Capítulo 21
Cuando Costa llegó a Medicina Forense, Torres y sus compañeros ya habían empezado con la autopsia.
El examen exterior estaba concluido. No se habían encontrado grandes heridas, sólo rasguños y rozaduras en el pie izquierdo, el descalzo. También tenía un hematoma en el brazo del mismo lado, probablemente causado por el pinchazo de una aguja. Era posible que hubiesen sedado a Arminé de esa forma.
Costa la vio en ese momento toda descubierta: desnuda e indefensa. Unos extraños se inclinaban sobre ella y destruían finalmente su belleza.
Les preguntó si presentaba cicatrices de alguna operación de cirugía estética. Torres dijo que no con la cabeza. Costa recordó la conversación que había mantenido con ella y en la que había negado que su marido la hubiese operado nunca.
Al terminar, Torres dejó a sus colegas más jóvenes el envasado pertinente de la sangre cerebral y corporal, de los tejidos del corazón, músculos y estómago, y se llevó a Costa un momento a su despacho. Sacó una botella de vino tinto de su escritorio y se sirvió un vaso. Costa le dio las gracias, pero no le apetecía. Torres se echó un trago largo.
– Lo necesito, después de un trabajo así -dijo con una sonrisa, y se sirvió inmediatamente un segundo vaso. Después se dejó caer en su sillón giratorio y se volvió hacia Costa-. ¡Qué caso más complicado, joder! -dijo.
Costa quería conocer su opinión. El forense lo miró un momento.
– ¿De verdad quieres saber lo que pienso, Toni?
Costa dijo que ya se conocían lo bastante para eso.
– Bueno -dijo Torres-, pues creo que es una jugada condenadamente refinada. ¿Eso lo tienes claro, Toni?
– Depende de a qué te refieras, Jaime.
Torres se levantó y empezó a caminar de aquí para allá. Costa no hacía más que volverse todo el rato para no perderlo de vista.
– Tenemos tres mujeres muertas. La primera fue asesinada de una forma cruel y brutal, pero más adelante comprobamos que habría muerto de todas formas, aunque el asesino de los espetones no la hubiera ensartado. Estaba hasta arriba de su propia medicación. Una dosis que habría bastado para llevársela al otro barrio en las siguientes dos horas. Es posible que el asesino intentara primero envenenarla con esa sobredosis, pero que después perdiera la paciencia, acabara peleando con ella y se la cargara de una forma más directa. Cuatro días después, su mejor amiga se quita la vida, aunque poco antes le promete a su hijo cambiar el testamento a su favor. De haber sido una suicida, seguramente habría cumplido esa última promesa. Aunque se trate de personas no religiosas, en el último momento la mayoría queremos saldar todas nuestras cuentas. ¿Quién resultó ser al final el heredero?
– El doctor Schönbach.
– ¿El cirujano? ¿El mismo que ha heredado de la señora Scholl?
Costa asintió.
– A lo mejor las dos se pusieron de acuerdo. Al fin y al cabo, eran amigas.
Y le explicó que el doctor Schönbach era tan admirado como cirujano plástico que también otras mujeres le habían dejado toda su fortuna.
Torres se bajó las gafas hasta la punta de la nariz con un gesto exagerado y miró a Costa por encima de la montura.
– ¡No me lo puedo creer! ¿Las tumba en su mesa de disección, les hace un par de cortecitos y ellas le dejan todo su dinero?
– No sólo les hace un par de cortes, les devuelve los últimos diez o quince años de su vida. Por algo así, bien puede uno renunciar a su dinero a título postumo.
Torres sonrió.
– O a lo mejor se enteró de que Brendel quería cambiar el testamento y por eso le administró una sobredosis de la medicación que tomaba a diario. Lo has descrito como un médico brillante, de modo que sabrá de estas cosas. El riesgo es prácticamente inexistente, ¿quién puede demostrar que no ha sido un suicidio?
– Tendría que habérselas mezclado con alguna bebida sin que se diera cuenta -adujo Costa.
– O pudo darle las pastillas en otro envase y decirle que, para rejuvenecer más aún, tenía que tomarse cuarenta.
Costa compartía la opinión de Torres, pero no tenía pruebas.
– Y ahora el caso número tres, ¡la mujer del mago! -Torres sonrió. Se veía lo mucho que disfrutaba atacando con la lógica como única arma-. Basémonos en los hechos: la hermosa iraní fue asesinada. Era un día caluroso. Por la mañana, a las diez, la temperatura ya era de veintiséis grados a la sombra. Se bebió un gran vaso de agua y se echó en una tumbona. Esperaba a su masajista, con la que había quedado a las once y media. No tenía que abrirle la puerta, porque Martina Kluge tenía un mando a distancia. En el salón le esperaba el desayuno que el ama de llaves había preparado antes de marcharse de la casa con su marido; ambos iban a pasar fuera el día y la noche siguientes. Arminé, en realidad, nunca tomaba nada antes de la comida, pero su marido había insistido en que le llevaran alguna cosa. Supongamos que la masajista llegó, le trató la espalda y después la mujer comió, digamos sobre la una. Para que el estómago quede tan vacío como lo hemos encontrado en la autopsia, tienen que pasar entre ocho y nueve horas. Martina Kluge se despide, nuestra víctima pasa el día tomando el sol y bañándose, llega la noche, no come nada y tampoco bebe nada de alcohol. La masajista, sin embargo, regresa para ver cómo está o para darle un segundo masaje. Le ofrece un fármaco analgésico que en realidad es un narcótico. La arrastra hasta el puente, le pone la cuerda alrededor del cuello y la lanza a la cascada.
– No puede ser -dijo Costa-. Con un día tan soleado, la pintura de la madera se habría secado hacía horas. No habríamos encontrado ninguna mancha en su zapatilla.
Torres sonrió con comprensión.
– Eso tendrás que comprobarlo. Hace poco pinté una mesa y tardó tres días en secarse.
Costa lo anotó. Torres tenía razón. Más tarde llamaría al conserje por teléfono y le pediría que al día siguiente, por la mañana, volviera a pintar un tablón y lo dejara al sol.
– Supongamos que la pintura ya se hubiera secado del todo hacia las diez de la noche. ¿Estaba el perro suelto en esos momentos?
Costa asintió.
– Estuvo suelto toda la noche y hasta la mañana siguiente a las diez, cuando llegaron el conserje y su mujer.
– En tal caso debemos tener en cuenta al señor de la casa, el doctor Schönbach, y a la masajista con su mando a distancia. A nadie más.
– Martina Kluge le había dado su mando a distancia al conserje porque había que cambiarle las pilas.
– Entonces, esa tarde la señora Schönbach tuvo que abrir ella misma la puerta.
Torres no se rendía nunca. Costa ya lo conocía. Era el efecto de la lógica pura: se alcanzaba un resultado que uno ya no quería poner más en duda.
– Por toda la casa hay repartidos varios de esos mandos a distancia. La señora Schönbach tuvo que dejar entrar al asesino. La mató, después cogió un mando a distancia, salió y volvió a soltar al perro de la caseta.
– Imposible -dijo Costa-, no faltaba ningún mando. El conserje lo ha confirmado.
– ¿Has comprobado la coartada de ese hombre?
Costa asintió. Elena había tomado declaración al menos a seis personas en Vista Mar que habían visto allí a los familiares de su conserje.
Costa recordó entonces al misterioso motorista. También a él había que barajarlo como posible asesino. A lo mejor Arminé Schönbach le había abierto la verja y él la había matado; luego, al salir, el perro estaba ocupado en el otro extremo de la propiedad y el hombre había tenido tiempo de recorrer todo el jardín a la carrera y había saltado la verja justo antes de que la fiera lo alcanzara. Habría sido seguramente entonces cuando perdió el guante.