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– De todas formas, me parece que no lo hace usted todo. La verdad es que la señora Haitinger me explicó que vino a verlo y que usted la remitió al doctor Schönbach, en Múnich.

Teckler propuso que se trasladaran al salón. Lo dispuso todo sobre una bandeja y le pidió a Costa que la llevara él.

– ¡Asesoría de empresas Haitinger! Rolf Haitinger, como ya le he dicho, fue el que me aconsejó poner en marcha este concepto de clínica. A él se le ocurrió el nombre de Medico Ästhetik. Más adelante vino con su mujer, porque quería que le hicieran unos retoques generales. El hombre creía que todavía le debía parte de sus honorarios. En eso habíamos tenido una pequeña diferencia de opiniones. -Teckler soltó una risita-. No me dejé embaucar.

En el salón, Costa dejó la bandeja y le acercó al anciano la copa de tinto. Por toda la sala había estatuas de mujeres desnudas. Incluso la mesa se sostenía sobre cuatro figuras desnudas de mármol.

– ¿Cómo llegó a asociarse con el doctor Schönbach?

Teckler abrió una cajita de madera de sándalo y sacó un puro.

– Es un cohiba. ¿Le apetece uno?

Costa lo rechazó y le dio las gracias.

– Schönbach… Él es el colega del perro agresivo de quien aprendí esa técnica especial para las narices.

Le explicó a Costa que lo había conocido en 1984, en un congreso de cirugía plástica en Múnich. Por la noche habían estado charlando en el bar del Hilton. Schönbach era por entonces médico jefe de cirugía plástica en la Clínica Universitaria de Colonia, pero buscaba un nuevo campo de especialidad. Se interesó mucho por las ideas de Teckler, en especial por la de dividir el trabajo. Teckler quería hacer pechos y narices; Horstmeier abdómenes, nalgas, piernas y brazos; y estaban buscando a otro especialista para los liftings faciales y de ojos, injertos de cabello complicados y cambios de sexo. Schönbachse se les unió y enseguida se convirtió en un técnico eficiente que no cometía un solo error. Nunca dejaba de aprender, seguía formándose continuamente en congresos y cursos, dominaba las técnicas más complicadas. Así que no pasó mucho tiempo antes de que se produjeran roces entre Horstmeier y él. Horstmeier era un tipo descuidado pero ambicioso, mientras que Schönbach era el profesional perfecto.

– No me malinterprete -se apresuró a corregirse Teckler-, Schönbach también era ambicioso como una hiena. Además, era adicto al poder y apostaba fuerte. Pero nunca perdía. Schönbach era un virtuoso y Horstmeier un chapucero. Esa era la diferencia.

– ¿Y cómo fueron las cosas? -preguntó Costa.

– Schönbach se vino aquí y empezamos a trabajar -dijo Teckler, y miró con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes hacia un pasado que para él significaba vida y belleza-. Operábamos en tres quirófanos diferentes, a veces durante diez horas al día. Schönbach realizaba la mayoría de las operaciones, y las más complicadas. Era increíble. Enseguida se hizo un nombre en todo el mundo. Por eso le molestaba que llegaran a la clínica denuncias por los fallos que cometía Horstmeier.

Teckler se sirvió otra copa de vino y se lamentó de que Schönbach dejara la clínica a finales de 1988 a causa de la incompetencia de su colega. No sólo admiraba a Schönbach por su capacidad, también se sentía muy cercano a él porque ambos eran apasionados coleccionistas de todo tipo de objetos.

Costa quiso que le explicara algo sobre la relación de Schönbach con las mujeres, pero en ese punto no fue capaz de sacarle nada. Le extrañó, y le dio la sensación de que Teckler quería ocultarle algún secreto. Sólo le dijo que Schönbach era un hombre terriblemente atractivo; una opinión que Costa no compartía.

Fue una larga noche de camaradería con un millar de historias del babel de la cirugía estética que acabó en la sauna finlandesa de Teckler.

A la mañana siguiente, cuando Costa abrió los ojos sobre una camilla en una de las «salas de despertar», le dolían todas las extremidades. Tenía el olor de una especie de aceite de sauna metido en la nariz y le dolía la cabeza. En la sala de al lado oyó los ronquidos de Teckler. Se levantó sin hacer ruido, llamó a un taxi y se marchó.

De camino al aeropuerto llamó a Karin para decirle que aterrizaría en Ibiza a las 11.25. Le dejó un mensaje en el contestador automático pidiéndole que fuera a recogerlo para que pudieran ir juntos a la fiesta de la matanza de El Cubano.

Justo después recibió una llamada de Andreas Brendel, que quería saber si había ya algún resultado de la autopsia de su madre.

Por supuesto, Costa había pensado informarlo acerca de la autopsia, pero lo había dejado para más adelante. Le acongojaba tener que decirle que su madre se había suicidado, o bien había sido asesinada.

– Solicitamos un examen toxicológico especial en Barcelona. Por deseo expreso nuestro, también se comprobó el porcentaje farmacológico de atenolol. Su madre tenía que tomar regularmente unos betabloqueantes que contienen ese principio activo. Sabemos que una sobredosis de esa medicación es mortal.

– ¿Una sobredosis?

– Le encontraron cuatro gramos -dijo Costa con serenidad.

– ¿Y qué? ¿Eso qué quiere decir? ¿Qué significa?

Su voz era más aguda y más fuerte que antes.

– Corresponde a unas cuarenta pastillas.

– ¿Y? ¿Qué significa eso? ¿No tenía que tomarse esa mierda todos los días?

Costa conocía bien esa mezcla explosiva de dolor, decepción e ira. Tras una muerte trágica, siempre había que contar con reacciones de ese tipo.

– La doctora le había recetado una pastilla diaria. La ingesta de cuarenta pastillas es mortal.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio. ¿Se había cortado la comunicación? Andreas Brendel, con la voz llorosa de un niño pequeño, preguntó entonces cómo había muerto su madre.

Costa se detuvo ante la terminal del aeropuerto y miró a los apresurados viajeros que pasaban junto a él.

– Desde la ingesta hasta la muerte transcurren unas tres horas -dijo, como si hablara de la duración del vuelo a Ibiza.

– ¡Dios mío! -Pareció un estertor-. ¿Cómo fue? ¿Qué sintió?

– El médico forense ha dicho que los síntomas son una bajada de tensión, debilidad, sudores repentinos y finalmente pérdida del conocimiento.

– ¿Sabía que estaba muriendo? -exclamó Andreas Brendel

– Debía de saberlo si se tomó ella misma esa sobredosis.

– ¿Y si no?

– Si no sabía nada de la sobredosis, debió de relacionarlo con algún alimento que le había sentado mal, o con el alcohol, si bebió mucho. Quizá con el inicio de una gripe. Al menos eso me ha dicho el médico forense. Debió de sentirse cada vez más débil y quiso tumbarse un rato. Su madre se desvistió, colgó su blusa con cuidado, se sentó en la cama, perdió el conocimiento y murió. Sencillamente no volvió a despertar.

– Gracias. Se lo agradezco mucho -dijo Brendel.

La línea quedó en silencio. Costa guardó el móvil. Tenía que darse prisa si no quería perder el avión.

Capítulo 19

Karin fue a buscarlo al aeropuerto. Llevaba un vestido de hilo de color negro y un delantal tradicional ibicenco. Costa no estaba muy seguro de si se lo había puesto en broma o si es que el conjunto le parecía original. Sin embargo, al ver cómo le divertía su desconcierto y después de que casi no lograra saludarlo de lo mucho que se reía, también él se alegró, la abrazó y le dio una vuelta en el aire. Todavía recordaba su amarga expresión de la última vez y se había mentalizado para pasar un arduo día con ella y toda su familia. La verdad es que debería haber estado casado con ella para poder llevarla a la fiesta familiar, ya a que a los forasteros no se los tenía en mucha estima. Pero Costa había informado a su tío con antelación. «Tráemela, tráemela -había farfullado El Cubano-. Las mujeres son la sangre, nosotros sólo los músculos.»