Выбрать главу

Cuando hubieron terminado con el tercer cerdo, Costa soltó el cuchillo y se sentó junto a su padre, El Alemán, en el borde de la vieja fuente. Siempre lo relajaba mucho sentarse con su padre, un hombre callado, y contemplar la laboriosa actividad que se desarrollaba en es forn, el horno de piedra. Los jóvenes alimentaban con pedazos de madera las rojas brasas sobre las que las mujeres y las muchachas colocaban hogazas de masa casera que sacaban convertidas ya tripa de pages, un pan moreno recién cocido.

Hacía unos tres meses que Costa no veía a su padre. Eso no era ni poco ni mucho, ya que ambos estaban siempre conformes con lo que hacía el otro. Cuando su padre decía algo, era breve y casi siempre acertado. Siempre hacía reír a su audiencia, o bien les impelía a reflexionar. Muchas veces Costa intentaba que participara en una conversación, pero a él le gustaba permanecer inaccesible a su manera. Por eso la madre de Costa, que rebosaba de vida, sólo había permanecido diez años con él. «Es un hombre maravilloso, pero vive en otro mundo», solía decir.

Al cabo de un rato, su padre le puso una mano en la rodilla.

– No des tu brazo a torcer -le dijo.

Alguien tiró a Costa de la manga. Era El Obispo, que le traía una copa de vino tinto y quería hablar con él a solas.

– Tu tío El Cubano no ve con buenos ojos tus autopsias ni que quieras relacionar a Schönbach con el caso.

– ¿Y él cómo sabe eso? -preguntó Costa.

– Está bien informado. Lo sabe todo. No sé de dónde lo ha sacado. -Lo miró un momento a los ojos con calma-. Schönbach tiene una estrecha relación con Carlos Matares. -Sonrió-. María Eugenia ya se ha sometido tres veces a su bisturí. Lo adora. Ha cambiado sus hábitos alimentarios y quiere que su segunda hija estudie Medicina. Lo que Schönbach dice, ella lo hace.

María Eugenia Matares era la primera dama de la isla, la mujer de Carlos, con quien El Cubano estaba a partir un piñón. Al menos eso decían de ellos por ahí.

– No te preocupas lo suficiente de los intereses de la familia -dijo-. Y la familia es sagrada, Toni. Es la ley.

– ¿Con qué quiere amenazarme?

– Con desmantelar tu unidad de homicidios por no haber pasado la prueba.

– ¿Qué prueba? ¿Quién me está poniendo a prueba? ¡Quién se cree con derecho a probarme?

La voz de Costa resonó por toda la explanada.

Las risas y el griterío de los niños se silenciaron un momento.

Rafel permaneció imperturbable. Se sacó del bolsillo una chocolatina empezada, mordió un trozo y se llevó la copa de tinto a la boca. Mientras bebía y paladeaba, dijo:

– Aquí hay leyes a las que uno tiene que atenerse, Toni.

– ¿Y eso me lo dices tú precisamente, Rafel? ¡Ya sabes quién dicta esas leyes!

Rafel se volvió con la copa y la levantó en alto.

– Para un ibicenco, Costa, la familia cuenta más que nada en el mundo. También para ti debería ser más importante que esa muerta de Vista Mar.

Costa tragó saliva. Lo había entendido. Sería mejor que se marchara.

El Obispo lanzó la copa por encima de su hombro, agarró la cara de Costa con sus dos zarpas, tiró de él hacia sí y le plantó un sonoro beso en la boca. Costa abrió mucho los ojos y dio una bocanada en busca de aire, después apartó a El Obispo y se fue a buscar a Karin. Aunque ella tuviera ganas de quedarse, él se largaba de allí. A partir de ese día ya no pertenecería a esa familia, no compartiría sus alegrías ni sus penas.

Mientras intentaba encontrar a Karin en medio de todos sus parientes, Mateo, que estaba sentado en una silla con una botella de vino, le hizo una seña para que se acercara. Le ofreció a Costa la botella y le animó a que fuera por un taburete. Costa lo hizo, pero a regañadientes, porque no quería quedarse mucho más. Su primo señaló con una sonrisa a El Cubano, que se había puesto a dirigir a un par de músicos que tocaban canciones de Cuba para él.

– Van a darle una serenata a Josefa -dijo cuando el grupo empezó a caminar en dirección a la cabecera de la mesa.

A una señal de El Cubano, dos nietos de Mariano Ferrer Costa alzaron a Josefa en su butaca sobre de la mesa. La abuela de Costa se echó a reír y alguien le alcanzó una copa que la mujer vació de un trago y lanzó al aire. Todos se pusieron a dar palmas. El grupo empezó a tocar otra canción de Cuba, e Yldelisa, la vieja cantante cubana, se colocó delante de Josefa y entonó con su voz ronca:

– «En esa noche plena de quietud, con su perfume tropical, nos sentamos junto al mar, y juró quererme más y más. ¿Por qué se fue?…»

– ¡Porque ya no tienes dientes! -exclamó alguien, y todos se echaron a reír.

Josefa fulminó con la mirada a todos los veinteañeros. El Cubano, que tenía setenta y dos años, como Yldelisa, se abrazó a la cantante y empezó a bailar.

– Qué extraño -comentó Mateo.

– ¿El qué? -dijo Costa.

– A lo mejor tenía el mismo miedo que Dorian Gray. -Mateo miró a Costa-, A lo mejor no quería envejecer más que la imagen del cuadro en que la pinté.

Costa no sabía de qué hablaba.

– Creo que se ha suicidado porque nunca habría podido ser más hermosa.

Costa seguía sin comprender.

– ¿A qué te refieres? ¿Quién se ha suicidado?

– Tú deberías saberlo mejor que nadie. Tu departamento se ocupa del caso. Arminé Schönbach se ha quitado la vida.

Costa se levantó de un salto.

– ¿Has perdido el juicio? ¿Qué dices de Arminé?

– ¿Es que no lo sabías? Se ha ahorcado. Me ha llamado su conserje.

Costa se acercó al Obispo y le preguntó si también él estaba informado. El Obispo asintió. La noticia les había llegado a través de la Policía Local.

– ¿Y por qué yo no sabía nada de todo esto? -preguntó Costa con aspereza.

– Estabas en Bruselas. ¿Y para qué iba a presentarte yo ahora aquí un informe de algo tan irrelevante? ¿No te habrías enamorado de ella? -añadió con una sonrisa torcida.

– No podía enterarme porque, de nuevo, está relacionado con Schönbach -dijo Costa, haciendo un gran esfuerzo por contener su ira.

– ¡Sí, pero con la señora Schönbach! -intentó bromear El Obispo.

– ¿Quién se ha ocupado del caso?

– El Surfista.

Costa fue hacia el coche de Karin. Quería intentar localizar a El Surfista para que le explicara el caso con detenimiento.

Cuando su compañero se puso al teléfono, Costa no le dejó duda alguna de que esperaba un informe muy detallado sobre la muerte de Arminé Schönbach.

El Surfista le dijo que el anuncio de la muerte había llegado al puesto el viernes a las once, mientras Costa estaba en Bruselas. Habían llamado desde la comisaría de la Policía Local de Es Cubells. El mismo había acudido de inmediato. El conserje le abrió y le explicó que su mujer, Floralisa, había encontrado a la difunta hacía una hora, es decir, a las diez, colgada junto a la piscina. No había cambiado nada de sitio ni tocado nada, salvo una carta de despedida que había encontrado en el Steinway de cola.

– La carta es el típico grito de una amante despechada -dijo El Surfista con aire de suficiencia.

«Qué bien, tenemos a un experto en la materia», pensó Costa. Sin embargo, consideró quién podría ser ese amor de Arminé. A lo mejor podía preguntárselo a Mateo. Era bastante improbable que se tratara de Schönbach.

El Surfista siguió explicando que el conserje había llamado enseguida a Schönbach a Múnich y que el cirujano le había ordenado que informara a la policía. Arminé Schönbach se había colgado en la cascada de la piscina. El Surfista había llevado consigo la cámara y había bajado los escalones del jardín para sacar unas fotografías del cadáver. Colgaba de una cuerda echada por encima del arco de hierro y atada a la barandilla del puente de plexiglás. Llevaba puesto un top de seda rojo cereza, pantalones cortos y una zapatilla deportiva. El Surfista había subido al puente y había desatado el nudo de la cuerda. Después se había metido en el agua con el conserje para sacar el cadáver, que ahora se encontraba en el hospital de Can Misses, en Ibiza ciudad. La enterrarían dentro de dos días.