«Por lo visto el muy idiota se ha tomado la molestia de estudiárselo», masculló Costa para sí.
– ¿Cuándo se quitó la vida? -preguntó.
El Surfista no entendió la pregunta. Para él estaba claro que, a causa de la adaptación a la temperatura del agua, eso no se podía determinar.
Costa se volvió hacia el conserje.
– ¿A qué hora se marcharon su esposa y usted de la casa el jueves?
– La verdad es que queríamos irnos a las nueve, pero a mí se me había olvidado retocar la pintura levantada de debajo del puente, así que no nos marchamos hasta las diez.
Costa asintió y le pidió que le enseñara dónde había realizado esa tarea de mantenimiento.
Junto a la escalera, el borde del mosaico azul de la piscina quedaba interrumpido por una pieza extraíble de madera para que el puente de plexiglás pudiera desmontarse con facilidad. El conserje había repintado precisamente esa madera. Costa se arrodilló y examinó la mano de pintura azul. En ella se veían con toda claridad acanaladuras y estriaciones. Alguien había arrastrado algo por allí encima. La pieza de madera del otro lado del puente también estaba recién pintada, pero seguía intacta. Costa se levantó y miró en derredor. ¿Cómo se las habían arreglado para dejar inconsciente a Arminé Schönbach y arrastrarla hasta el puente sin dejarle marcas? La mirada del capitán recayó en las tumbonas de mimbre con cojines azul claro. Las fue levantando una a una y les dio la vuelta. En el cojín de una de ellas se veían varias manchas de pintura azul. Costa lo examinó con más detenimiento. La tela había sido arrastrada sobre la madera recién pintada con bastante peso encima, porque la pintura estaba muy impregnada en el tejido.
Costa le hizo una señal a El Surfista para que se acercara.
– Esto nos lo llevamos -dijo-. Y también quiero que hagas venir a Elena Navarro y que lo examinéis todo a fondo en busca de rastros. Ahora mismo El Obispo debe de estar demasiado borracho.
– ¿Rastros?
Estaba claro que a El Surfista no le gustaba nada esa orden.
– Quiero que busquéis huellas dactilares en la barandilla del puente y que las comparéis con las de la víctima. ¿Dónde está esa carta de despedida?
El Surfista dijo que había hecho una fotocopia.
– Quiero verla hoy mismo. Estaré localizable en el móvil. Ahora me voy al hospital a echarle un vistazo al cadáver. -Costa se disponía a marcharse ya, pero aún se volvió una vez más y añadió-: Cuando llegaste el viernes a las once, ¿estaba también el perro ahí fuera?
El Surfista se lo confirmó.
– Me gustaría que encontraras a ese tal Dominique-Jacques que llamó varias veces antes de la muerte de la señora Schönbach.
El Surfista asintió y dijo que con toda probabilidad se trataba de un disc-jockey del Privilege, el mismo que había pinchado en la fiesta de fin de temporada del sábado, hacía una semana.
Costa le preguntó a Schönbach cómo podía ponerse en contacto con él en caso de que tuviera alguna pregunta más. El cirujano manifestó su desconcierto al ver que de pronto se iniciaban unas investigaciones tan minuciosas. Costa repuso que había indicios de que alguien había entrado en la villa por la fuerza y que tenían que comprobarlo. Schönbach consideraba que algo así quedaba completamente descartado. Nadie podía haber pasado con el perro suelto. Costa le explicó que no era difícil dejar inconsciente a un animal. El médico adujo que tampoco había encontrado nada roto y que no faltaba ningún objeto de valor.
– Mi mujer, de hecho, posee un collar muy caro y de gran belleza, pero no creo que haya desaparecido. Está siempre guardado en la caja fuerte.
Costa le pidió que le enseñara la gran caja fuerte que se ocultaba tras una puerta de espejo. Nada más verla, comprendió que estaba intacta.
– ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarle? -preguntó Schönbach con simpatía.
«La amabilidad en persona-pensó Costa-. O no tiene conciencia, o la tiene bien limpia.»
– No, gracias, con eso basta. Pero si tengo alguna otra pregunta…
Schönbach le dio su tarjeta.
– Lo mejor será que me localice en mi consulta. Ahora, si me disculpa… Pueden quedarse aquí todo el tiempo que deseen y seguir investigando, pero yo tengo una cita en la Hacienda.
Schönbach se despidió y le pidió al conserje que les ofreciera a los agentes algo de beber. De pronto sacó a toda prisa un pañuelo de papel, tomó aire y estornudó.
– Alergia al polen -dijo con una sonrisa, y al marcharse tiró el pañuelo a la chimenea abierta.
A Costa le llamó la atención la forma en que inclinaba el torso hacia delante y volvía los hombros al andar. Al ver sus piernas estevadas, supo por qué. «Le iría mejor apoyándose en las manos para caminar», pensó, riendo con malicia.
El conserje iba a preguntarles qué querían tomar, pero Costa lo atajó con un gesto y le pidió que le enseñara dónde había encontrado la carta de despedida. Vicente se acercó al piano negro de cola, bajó la tapa que Schönbach había levantado y señaló con el dedo al centro de la superficie negra.
– ¿Estaba la carta bien colocada?
– No, estaba simplemente ahí tirada.
– ¿Estaba escrita en un DIN-A4?
– Estaba metida en un sobre, era como el doble de grande que el sobre.
– ¿Qué decía en el sobre?
– Nada, nada de nada. Mi mujer no quería que tocáramos la carta, pero yo la abrí.
– ¿Qué decía?
– Que el doctor Schönbach la había decepcionado porque no la amaba, que se sentía traicionada y que así no podía seguir viviendo. -Al conserje le costaba bastante expresar todo eso-. Y que estaba muy triste.
– ¿Mencionaba directamente al doctor Schönbach?
– No.
– ¿Recuerda las palabras exactas?
– No, ya no.
– ¿Y después volvió a meter la carta en el sobre y la guardó?
– La carta sí que la guardé, pero el sobre lo tiré ahí, en la papelera que hay junto al secreter. Como no decía nada…
Costa sacó el sobre de la papelera y lo contempló. La lengüeta estaba pegada, de modo que Arminé debía de haberla humedecido con la lengua. Si alguien la hubiera obligado a escribir esa carta de despedida, seguramente habría sido el asesino quien hubiera lamido y cerrado el sobre. La investigación había llegado a un punto en que Costa no podía descartar esa posibilidad. Si quería obtener resultados deprisa, tenía que conseguir que le hicieran un test de ADN lo antes posible.
Le explicó al conserje la situación, le pidió cinco sobres y algo de papel, en el que su mujer y él tendrían que escupir un poco. Entretanto, recogió de la chimenea el pañuelo que había utilizado Schönbach. Después lo metió todo en los sobres, los etiquetó y se los dio a El Surfista con el encargo de que al día siguiente los enviara a Barcelona con el primer avión.
Los otros dos sobres se los guardó. Después salió de la casa y le pidió a Vicente que le explicara todas las medidas de seguridad.
Lo primero que le enseñó el conserje fue la caseta del perro. Entre los gañidos y los gruñidos de la fiera, Vicente le masculló que, por orden del doctor Schönbach, el perro siempre corría suelto en el perímetro de la casa. Señaló una campanilla eléctrica y le explicó que el animal volvía a la caseta al oír una señal determinada. La jaula estaba construida como una esclusa, ambos lados podían abrirse apretando un botón.
– ¡Cuidado! -exclamó el hombre cuando Costa se acercó mucho a uno de los botones rojos-. Ése abre la puerta en la que estamos ahora.
– Cuando regresó usted el viernes, ¿estaba el perro fuera, en el perímetro?
– Sí, el perro estaba suelto. Pero yo tengo un mando a distancia con el que puedo abrir la primera compuerta y hacer sonar la campana a la vez.
– ¿Quién más tiene un mando a distancia de ésos?
– Mi mujer y yo tenemos uno cada uno, en la casa hay cuatro, y la masajista Martina Kluge tenía otro.
– ¿Ella, por qué?