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– La señora la llamaba siempre que le molestaba la espalda, y en esas ocasiones no quería tener que levantarse a encerrar al perro en la caseta. Pero la señorita Kluge me lo devolvió.

Costa le preguntó al conserje cuándo y dónde había ocurrido eso. El hombre se esforzó por recordar.

– El jueves a las tres, en Vista Mar. Yo estaba fuera, pintando, cuando ella pasó por allí. Quería que le cambiara las pilas.

Cuando llegaron a la verja interior, la mirada de Costa recayó de pronto en un guante roto que había junto al muro. Era un guante ¡de motociclista de cuero rojo, y estaba medio mordido por el perro. Costa lo recogió con un pañuelo y lo examinó más de cerca. Tenía dos iniciales: DJ. A lo mejor ese DJ había trepado por la verja exterior mientras el perro se encontraba en el otro extremo de la propiedad. Quizás había conseguido llegar con el tiempo justo para trepar la verja interior y, al hacerlo, había perdido un guante. Costa buscó más rastros o jirones de tejido, pero no encontró nada.

– ¿No ha dicho usted que un tal DJ había llamado un par de veces en los últimos días? -le comentó al conserje.

– Sí, pero la señora Schönbach, como ya le he dicho, no quería hablar con él.

Costa se llevó el guante a la casa para dárselo a El Surfista y que lo examinara en busca de rastros.

– Tenemos que localizar de inmediato a ese DJ. Hay bastantes indicios de que algo no encaja. Inténtalo primero en Privilege y, si descubres algo, házmelo saber enseguida.

Costa subió a su coche y se fue hacia el hospital de Ibiza. A todo eso, ya habían pasado más de dos horas. Seguro que Karin se estaría impacientando, pero él tenía que ver el cadáver cuanto antes.

En la recepción del hospital, Costa preguntó por el número de registro de la entrada «Arminé Schönbach, suicidio». La recepcionista comprobó de reojo su identificación de la Guardia Civil y hojeó el gran libro en el que se apuntaban las entradas. Fue recorriendo las hojas de arriba abajo con el índice, despacio, hasta encontrar lo que buscaba. El número de registro: Sótano S-I, n.° KI SU 51001.02, lo cual quería decir que había sido la segunda entrada de un cadáver en la cámara frigorífica de aquel día. El capitán bajó al primer sótano en el gran ascensor de aluminio.

Atravesó el largo pasillo iluminado por una mortecina luz de fluorescente y llamó a la puerta de las cámaras frigoríficas. Le abrió un celador y Costa entró en la sala, que resultaba agradablemente fresca en comparación con el calor estival de fuera. Le dio el número al empleado y lo siguió hasta uno de los grandes nichos de acero, que se apilaban unos sobre otros a lado y lado de la habitación rectangular, como las cajas de seguridad de un banco. El celador tiró de uno de los nichos con gestos rutinarios para abrirlo y le hizo una señal invitándolo a acercarse a la cubierta de plástico que contenía el cadáver.

Costa quería retirar la funda, pero algo le impedía ver a aquella mujer bella e inaccesiblemente orgullosa sin su consentimiento. Abrió la cremallera por los pies y le levantó un poco la pierna izquierda. La piel estaba arrugada a causa del agua. Vio claramente las excoriaciones que tenía en los tobillos, pero no localizó ninguna mancha de pintura azul. El agua debía de haberlas limpiado. Alzó el otro pie, calzado con una zapatilla de deporte que aún seguía mojada, se arrodilló y examinó el tacón. La pintura azul había calado en la goma y el tejido. Costa comprobó entonces la otra zapatilla, la que El Surfista había metido en la bolsa del cadáver. En ésa no se veía ninguna rozadura de arrastre ni manchas de pintura, de modo que debía de habérsele caído a Arminé antes de que la arrastraran por encima del tablón pintado. Alguien la había lanzado al agua después. «Estos son los gajes del asesinato -pensó Costa- que le suponen problemas hasta al asesino más depravado.»

Se enderezó. Ya no había duda alguna: ¡Arminé Schönbach había sido asesinada dos días después de su visita! Debía de haber sucedido durante la ausencia de la pareja de conserjes, entre la mañana del jueves y la del viernes. Vicente había dicho que el perro estaba suelto. Pero al perro, desde luego, pudieron sedarlo, aunque eso requería una forma de proceder casi médica. Unos ladrones corrientes habrían utilizado veneno y habrían matado al animal. Sin embargo, también había alguien que quería hablar con Arminé como fuera, ese DJ que supuestamente también entró en la casa y que, al hacerlo, perdió allí su guante. ¿Había asesinado él a Arminé y vuelto a salir por donde había entrado? Pero, sobre todo, ¿cómo la había matado?

Costa abrió entonces toda la funda. El cuerpo de la señora Schönbach estaba abotargado a causa del agua y tenía la piel marchita y arrugada, como la de los pies. Contempló las marcas de ahorcamiento del cuello. A primer golpe de vista, la presión de la cuerda parecía una cadena azul negruzco. Desde lejos habría podido confundirse con un tatuaje como el que llevaban algunas chicas en las discotecas. No había más marcas, marcas de estrangulamiento, lo cual llevaba a concluir que el asesino había procedido metódicamente y ciñéndose a un plan. A lo mejor tenía experiencia. A lo mejor no era su primer crimen. ¿Había obligado a Arminé a escribir antes la carta de despedida? En tal caso, seguro que también la habría obligado a escribir un destinatario en el sobre. «Para mi marido», o algo por el estilo. Sin embargo, a lo mejor por alguna razón le había resultado mucho más importante no dejar el sobre abierto. En ese caso debía de haberla metido él mismo dentro del sobre y lo habría cerrado. El análisis de las muestras de saliva y la comparación con el ADN del pelo de Arminé le proporcionarían alguna respuesta.

Costa se sacó del bolsillo uno de los sobres que le había dado el conserje y le arrancó un par de cabellos al cadáver. Al hacerlo, la cabeza se balanceó un poco y Costa se sintió incómodo.

Ya había visto suficiente, lo demás lo descubriría Torres en la autopsia.

Antes de marcharse llamó al médico forense. Lo encontró en su casa, en el jardín, donde leía sentado bajo una gran acacia. Torres, sin embargo, no pensaba empezar la autopsia de Arminé Schönbach sin una orden judicial.

– Llama al juez o al fiscal -le dijo-. Si acceden verbalmente, a mí me va bien. Me pondré manos a la obra y le dedicaré la tarde del domingo.

Costa dijo que llamaría enseguida. Tuvo suerte y consiguió hablar con el fiscal Franco Segundo, que estaba jugando al dominó. Franco, no obstante, rechazó tomar ninguna medida urgente en el caso Schönbach.

– Ese caso está frío -dijo-. Vuelva a llamarme mañana y ya veremos lo que tiene.

Costa quiso protestar, pero el fiscal puso fin a la conversación con el comentario nada amistoso de que no se pusiera a interpretar el papel del investigador empedernido.

Cuando iba a llamar al juez para probar suerte con él, sonó el aria de Mozart. Era Elena. Había vuelto a hablar con Floralisa, el ama de llaves, y se había enterado de que Schönbach ya había planeado hasta el último detalle del entierro. Tendría lugar dentro de dos días, el martes a las once de la mañana, y el cirujano había solicitado incluso autorización para incinerarla. Hacía un tiempo que sólo se podían realizar incineraciones en Mallorca porque los crematorios de Ibiza estaban fuera de servicio. En realidad, el entierro habría tenido que celebrarse el lunes, pero la funeraria necesitaba un día más para poner de nuevo en marcha las instalaciones. El ama de llaves ya había enviado por fax las invitaciones el sábado y le había dicho que asistirían bastantes personalidades, entre ellas también los Matares.

Costa le dio las gracias. Tiró su chaqueta encima del coche y apoyó el torso en el vehículo. El techo estaba caliente a causa del sol del mediodía, pero a él no le importó. Tenía un problema enorme y sabía lo exiguas que eran sus probabilidades. Seguramente también su comandante asistiría al entierro, y el jefe de la Policía Nacional, y quizás incluso el comisario principal de Palma, los jefes de la familia Tur, el decano de la universidad y El Cubano. En las bodas y en los bautizos se daban cita todos los poderosos. Así proclamaban y reafirmaban su solidaridad unos para con otros. ¿Podría un simple capitán robarles el asado de la mesa cuando habían hecho reparar el horno especialmente para la ocasión y ya lo estaban calentando?