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El Surfista había redactado un informe y se lo había entregado al comandante junto con las fotografías, pero conservaba una copia del expediente en su escritorio.

Costa le preguntó si había guardado la cuerda y la ropa de la mujer, y, aparte de eso, qué otras pruebas había encontrado en el lugar de los hechos. El Surfista se quedó un poco perplejo y le dijo que estaba claro que era un suicidio, que así lo había corroborado también el médico de Can Misses que había firmado el acta de defunción.

Costa no insistió en ello y se limitó a decir que lo esperaba dentro de un rato frente a la villa de los Schönbach. Puso fin a la conversación porque alguien llamó con unos golpecitos en el cristal del coche. Era El Obispo, que abrió la puerta y le preguntó si había instalado su despacho allí o si se iba ya para casa. Costa lo miró con cara de pocos amigos y Rafel, con ánimo conciliador, le dijo que sólo quería avisarle de que Carmen García, de la centralita, le había dejado un mensaje. Que no sabía si era urgente. Le ofreció también un trago de su copa, pero Costa lo rechazó.

Estaba molesto, se sentía excluido y engañado. Y a eso se le añadía la gran desazón de haber perdido el control de su equipo. En la isla, sencillamente, las cosas no funcionaban tal como él estaba acostumbrado a que funcionasen. Muchos de sus compañeros consideraban pedante su mentalidad germana y su inflexible tenacidad.

Costa marcó el número de Carmen García y la telefonista le explicó que había llamado una mujer pidiendo su número de móvil con urgencia. Puesto que ella no estaba autorizada a facilitar números de teléfono, se había negado a dárselo. La señora se había puesto entonces algo violenta y había vuelto a insistir, pero Carmen no se había dejado convencer. Cuando la mujer, no obstante, le preguntó si existía algún programa de protección de testigos, la había pasado con el superior de Costa. Del nombre no se acordaba, pero era extranjera y parecía tener miedo de algo. Al final la telefonista recordó que la mujer de la llamada vivía cerca de Cala Llentrisca, en Es Cubells.

¡Había sido Arminé Schönbach! Y tenía miedo. Había querido hacer una declaración, pero sólo con la condición de que la incluyeran en un programa de protección de testigos. Debía de haber adivinado, o sabía, quién se ocultaba tras el crimen de la señora Scholl. ¿Alguien distinto de Grone? A pesar de su coartada, Costa nunca había acabado de creer en la inocencia del joven. ¿Resultaría ahora que no había sido él? Fuera quien fuese el asesino de Ingrid Scholl, ¿cómo había amenazado a Arminé Schönbach para infundirle tanto miedo, un miedo que la llevara al suicidio?

¡Costa tenía que ver enseguida el lugar de los hechos! Salió corriendo del coche para avisar a Karin. No le entusiasmaría la idea, desde luego, pero no podía detenerse precisamente ahora.

La encontró con Josefa. Quiso hablar con ella, pero Karin se le adelantó para explicarle de lo que acababa de enterarse: ¡la historia de la boda de Josefa! Su mala conciencia lo obligó a no interrumpirla, aunque conocía la historia de Josefa como si fuera la Biblia. Toni y Josefa habían estado una vez profundamente enamorados, pero los padres de ella se habían negado a dar su consentimiento a la boda a causa de la mala fama de Toni. Cierto que algunos de sus antepasados habían padecido una melancolía que sólo podía aliviarse a base de absenta. Así que los enamorados decidieron escenificar un rapto, con lo que Josefa perdió su valía como futura esposa para cualquier otro. Los padres tuvieron que resignarse, la Pirata se salió con la suya y consiguió casarse con Toni en mayo del año 1922, en la iglesia fortificación de Puig de Missa, en Santa Eulalia. Un año después nació Toni Costa Mari, El Alemán, el padre de Costa.

Toda la familia conocía esa historia hasta el último detalle. Dos buenos narradores podían pasarse una noche entera relatándola con pelos y señales ante un gran público. Josefa había encontrado en Karin a una nueva víctima, y Costa tuvo que soportar que su joven amada le vendiera aquel viejo caballo como la novedad de la temporada. Él iba cambiando de postura con impaciencia, hasta que finalmente se le ocurrió la salvadora idea de decir que se había olvidado una cosa y que tenía que ir un momento a casa.

Capítulo 20

Mientras Costa se acercaba a la propiedad de Arminé Schönbach, vio ya desde lejos a El Surfista, que lo esperaba delante de su coche. El mastín corría de aquí para allá tras los barrotes de la gran verja. Ladraba, gruñía y enseñaba los dientes.

Llamaron a la puerta y poco después oyeron una vara golpeando una campana de metal. El perro, al que parecían haber entrenado para obedecer esa señal, dio media vuelta y desapareció. Al cabo de nada se abrió la verja. Los hombres entraron y a unos cien metros vieron a Vicente, el conserje, que los estaba esperando.

Le explicaron que tenían que examinar otra vez la zona de la piscina porque El Surfista había olvidado hacer un croquis. El conserje asintió y los condujo hasta el vestíbulo de la alta fuente de surtidor. Por entre los chapoteos se oía música de piano. Costa reconoció una sonata de Beethoven que había oído muchas veces en casa de su madre. De repente tuvo que resistirse a la sensación de que era Arminé quien tocaba, sentada al piano de cola con su vestido blanco de seda.

– Es el señor de la casa -susurró El Surfista-. Tendremos problemas.

Costa le pidió al conserje que se quedara con ellos por si tenían alguna pregunta que hacerle. El hombre asintió y abrió la puerta del salón. La música de piano se interrumpió.

Cuando Costa entró en la sala, Schönbach estaba de pie delante del piano y echó a andar hacia él. El capitán se sintió decepcionado. El otro miércoles, en el Elephante, no había podido verlo bien, pero ahora que lo tenía ante sí, no encajaba con la descripción que había hecho Arminé de él como un chimpancé ni con el retrato que presentaba el artículo de Karin. Costa había imaginado a un hombre fuerte y musculado, y vio a alguien que más bien le recordaba a un orangután: piernas estevadas, un trasero considerable, tronco robusto y hombros recios. El simio llevaba un elegante traje de Brioni azul oscuro con un pañuelo en el bolsillo, y en la muñeca derecha un caro reloj de platino. Sus ojos azul acero brillaban como si llevara toda la vida esperando a Costa.

– El capitán Costa, supongo -dijo con voz serena.

«Ya lo sabe -pensó Costa-. Este hombre no disimula.» El apretón de manos de Schönbach fue cálido y firme.

– Supongo que querrá convencerse usted mismo de que su joven compañero no ha cometido ningún error.

Schönbach expuso los hechos de una forma muy amigable y confiada. En el fondo, todas las personas querían lo mismo, pero las reglas por las que se regían eran condenadamente diferentes. «¿Con qué reglas y a qué nivel juega mi oponente?», se preguntó Costa. ¿Al nivel de una sonata de Beethoven? ¿O al de un simple vals para el populacho?

– ¿Podría acompañarnos el conserje otra vez fuera, donde fue encontrada su esposa?

– Desde luego. Si tiene alguna pregunta que hacerme, estoy a su entera disposición.

La cristalera que daba a la piscina estaba abierta, y ellos salieron tranquilamente mientras Schönbach se quedaba atrás, observándolos.

Costa recordó la risa de Arminé y cómo lo había llevado unos días antes hasta el puente transparente y ligeramente oscilante que colgaba bajo los arcos de Serra. ¿De verdad se había echado una soga al cuello y había saltado a las profundidades desde allí? ¿Sabiendo que quedaría colgando en la cascada de agua, con los ojos dirigidos hacia esa roca que para ella poseía un poder tan maravilloso?