Necesitaba la autopsia antes de que incineraran a Arminé Schönbach, y para eso le hacía falta el consentimiento del juez. Pere Bernat Montanyà Salleras era un pariente lejano. Descendía de una rama de la familia cuyas raíces se remontaban hasta el pirata Pere Bernat, que en el siglo XV había sido muy agasajado por Pere IV. Otro de sus antepasados había sido el capitán Bernardo Salieras, que participó en la legendaria batalla contra la superioridad militar del corsario inglés El Papa, conmemorada por un monumento en el puerto. El juez estaba orgulloso de que por sus venas corriera la sangre de esa familia poderosa y respetada. Estaba claro que Costa tenía que intentar ganárselo por ese lado si quería que le concediera su autorización para que en la mesa de trabajo del médico forense se realizara la autopsia de un cadáver tan importante.
Localizó a Montanyà y le dijo que acababa de hacer una apuesta en la gran fiesta de la matanza de su familia y que por eso necesitaba hablar urgentemente con él. Pere Bernat Montanyà se echó a reír y dijo que bueno, pero que tenía que ser enseguida.
Durante el trayecto hasta la casa del juez, Elena lo llamó una vez más.
– Hemos encontrado la huella de una mano derecha en la verja exterior de la villa. El guante con las iniciales DJ también es de la mano derecha. Se trata del DJ de Privilege. Los compañeros han ido al club y han pedido un vaso que él hubiera tocado. El Surfista se lo ha llevado al laboratorio para comparar las huellas.
Costa le dio las gracias y le pidió que lo acompañara después a ver a Martina Kluge.
Encontró al juez, de setenta y dos años, sentado en su porche frente a una botella de vino tinto. Montanyà fumaba tabaco pota de Ibiza, el más tóxico que Costa había olido jamás. A pesar de la prisa que tenía, se obligó a calmarse y aceptar la copa de vino que le ofrecía el juez. Lo paladeó con placer, contempló un rato la puesta de sol que brillaba en amarillos y naranjas por entre las ramas de los pinos, se dio un buen masaje en el cuero cabelludo y dijo que había apostado a que hoy en día ya nadie se atrevería a hacer nada en contra de la influencia de los extranjeros poderosos y los turistas, ni siquiera aunque éstos se burlasen de la justicia.
– Cuando uno piensa en los antiguos marinos de los que descendemos en parte, cuesta creer lo que nos dejamos hacer hoy en día -dijo Costa mientras observaba a dos gorriones que se habían posado en el borde de la fuente y bebían por turnos.
– En aquellos tiempos, los nuestros eran algo más que marinos -explicó el juez-. Todos ellos sabían cargar un cañón, manejar un arma y mantener limpia el hacha de abordaje. En aquel entonces no bastaba con ser inteligente y controlar la situación. Se requerían también un brazo nervudo y un corazón temerario. Sólo así podíamos sobrevivir y atemorizar a la ralea de los piratas, que convertían a voluntad todo el Mediterráneo en un mar inseguro.
Bebió un trago de su vino y volvió a llenarse la copa.
– Hoy, sin embargo, un simple agente no puede hacer nada cuando los piratas modernos de nuestra isla nos atacan con su dinero y asesinan a una mujer a sangre fría -repuso Costa mientras movía su vino en círculos mirando con melancolía al fondo de la copa.
– ¿A qué mujer? -preguntó el viejo Montanyà.
Siempre había adorado a las mujeres.
– A una mujer de gran belleza, llena de temperamento e inteligencia -repuso Costa, y vio cómo los gorriones echaban a volar y se quedaban revoloteando un momento por encima del agua.
– ¿Quién es esa mujer?
– Se llamaba Arminé Schönbach y era la mujer del conocido cirujano plástico que ha librado a Eugenia Matares, si no de su fealdad, sí al menos de la nariz de gancho que tenía. Han vuelto a poner en marcha el incinerador especialmente para poder deshacerse del cadáver el martes mismo por la mañana y, con ello, conseguir que desaparezcan todas las pruebas.
– Pero yo he oído decir, muchacho, que ella misma se ha quitado la vida. Tu propio departamento lo ha corroborado. Vuestro comandante ha presentado el informe y me ha pasado a mí una copia. -De su voz había desaparecido todo rastro de recogimiento. Miró a Costa con sus nobles ojos alerta-. ¿Y bien?
– Puede que yo no sea un buen padre de familia -empezó a decir Costa, pues ésa era la crítica que Montanyà le hacía siempre-, pero sí soy buen investigador y sé diferenciar un asesinato de un suicidio. A esa mujer la arrastraron hasta el lugar en el que fue encontrada. He hallado marcas de arrastre en unos tablones recién pintados de la piscina y rozaduras en sus tobillos. De eso deduzco que sólo hubo un asesino. La arrastró hasta el puente y una vez allí la lanzó a la cascada con la soga al cuello. Una autopsia aclararía el asunto.
Montanyà frunció el ceño.
– ¿Eso haría?
Costa asintió.
– Si quiere pregúntele a Torres. Él le corroborará que científicamente puede probarse sin lugar a dudas si la víctima fue colgada viva o muerta.
Montanyà dio un par de caladas a su cigarrillo para que no se le apagara.
– Bueno, y ¿cuál es el problema?
– Ya conoce a El Cubano. Está invitado al entierro y no quiere ir en balde.
Montanyà miró a lo lejos.
– Joan Costa Mari. El muy zorro. -Sacudió la cabeza pensativamente-. Tu padre, El Alemán, no se parece en nada a su hermano. ¿Y tú?
Era evidente que Costa tampoco era como El Cubano, pero eso ahora no le interesaba. Aventuró la siguiente jugada:
– El Cubano le quitó a usted su gran amor de juventud.
Montanyà sacudió la cabeza pensativamente.
– Eso fue hace tiempo, muchacho. Me casé y tuve cinco hijos maravillosos. Lo malo es que El Cubano utiliza esta isla en lugar de amarla. Igual que los Matares. -El viejo se levantó y se estiró-. No podemos inclinarnos ante todo y ante todos.
Costa se levantó también y le ofreció su mano al anciano.
– Entonces, ¿autoriza la autopsia?
Montanyà se lo quedó mirando unos instantes, después asintió y sonrió.
– Pero, antes de que te vayas, te enseñaré mi última adquisición. -Parecía que hablara de una nueva amante.
– Enseguida -dijo Costa, y se disculpó un momento para llamar a Torres.
Le dijo que habían conseguido la autorización para la autopsia y le preguntó cuándo podría tener los resultados. Torres quería empezar sin más dilación, pero antes tenía que encontrar a algún compañero que trasladara el cadáver del hospital a Medicina Forense. Le pidió al capitán que estuviera presente durante la autopsia. Costa siguió entonces al juez, que recorría despacio su jardín.
Era un experto amante de las orquídeas y no permitía que en su terreno creciera ninguna de las plantas que habían llegado a la isla en el año 1958, con la construcción del aeropuerto.
– Yo no participo de este mundo en el que hasta las plantas pueden volar -masculló el viejo y, mientras caminaba, señaló a una flor de pétalos rosa-. Mi Barlia robertiana, la orquídea gigante.
El espécimen recordó a Costa a las orquídeas del apartamento de Ingrid Scholl.
– Y… -Montanyà se inclinó y colocó la mano con cuidado bajo unas flores para presentárselas a Costa-, ésta es Ofride azzurra, el espejo de Venus.
Costa contempló el pétalo verde negruzco con una barba de vello rojo negruzco también. Le recordó a un avispón.
– Y aquí tenemos a la Gennaria diphylla. Un fósil viviente. Florece desde hace quince millones de años.
En plena naturaleza, Costa sin duda habría pasado por alto esa planta con sus diminutas flores verde amarillento. Pero tal vez precisamente a causa de esa modestia había sobrevivido tanto tiempo. Pensó en esa belleza exterior que tanto anhelaban las personas. En la naturaleza era precisamente lo bello lo que más se exponía y, por tanto, lo que mayor peligro corría.