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El hombre asintió y se quitó las gafas de sol para limpiarlas. Costa se preguntó cómo se podían llevar gafas de sol por la noche. Se puso su traje espacial y entró en el salón. No había ninguna luz encendida, pero tampoco era necesario, ya que el intenso brillo de la luna iluminaba la escena. Vio a la mujer en un canapé azul claro, tumbada y con la falda subida. Una de sus piernas colgaba por el borde del asiento. Estaba echada de espaldas, tenía el brazo izquierdo retorcido hacia arriba y el derecho le colgaba flácido hacia el suelo. La luz plateada de la luna se reflejaba en su semblante pálido, que Costa veía boca abajo, ya que tenía el cuello justo en el borde. Desde ese rostro lo contemplaban dos cuencas negras.

Cierto, era la alemana con la que había hablado ese mismo día. Recordaba claramente su acento colones. Le había parecido bastante exagerada y le había costado horrores conseguir que se disculpara con la madre ibicenca. La alemana, sin embargo, se había limitado a protestar y a decir que no había pasado nada, y sus ojos maternales no habían dejado de mirarlo con tal reproche que él casi se había sentido como un mocoso testarudo.

Esos ojos estaban ahora apagados. Se los habían vaciado. Unos regueros de sangre le recorrían la frente y las sienes. La alfombra estaba embadurnada de un lodo blanco y una masa sanguinolenta y gelatinosa que parecía mucosidad. Delante del sofá había dos largos pinchos de acero afilados en ambos extremos. Costa se agachó. Eran espetones como los que se usan para hacer carne a la parrilla.

Se dio cuenta de que había dejado de respirar; se irguió e inspiró hondo. Sintió el sudor en la espalda y observó esa mucosidad, como la clara de huevo, y las cuencas vacías de los ojos de la muerta. El horror era tan intenso que casi se percibía aún el aliento del asesino en la habitación. Costa miró en derredor. Todas las puertas estaban cerradas, también la del balcón.

Encendió la lámpara de pie para que cayera más luz sobre la víctima.

A pesar del dolor que debía de haber sentido, tenía el rostro relajado.

Costa tocó las manchas de livor que ya empezaban a salirle. Desaparecían fácilmente con la presión, de modo que no había muerto hacía mucho. El cuerpo aún estaba caliente. Tenía la sien izquierda embadurnada de sangre, a lo mejor la ropa del asesino había rozado a su víctima al alejarse. Costa se corrigió: también podía haber sido una asesina. Sabía por experiencia lo importante que era mantener el pensamiento libre de cualquier prejuicio. Generalmente las mujeres mataban con veneno, por eso le costaba imaginar que una mujer hubiese sido capaz de aquello, pero de todos modos se obligó a tenerlo también en cuenta.

El asesino, o la asesina, no había destrozado la ropa de la muerta, pero eso tampoco excluía un crimen sexual. Hacía unos años, Costa le había echado el guante a un asesino en serie que mataba brutalmente a mujeres porque en el momento final de su agonía se excitaba tanto que eyaculaba.

¿Un asesinato ritual, quizás? ¿Hijos de las Tinieblas que habían irrumpido para torturar y sacrificar a una víctima? ¿Podía existir algo así en la isla?

El policía llamó a la puerta para anunciar al conserje. Costa abrió y lo invitó a entrar.

El hombre lanzó una mirada medrosa en dirección a la víctima. Costa lo miró con severidad, estaba claro que el hombre sabía muy bien dónde estaba el cadáver y el espantoso estado en que lo habían dejado. Esperaba con nerviosismo a que el capitán dijera algo.

– ¿Tiene en su casa un termómetro para la fiebre?

El hombre asintió con reserva. Costa le pidió que fuera a buscarlo, con lo que el conserje, aliviado, desapareció.

Consultó el reloj. Todavía no había llegado ninguno de los demás. En sus largos años de trabajo en la policía alemana había aprendido que las primeras cuarenta y ocho horas eran siempre las más cruciales. Si un caso no podía resolverse en ese tiempo, sería bastante complicado. Los casos sencillos de asesinato no representaban ningún problema, casi siempre había logrado solucionarlos. Casos de hijo que mata a madre, o mujer que estrangula a hijo, la víctima muerta sobre el cojín y el asesino sentado en el borde de la cama. Sólo había que recopilar las pruebas y llevárselas a la fiscalía.

Aquello, no obstante, era diferente. Allí tendrían que ser minuciosos y rápidos. Tendrían que seguir el rastro del asesino mientras aún estuviera fresco.

Volvió a consultar el reloj y paseó la mirada por el caro mobiliario del salón. Un gran ramo de rosas secas decoraba un aparador esmaltado en blanco. A su lado, un candelabro semicircular en el que se apoyaba una foto con marco de plata. Costa encendió la luz del techo cuidando de no borrar ninguna huella dactilar y miró la fotografía. Se veía a la víctima con un hombre joven y muy guapo, de treinta y pocos años. ¿Su hijo? Llevaba traje y corbata. Ella tenía el brazo posado sobre su hombro y sostenía una copa de champán en la mano. Seguramente sería una fotografía tomada en alguna celebración familiar. Costa oyó un tenue crepitar, se volvió y vio que el equipo de música estaba encendido.

En el reproductor había un CD. Lo sacó y leyó: Purple Rain. ¿La habría matado el asesino con esa canción? Una vez, en un seminario de reciclaje profesional, Costa había leído un estudio sobre los asesinatos de Charles Manson y sabía que en la actualidad todo era posible. Volvió a colocar el CD sin dejar huellas.

Fue a la cocina para comprobar si el asesino había sacado de allí los espetones metálicos. En uno de los cajones, junto con cucharones de cocina y varillas, encontró otros ocho. El asesino, por tanto, debía de haberse tomado su tiempo para buscar instrumentos criminales que le parecieran adecuados para sus fines.

Entonces regresó el conserje, que le tendió el termómetro con el brazo estirado. El hombre iba a desaparecer otra vez en ese mismo instante, pero Costa le pidió que lo ayudara a volver el cadáver hacia un lado.

En ese momento se presentó la teniente Navarro, completamente equipada con guantes y mascarilla. Costa la reconoció por sus grandes ojos castaños.

La saludó con una cabezada, despachó al conserje con un gesto de la mano y le pidió a ella que le insertara el termómetro al cadáver por el recto mientras él levantaba el cuerpo. Vio que la mujer sabía para qué servía esa medición. En realidad era cosa del forense determinar la hora de la muerte, pero el doctor Torres todavía no había llegado y Costa tampoco esperaba que se presentara enseguida, ya que por teléfono le había dado la impresión de que estaba en una celebración familiar y se había bebido ya una botella de tinto. Sólo lo había visto en otra ocasión con anterioridad: un hombre flaco que caminaba encorvado, con el pelo gris y casi siempre sin afeitar. Era insólitamente alto para la isla y debía de haberse acostumbrado enseguida a caminar inclinado para compensar la diferencia de altura con la media ibicenca. Era un hombre cultivado y, como cualquier profesor recluido en su mundo, a la menor ocasión se perdía recordando todo cuanto había leído. Sin embargo, Costa suponía que siempre leía con una copa de tinto al lado, y que por eso leía tanto.

Elena Navarro insertó el termómetro en el recto de la víctima.

– ¿Cómo has venido? -preguntó Costa mientras sostenía el cuerpo un poco en alto.

– En moto.

– ¿Te he despertado?

– No. Estaba en el garaje, acabando de arreglar la otra moto. -Consultó el termómetro-. Treinta y seis con ocho. El asesino nos lleva poco más de una hora de ventaja.

Costa fue a buscar al conserje y lo encontró ante la puerta del apartamento. Uno de los agentes uniformados lo había retenido. Costa le pidió que volviera a entrar para hacerle unas preguntas y le ofreció asiento en un sillón, pero le dijo que no tocara nada. El hombre se sentó muy cerca del borde. Costa vio que estaba temblando.