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Costa le preguntó si estaba sola; le dio la sensación de que había alguien más con ella y la mujer quería ocultar con quién estaba hablando. Sin embargo, no pudo averiguar nada, porque colgó de pronto.

¿Estaría Schönbach con ella? ¿Habría podido escuchar la conversación por otro teléfono? ¿Había querido darle a entender Arminé que en ese momento no podía hablar?

Costa sabía qué era sa por, la superstición ibicenca de los cuentos de su tía preferida, María. Sa por, en catalán, significaba «el miedo», pero María siempre lo había descrito como un lugar en el que el alma podía transformarse si uno no escapaba enseguida. «Si no sales corriendo -solía decirle- y escuchas en tu interior, oyes gritos del más allá y ruido de cadenas. Y si aun así no huyes, sino que miras en tu interior, ves luces fugaces y cascadas resplandecientes que se hacen tan poderosas que, o te dejan allí muerto, o escapas de ellas más fuerte y lleno de poder.» De niño había buscado ese lugar por todas partes: en las misteriosas sombras de los algarrobos, en las cuevas donde los piratas habían escondido sus tesoros, en las colinas desde las que los mochuelos lanzaban su llamada y los perros aullaban, pero no lo había encontrado. Más adelante lo había olvidado y no le había quedado más que un oscuro recuerdo.

¿A qué se refería Arminé Schönbach al mencionar esa superchería, ese lugar del miedo? ¿Acaso lo había encontrado?

Capítulo 18

A la mañana siguiente, el comandante le dijo a Costa que quería hablar con él. Seguro que no le esperaba nada bueno. Si acertaba con su predicción, compraría una buena botella de tinto y esa noche invitaría a Karin. Sería una buena compensación. Dio un saltito de camino al despacho de su superior, casi alegrándose por la bronca que le iba a caer del comandante, don Andrés López Santander.

Se sorprendió al comprobar que no se trataba de nada de eso. López lo alabó por su buen trabajo e incluso intentó consolarlo por no haber encontrado todavía al culpable. Le dijo que estaba bien, que había hecho todo lo posible. El esfuerzo que había dedicado al caso, no obstante, bien merecía un premio, así que había decidido no asistir a un encuentro internacional de cuerpos policiales en Bruselas, sino enviarlo a él, Toni Costa, en su lugar. Le dijo con jovialidad que cambiaría la reserva para el día siguiente por la mañana y que, si Costa era listo, seguro que se animaba a alargar la estancia con un agradable fin de semana en Bruselas.

– Quién sabe a quién puede conocer allí -añadió con una sonrisa atrevida.

Costa le preguntó que sucedería con el detenido del caso, Grone. López encendió un cigarrillo, le ofreció el paquete al capitán, que no aceptó ninguno, y dijo que el hombre sería entregado en cuanto llegara de Alemania la solicitud de extradición.

– Si acaba cumpliendo condena aquí o en Alemania… el tiempo lo dirá -comentó, como si le preocupara el destino del detenido.

Entonces se levantó, le dio la mano a Costa y le envió un saludo afectuoso a su tío, El Cubano.

Costa no fue a su despacho. Salió del puesto y dio una pequeña vuelta hasta el Club Social. Necesitaba un café y un coñac.

No se había tragado esa historia del premio, más bien tenía la sensación de que querían apartarlo de los siguientes pasos de la investigación. Eso podía tener mucho que ver con los últimos resultados que había obtenido Torres mediante la autopsia de la señora Brendel. Costa no podía pedirle al forense que mantuviera algo así en secreto, y él mismo había decidido explicarlo. Un error.

Pidió un cortado, pero ni siquiera eso consiguió animarlo, así que volvió a su despacho, que estaba a rebosar de papeleo atrasado. ¡Cómo le hubiera gustado encender una cerilla y lanzarla encima! Decidió ocuparse enseguida de ese trabajo tan desagradable, aunque no le apetecía nada. Al menos ya se había librado del asesinato de la señora Scholl.

Mientras se encargaba del papeleo, su vida le pareció aún más absurda.

Pensó un momento en ir a ver a Karin para compartir con ella sus desgracias y buscar consuelo. A lo mejor ella le diría: «Ven, vamos a emborracharnos», y todo desaparecería como si no hubiera sido más que un espejismo. Después saldrían a cenar juntos, ya entonados y hambrientos como dos lobos. ¡Reirían todo el rato y al final se unirían de nuevo en la calidez de la cama de ella! Y tras el sueño profundo y reparador no habría ningún superior embustero esperándolo, ninguna amenaza, ningún esfuerzo, sino un delicioso desayuno en el balcón de Karin con vistas al puerto y al casco antiguo, con crujientes barras recién salidas del horno. La llamó y le explicó a su contestador que al día siguiente por la mañana tenía que volar a Bruselas a un congreso de la Europol y que volvería el domingo.

– No te olvides de la fiesta de la matanza de El Cubano -añadió.

Se quedó dormido deseando soñar con Karin. Pero no soñó con ella, sino con Erika Brendel, a la que él esperaba con inquietud y nerviosismo a la puerta de un quirófano porque sabía que dentro estaba el doctor Schönbach, inclinado sobre ella con un escalpelo. De pronto, la mujer salió sonriendo alegremente con un llamativo sombrero inclinado sobre sus rizos rubios. El sombrero era rojo fuego y tenía una amplia ala y una cinta de rayas de cebra de la que salía una gran pluma de pavo real. El rojo goteaba sobre ella y dejaba regueros de lágrimas sangrientas. Costa se despertó dándose manotazos. Por un momento se quedó muy quieto, después se fijó en el despertador. Pasaba mucho de la hora. ¿Acaso no había sonado? Saltó de la cama. Tenía que darse prisa si quería coger el avión.

Cuando llegó al bruselense Hotel du Congrés, la inauguración y la primera ponencia habían acabado ya, así que Costa corrió directo al opulento bufé de mediodía que esperaba a los participantes del congreso. Había alrededor de cuarenta miembros de todos los cuerpos policiales de la Europol. De España habían asistido otros seis compañeros. El ambiente era muy bueno, había vino en jarras y todos permanecieron de pie, comiendo, bebiendo y charlando.

Normalmente, Ibiza no habría enviado a ningún representante a ese encuentro celebrado bajo el título de «Movilidad de la delincuencia en la Unión Europea». Sin embargo, el Ministerio de Justicia, junto con los jueces y los fiscales de la isla, reclamaban desde hacía tiempo libertad de actuación para emprender «diligencias sumarias contra delincuentes» y lograr, así, controlar el elevado número de delitos cometidos durante la temporada alta, a menudo por parte de visitantes de la isla.

Costa se sentía fuera de lugar. El principal de sus problemas era la resistencia con que topaba dentro de su propio cuerpo a la hora de desenmascarar a criminales peligrosos. En Ibiza no se investigaba nunca con métodos costosos, simplemente se decía que una muerte se había producido por causas naturales, que el difunto había desaparecido o se había ahogado en el mar. Las investigaciones resultaban demasiado caras y el interés por encontrar una explicación era nulo.

Costa decidió hacer algo de provecho y llamó al doctor Teckler, de Medico Asthetik. Tuvo suerte, contestó al teléfono el propio Teckler, el mismo que había recibido a Franziska Haitinger y a su marido, Rolf. Costa le dijo que era de la policía española y que necesitaba la opinión de un experto en un caso de homicidio por negligencia médica. Le sorprendió lo juvenil que sonaba la voz del doctor y lo positivo de su reacción. Estaba dispuesto a recibirlo el sábado a mediodía.

Costa voló de Bruselas a Frankfurt y, cuando bajó del taxi en Offenbach, se encontró delante de un bungalow doble de una sola planta y con la fachada revestida de placas de mármol blanco. «Medico Asthetik», se leía en grandes letras sobre la entrada. Un cartel advertía de la presencia de un perro peligroso. Sobre la verja del jardín de delante había instalada una videocámara con un foco que se encendió cuando Costa llamó al timbre. Antes de entrar, el capitán miró con cautela en derredor, pero no vio al perro por ninguna parte.