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Un hombre que parecía un jockey crecidito salió entonces por la puerta de la casa. Llevaba un pantalón de pana verde botella y un polo, con una cazadora de ante por encima. Le hizo a Costa una señal para que se acercara.

– No tenga miedo, no hay ningún perro.

Cuando el capitán llegó a la puerta, el hombre le tendió una esbelta mano adornada con un anillo de sello azul. En la muñeca de la mano derecha llevaba una cadenita dorada y un Rolex de oro. En el cuello lucía un collar, de oro también. Por la descripción de la señora Haitinger, Costa había esperado encontrarse con alguien muy diferente, pero aquél era el doctor Teckler. El capitán se presentó y preguntó por el perro.

– Era el mastín de un antiguo colega. Tenían un parecido asombroso, perro y amo -dijo Teckler, riendo-, pero no he derramado ni una lágrima por esa bestia de chucho. Pase, pase. Estamos los dos solos. Si le apetece un café, tendremos que ir a la cocina y preparárnoslo nosotros mismos.

Costa aceptó el café y Teckler lo condujo por entre suelos de mármol, paredes empapeladas con terciopelo, gobelinos y estatuas sagradas. El mobiliario estaba tapizado con piel inglesa, y del techo colgaban arañas de cristal. Cuando pasaron por delante del lavabo de los pacientes, que tenía la puerta abierta, Costa distinguió unos grifos dorados.

– Podríamos tomarnos aquí el café -dijo Teckler, y abrió una puerta que daba a una enorme piscina que parecía la de un hotel. La impresión quedaba realzada por los numerosos espejos que había, todos ellos con un pene grabado-. Es la fuente de la vida -explicó el doctor mientras salían de la piscina por una puerta que quedaba al otro extremo.

Llevó a Costa hasta la otra ala de la casa y le enseñó tres quirófanos contiguos.

– Todo de la mejor calidad. Las técnicas más novedosas. Aunque ya no hay nadie que utilice estos aparatos.

Hizo salir de nuevo a Costa y lo condujo hacia otra serie de habitaciones comunicadas entre sí mediante puertas.

– Esto son lo que llamamos las salas de despertar -explicó-. ¿Le apetece ese café o prefiere quizás una copa de vino tinto?

Costa se decidió por el café y siguió a Teckler hasta una gran cocina en la que en los buenos tiempos debieron de cocinar hasta para veinte personas. El doctor se acercó a la cafetera y le pidió a Costa que tomara asiento, si quería, a la mesa de la cocina.

– Todo esto costó una barbaridad de dinero -dijo-. Es una verdadera lástima que ahora esté vacío, pero no encuentro a nadie que quiera comprarlo.

– ¿Ya no operan aquí?

– Yo no podría renunciar a ello. Embellecer a la gente transmite cierta embriaguez. La belleza va asociada a la juventud, como usted bien sabe. ¡Y la juventud posee vida eterna! -Sonriendo, añadió-: ¿Cuántos años cree que tengo?

Costa le echó unos sesenta y uno o sesenta y dos.

– ¡Setenta y seis! -exclamó Teckler, y saltó triunfante hacia la cafetera.

– ¿Y cómo lo ha conseguido? -preguntó Costa con admiración.

Teckler señaló con sus dedos bajo sus ojos, tras sus orejas, en su barriga y sobre su cabeza. ¿Quería eso decir que ese hombrecillo anciano estaba operado por todas partes? ¿Que incluso el pelo era un injerto?

Teckler se entusiasmó con el desconcierto de Costa. Frente a los clientes sin duda se comportaba de otra forma; si no, Franziska Haitinger seguramente no lo habría descrito como un caballero mayor y serio. O a lo mejor Rolf Haitinger no le había dado al doctor ocasión de decir nada y desde el principio había llevado las riendas de la conversación, de manera que Teckler no había tenido más remedio que ceñirse a la imagen de un señor mayor, serio y agradable.

Cuando Teckler sirvió el café, Costa le preguntó por la fundación de esa impresionante clínica de cirugía estética.

– Estuvo motivada por la prohibición que tienen los médicos para publicitarse. Los médicos no podemos poner anuncios con nuestro nombre en la radio ni en la televisión. A una actividad empresarial como una clínica, no obstante, sí le está permitido, añadiendo incluso el nombre de sus facultativos. De manera que mi asesor, Rolf Haitinger, me aconsejó abrir una clínica para realizar cirugía estética. Sólo necesitaba a un cirujano titulado, es decir, un médico especialista en cirugía plástica, y camas para que los pacientes pudieran pasar dos noches en el centro. Sin esas dos noches, tan sólo habría sido una consulta, no una clínica. Bueno, tuve que avenirme a ello -explicó Teckler con desprecio-, aunque yo soy un gran defensor de la cirugía ambulatoria. En el ochenta y cuatro conocí a un tal Horstmeier, a quien le interesaba participar. Era cirujano, pero un chapucero y un idiota rematado como no se ha visto igual. Tenía que operar a todas sus novias, pero, en cuanto las había recosido por todas partes, perdía el interés por ellas.

Costa no entendía por qué Teckler, siendo cirujano plástico, había necesitado a otro especialista en cirugía.

– ¿Acaso no es usted cirujano titulado?

– ¡En absoluto! La cirugía no es mi especialidad. Antes era homeópata, pero no tardé en darme cuenta de que con las gotitas no se ganaba mucho. De modo que me hice acupuntor, después quiropráctico y, finalmente, me dediqué a la terapia de renovación celular de Alexander Bogomoletz. En mil novecientos sesenta y siete decidí poner fin a mi eslalon por los erráticos caminos de las artes curativas y dedicarme sólo a la cirugía cosmética. Por aquel entonces ya había llegado a ser muy buen artesano.

Costa se había quedado sin habla. Estando en el ejército alemán y en la policía, cuando había ido a que lo visitara un médico de servicio, como mínimo había confiado en que tuviera la titulación adecuada.

– ¡Pero abrirle el cuerpo a alguien con un bisturí no es nada fácil! ¡Hay que aprender a hacerlo bien! -protestó.

Teckler se echó a reír.

– En eso lleva usted razón. Todavía recuerdo mi primera nariz. Tenía que separar el puente del cartílago con el afilado escalpelo, así que hundí el bisturí, abrí y ¡zas! Se desgarró. En aquel momento me dio un mareo. Gracias a Dios tenía a mi lado a alguien que sabía lo que hacía. Un cirujano francés al que anteriormente yo había asistido a menudo.

– ¿Intervino entonces él? -preguntó Costa, que seguía sin dar crédito.

Teckler volvió a reír.

– No. Ni siquiera se movió. Sin embargo, me tranquilizó y me dijo que no era nada grave, que eso podía pasarle a cualquiera. Así que me vi obligado a terminar yo solo.

Costa deseó no tener que verse nunca bajo el bisturí de esa gente.

– ¿No le daba miedo, al principio?

– ¡Sí, por supuesto! Cuando está uno ahí solo y ya no tiene a nadie al lado que pueda saltar en su ayuda es bastante raro.

– Yo jamás me atrevería a hacer algo semejante. Ni siquiera en caso de urgencia -dijo Costa.

Teckler, entretanto, había descorchado una botella de tinto y se había servido una copa. Paladeó el vino con placer, chasqueó la lengua y rió con alegría.

– ¿Qué hay que saber hacer para ser cirujano? Hay que saber cortar hemorragias. Pero eso no es un gran problema cuando se ha aprendido a cerrar con pinzas el flujo sanguíneo. Lo que de verdad es difícil son las narices. Las narices sí que son difíciles.

– ¿Se refiere en cuanto a destreza manual?

– Sí. Hay que encontrar exactamente la punta y alisar la protuberancia por dentro. Pero ni siquiera eso es tan complicado que no pueda aprenderse en poco tiempo. Desde luego, no hay que raspar mucho. La verdadera dificultad reside en darle forma a la punta de la nariz. Existen por lo menos cuatro o cinco técnicas. Hay que afilar el delicado cartílago, pero sin que llegue a desaparecer. Gracias a un compañero que ahora opera en Múnich aprendí una técnica especial para coser cartílago. No es sencillo.