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Costa sintió un movimiento tras de sí y oyó la sonora voz de Schönbach:

– ¿Es que cree que su compañero no sabe que los ahorcamientos nunca deben archivarse prematuramente como suicidios?

El Surfista quiso defenderse y vociferó:

– Soy especialista en rastros. Mi trabajo es distinguir un accidente o un suicidio de un crimen.

Schönbach, sonriente, estuvo de acuerdo con él.

– ¿Y quién iba a hacer algo así? El perro no deja entrar a nadie. Siempre está en el perímetro.

Costa se volvió hacia el conserje y preguntó si a la hora en cuestión había alguien allí.

El hombre dudó. Parecía inquieto y temeroso. Tal vez era por la autoridad de su jefe. Sin embargo, puesto que Costa no dejaba de mirarlo a los ojos, dijo que la señora Schönbach tenía una cita con la masajista Martina Kluge el jueves por la mañana, a las 11.30, pero que él no sabía si la joven había estado allí, porque había tenido el día libre y lo había pasado, igual que la noche siguiente, en casa de su hermano Balbino, en Vista Mar. Su hermano le había pedido ayuda para pintar unas paredes y se les había hecho tarde. Además, el doctor Schönbach le había dicho que no lo necesitaba hasta la mañana siguiente.

– ¿Hubo algo que le llamara la atención antes de irse, o al volver? -El conserje sacudió la cabeza-. ¿Estaba la señora Schönbach últimamente más triste de lo normal? ¿Tomaba medicamentos?

El conserje lo pensó un momento, pero volvió a decir que no. Lo había encontrado todo normal. Como siempre. ¿Y… medicamentos? No, que él supiera. Vicente miró a su mujer, que también sacudió la cabeza.

– No, nada -dijo el conserje-. La señora incluso se tomó el desayuno que le había preparado mi mujer a instancias del doctor Schönbach. Aunque ella por las mañanas nunca comía nada. Por eso Floralisa le preparó algo ligero: una ensalada de zanahorias y apio con crema de aguacate y brotes de soja.

– ¿Había recibido alguna visita o alguna llamada en los últimos días? -siguió preguntando Costa.

El conserje se esforzó en recordar.

– Sí, vino alguien que había llamado varias veces y que quería ver a la señora Schönbach como fuera. Un hombre que se llamaba Dominique-Jacques. También se hacía llamar DJ, pero la señora no quiso hablar con él.

Costa le preguntó a Schönbach si podía explicarse el suicidio de su mujer. El cirujano reflexionó un momento. Su esposa, en su juventud, había vivido una experiencia traumática y desde entonces sufría fuertes depresiones endógenas.

– Ya había intentado suicidarse en otras ocasiones.

Costa se disculpó con Schönbach, lo dejó allí de pie y le pidió a El Surfista que se lo describiera todo en detalle una vez más. Recorrieron la piscina, cuyas teselas azules guarnecían el estanque hasta más arriba del borde. A la derecha, en la terraza, había un par de tumbonas Lambert con cojines azul claro. Un gato de angora dio un gran salto y desapareció por una escalera de piedra natural que bajaba al jardín que quedaba unos ocho metros más abajo. El Surfista avanzó hasta el centro del puente de plexiglás y le enseñó a Costa cómo había encontrado a Arminé Schönbach. La soga estaba atada a la barandilla del puente, pasaba por encima del arco de Serra y volvía a recogerse para formar el lazo. El nudo era sencillo, como el que podría haber hecho cualquiera. La mujer se había echado la soga al cuello y había saltado por la barandilla para encontrar la muerte. Había quedado colgando a unos cuatro metros por debajo del arco y a un metro por debajo de la cascada. Costa pensó en las huellas dactilares que debía de haber dejado y le preguntó al conserje si habían limpiado la barandilla desde entonces. El hombre dijo que no con la cabeza.

Costa era incapaz de imaginar que Arminé, tal como la había conocido y como la recordaba, se hubiese quitado la vida. Sabía que los homicidios encubiertos como ahorcamientos se dividían fundamentalmente en dos grupos. En el primer caso, se le echaba la soga al cuello a la víctima, que después era lanzada al vacío de alguna forma. Esas víctimas eran ahorcadas vivas. En el segundo caso, la víctima ya estaba muerta al caer. Eso significaba que había que cambiar la ubicación del cadáver para arrastrarlo hasta el lugar del ahorcamiento, de modo que se dejaban marcas en el suelo y en la ropa, en especial rozaduras en los zapatos o en la piel. Si la víctima no había sido sedada, se encontraban también muestras exteriores de violencia.

El Surfista había examinado el cadáver detenidamente, pero no había constatado nada por el estilo. Costa le pidió que le describiera cuándo y cómo habían bajado el cuerpo de allí arriba.

– Entre las doce y la una. Más bien hacia la una. Cuando la sacamos de la piscina, le tomé la temperatura. Diecisiete grados. Exactamente igual que la del agua -dijo El Surfista.

Vicente añadió que Arminé Schönbach siempre quería que estuviera bien fría.

– Sea como fuere, el jueves a las veintidós horas ya colgaba en la corriente de agua -siguió explicando El Surfista-. La hora de la muerte no puede precisarse con exactitud más allá de eso.

En caso de que Arminé Schönbach hubiera sido asesinada, su asesino debía de haberlo planificado todo bien. ¿Por qué, si no, habría de dejarla colgando en el agua? Costa se sorprendió otra vez pensando en el doctor Schönbach. Sólo ese médico de gran inteligencia habría sido capaz de tales consideraciones. Un criminal normal no se detendría a calcular algo así.

El Surfista había desatado la cuerda de la barandilla del puente y había dejado que el cadáver se deslizara poco a poco hacia la piscina inferior. La cuerda tenía unos diez metros de largo. La habían sacado del agua entre el conserje y él. Le había aflojado el lazo y se lo había quitado de la cabeza. Después había visto que sólo llevaba puesto un zapato: una zapatilla de deporte blanca y sin cordones. La otra seguramente la habría perdido al caer, la recogió del agua y después la metió en la bolsa con el cadáver.

Costa se enfadó al saber cómo le había quitado la soga. Lo correcto habría sido cortarla y atar ambos extremos a otra cuerda. Así se habría podido extraer la lazada por la cabeza y más adelante habría sido posible reproducir la situación inicial. Costa no dijo nada, pero le preguntó a El Surfista qué había hecho con la cuerda. El conserje explicó que él se la había llevado a su cocina y que se la había dado al doctor Schönbach, que quiso verla el viernes por la noche, después de llegar.

Costa se volvió hacia Schönbach, que los observaba desde la puerta de la terraza.

– ¿Dónde ha guardado usted la cuerda? -le preguntó, gritando.

– ¡La tiré! ¡A la basura! -exclamó Schönbach en respuesta.

No había querido conservar esa cosa horrible en la casa.

Costa le preguntó a Vicente si podía enseñarle la basura, pero el hombre la había vaciado el sábado por la tarde, antes de ir al supermercado.

Hacer buscar esa cuerda habría supuesto un despliegue gigantesco y, por el momento, Costa no tenía ningún indicio concreto de que las cosas fueran más allá de que lo que parecía. Sin embargo, ¿por qué había intentado Arminé encontrarlo con tanta urgencia?

Le rogó al conserje que sacara una escalera de mano al puente para poder examinar el lugar en que el metal de los arcos había rozado con la cuerda. Sin embargo, no encontró nada que le llamara la atención; todo hablaba a favor de un suicidio con ahorcamiento. La instalación entera se tambaleaba y Costa tuvo que estirar los brazos en el aire varias veces para mantener el equilibrio. Al mirar en derredor, tuvo la sensación de que Schönbach se reía de él.

– No se constataron hemostasis en las conjuntivas ni hinchazón o cianosis en el rostro -dijo El Surfista desde el pie de la escalera-. Las manchas de livor se habían extendido de forma reticulada desde el cuello -prosiguió con languidez.