach. No era capaz de imaginar cómo debía de ser estar casada con un hombre como Schönbach. ¿Qué podía reprocharle? ¿Que las mujeres enloquecieran por él, que lo admiraran y lo veneraran y al final le dejaran todo su dinero? En cualquier caso, le intrigaba ese contraste entre la opinión de su propia esposa y la de las mujeres en general. Ese hombre tenía contactos con Matares y con su tío, los dos hombres más poderosos de la isla. Poseía un veloz yate de lujo al que seguramente durante la temporada invitaba a los reyes del panorama musical para dar fiestas por todo lo alto, y tenía a la mujer más bella que Costa había conocido jamás. ¿Por qué iba a cometer un crimen alguien que tenía todo lo que uno puede desear en la vida? ¿Un crimen que no sólo perjudicaba a la víctima, sino que también podía volverse en su contra?

A lo mejor no se trataba de dinero. Costa volvió a repasar mentalmente toda la información que había reunido sobre Schönbach hasta el momento.

Gabriel Schönbach había nacido el 28 de noviembre de 1948 en Austria. ¡Y con buena estrella! Las mujeres lo adoraban. ¡Desde que Karin lo conocía, había descubierto que era una mujer misteriosa!

Pero ¿a quién amaba ese hombre? ¿A su perro de pelea? Una máquina de matar a la que había bautizado con el nombre de Baal. ¡El dios de la isla! No tenía respeto por nada.

Su madre había sido pintora y su padre inventor. En el instituto, Schönbach siempre se había contado entre los mejores de la clase, sobre todo en las asignaturas de ciencias naturales. Aprobado el bachillerato, que obtuvo con honores, se marchó a Múnich a estudiar Medicina. Un estudiante destacado. Acabó los estudios summa cum laude y antes que el resto de su promoción, se especializó primero en cirugía y después en cirugía ósea y vascular. Incluso llegó a trabajar un tiempo como cirujano maxilofacial. «Es un animal insaciable para el trabajo, con gran inteligencia y mayor falta de respeto por sí mismo -pensó Costa, y de pronto no pudo disimular cierta admiración-. ¡Seguro que no se desloma, ni se harta a huevos fritos con beicon ni a pan con mantequilla! ¡Ese devora pienso concentrado y bebe kombucha, o como se llame esa cosa!»