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Costa se propuso bailar con ella al son de esas canciones ibicencas que no se oían en ningún otro lugar. Era un estilo musical muy arcaico cuyos orígenes eran insondables. La música de acompañamiento era tan estridente que él siempre tenía que taparse los oídos. Las castañuelas, los tambores, las flautas y el espasí, una especie de espadín musical, le habían parecido ya de pequeño aves salvajes que se lanzaban al ataque sobre sus tímpanos. Acompañados por esa música, los cantantes de El Cubano entonarían sus misteriosas caramelles, esos largos textos que tan intrigada tenían a Karin. Tendría que traducírselas, lo cual no era sencillo, y menos aún el final de cada una de las estrofas, que consistía en unos extraños balbuceos sin sentido que los isleños denominaban sa redoblada.

Costa se sentó en el asiento del acompañante y se colocó el archivador que había allí en el regazo. Le gustaba el buen ambiente que se había creado. En lo alto del cielo se deshilachaban algunos cirros. Estaba contento de verdad. Tenía el día libre y no le esperaba ninguna sorpresa desagradable. Podía relajarse y disfrutar de todo: de la presencia de Karin, de la luz especial de la isla, ¡de la vida!

Karin también estaba de muy buen humor, animada y alegre. Le habló del proyecto del libro con su amiga, la aristócrata inglesa. Se llevaban bien y hacía poco habían ido a fotografiar la Casa del Indiano.

– «Indianos» es como llaman los ibicencos a los que emigraron a América y más tarde regresaron -le explicó.

Costa ya lo sabía. Quería preguntarle si ya habían ido a sacar fotos a la villa de la iraní, pero Karin no dejó que la interrumpiera.

– Fritzi es una fotógrafa estupenda, un auténtica artista. Ayer hicimos fotografías en los acantilados -siguió explicando sin dejar de hablar-. Yo me acerqué al borde, justo por encima del abismo, y ella me sacó fotos en posturas locas. -Se echó a reír y añadió-: ¡«Así se mata la gente», no hacía más que pensar todo el rato!

Costa había querido comprar una cámara una vez, pero ella le había dicho: «No la necesitas, de todas formas a mí no me gusta que me saquen fotos».

– Pensaba que sólo fotografiaba casas.

El sábado por la noche debía de haber salido por ahí con Fritzi y por eso no la había encontrado en casa cuando llamó. ¿Qué haría Karin cuando no se veían o no hablaban? La miró de reojo, con curiosidad.

– También necesitamos fotos de las autoras. Fritzi me ha hecho toda una serie. Normalmente me siento ridícula, pero con ella todo adquirió otra dimensión.

Mientras la palabra «dimensión» seguía resonando en sus oídos, Costa se puso a contemplar las zonas profundas y oscuras del paisaje, que se diferenciaban abruptamente de la reluciente claridad del día. Perdido en sus pensamientos, abrió el clasificador que tenía en el regazo. Eran facturas que Karin había reunido para la gestoría que le llevaba las cuestiones fiscales. La primera era el comprobante de la tarjeta de crédito con la cuenta de la cena del Elephante a la que lo había invitado. Al ver la cantidad, le asaltó la mala conciencia. Su mirada recayó entonces en la hora que había junto a la fecha: las 23.04. ¡No se le había ocurrido pensar en eso! Desde que había ordenadores por todas partes, la hora siempre quedaba registrada. Antes de que Gino Weber se encontrara con Grone en el Dome, había estado en el Elephante, había pagado y seguramente le habían dado un recibo en el que aparecería la hora. De modo que todavía tenía una posibilidad de comprobar la declaración de Weber. Cuando Costa lo había visto junto a la chimenea con aquel joven vestido de cuero negro, debían de ser las diez menos pocos minutos. Desde el principio había tenido un extraño presentimiento con esa historia.

Llamó a Elena enseguida y le pidió que comprobara las horas de los recibos de las tarjetas de crédito de Weber. El hombre tenía pensado quedarse otros catorce días, de manera que todavía debía de estar en la isla. Seguramente tampoco habría cambiado de hotel.

Costa se disculpó después con Elena por molestarla en domingo, día de descanso, pero su compañera le dijo que no pasaba nada.

La finca de El Cubano estaba en Montañas Verdes, entre Siesta y el club de golf Roca Llisa, antiguos terrenos de los Costa. Karin entró por el camino privado que serpenteaba entre unas colinas boscosas. Costa se asomó por la ventanilla, dejó que el viento le alborotara el pelo y miró al valle de abajo. Los piñoneros, las sabinas, los muros de piedra y las curiosas formas de las terrazas fenicias protegían la tierra de los vientos que traían consigo loess y fina arena de los desiertos norteafricanos, pero no del sol abrasador de julio y agosto.

El camino pedregoso terminaba en una explanada con una gran fuente alrededor de la cual se repartían la casa principal, los edificios auxiliares y los establos, una capilla privada y dehesas caballares. Sobre parte de los edificios se cernían las aspas de un viejo molino de viento. Por todas partes corrían burros, cabras, ovejas, gallinas y los cerdos negros típicos de Ibiza. Había ya muchos coches aparcados en el descampado de la entrada de la propiedad. Viejos cacharros que no habrían pasado una inspección, caros descapotables, todoterrenos, furgonetas e incluso un carro tirado por un burro atestiguaban las diferentes capas sociales que se reunían allí para pasar todo el día y toda la noche celebrando ese punto culminante del año: la matanza. Costa bajó del coche y se estiró.

Xicu, el matarife, El Obispo y dos hijos de los Costa Ribas estaban sollamando a tres cerdos con unas antorchas a la puerta del granero. Se habían arremangado las camisas blancas, llevaban corbata, gruesos mandiles de carnicero y botas resistentes. Costa y Karin se acercaron paseando justo cuando le tiraban un cubo de agua hirviendo a un cerdo bien cebado. Se formó una buena cantidad de vapor de agua y, con unos cuchillos muy afilados, se dispusieron a afeitarlo. El Obispo se volvió y le ofreció a Karin el meñique extendido a modo de saludo.

– ¿Ya has vuelto de la reunión de la Europlof, Toni? -le preguntó a Costa con una sonrisa.

– Muy gracioso -repuso éste.

Se oyeron unas risotadas en el edificio en el que se encontraba la cocina, y una horda de niños salió corriendo seguida de varias mujeres vestidas con faldas largas y amplias, delantales y pañuelos sobre los hombros. Cargaban con un buen montón de platos, fuentes, jarras y bandejas metálicas que dejaron sobre la mesa de madera, de unos quince metros de largo y dispuesta bajo dos enormes alcornoques. En la cabecera de la mesa había una gran picadora de carne de hierro colado.

Por lo visto, El Cubano acababa de llegar con uno de sus caballos. En cuanto apareció en la explanada, toda la comitiva festiva corrió tras él. El patriarca le pidió a El Obispo que le pasara un gran cuchillo y se lo clavó en la carótida al siguiente animal por sacrificar. La sangre cayó a chorro en una palangana de metal. Algunas mujeres corrieron a removerla con unas varillas para que no se cuajara. El Cubano cogió en un recipiente un poco de «rojo jugo de vida», como gritó bien alto, y bebió para que todos lo vieran. Después se lo pasó a los demás.

A continuación se volvió hacia los cerdos y partió el primero en dos mitades. El Obispo le sacó las entrañas y los demás se pusieron a cortar la carne en trozos más pequeños. Costa se disculpó con Karin, cogió un cuchillo, comprobó el filo con el pulgar y los ayudó a descuartizar. Los trozos fueron pasando por la picadora de carne, bajo la cual las mujeres sostenían las fuentes hasta que se llenaban. Después las entraban en la cocina, donde guisaban la carne en unas grandes ollas junto con la sangre, sin dejar de removerlo todo, para hacer el relleno de las autóctonas botifarres según la ancestral receta de la familia.

La otra mitad de la carne, la que sacaban de los mejores trozos, como los jamones y el solomillo, se sazonaba con pimentón una vez salida de la picadora y se embutía en los intestinos, que después se colgaban a secar al lado de tomates y pimientos bajo los techos de vigas de las chozas rurales. La sobrasada que le había dado El Obispo era una de ésas, de matanza propia.