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Torres admitió que también ésa era una posibilidad. Volvió a llenarse el vaso hasta arriba y dio un buen trago.

– No bebas tanto -dijo Costa.

Torres se echó a reír a carcajadas y le dijo que, si resolvían el caso allí, en ese momento, Costa le debería una caja entera de buen vino tinto.

– Acabarás matándote -dijo el capitán.

– Tú mismo has visto que existen formas más terribles de morir. ¿O crees que colgar de una cascada es agradable? Bueno, ¿qué tenemos, entonces? Tú has de encontrar a ese DJ y demostrar que perdió su guante el jueves por la noche, hacia las diez, en la propiedad. Tienes que comprobar las coartadas de la masajista y del cirujano plástico. También tienes que esperar los resultados del laboratorio. Si no encontramos ningún narcótico, es que la convencieron para que se pusiera la soga al cuello, ¿cierto? Pero, entonces, tampoco tendría marcas de arrastre en el zapato y el talón. Si no encontramos ningún barbitúrico, tienes un problema. La rozadura por sí sola no basta.

Costa quiso saber por qué no, y Torres le explicó que Arminé Schönbach también podía haberse caído en el puente y haberse lastimado el talón. La prueba era demasiado débil para un juicio por asesinato.

– In dubio pro reo -añadió Torres con burla.

– Tenemos la carta de despedida -dijo Costa-. Estaba dentro de un sobre cerrado, y el que lo cerró tuvo que ser el asesino.

– Pero sólo si puedes demostrar que de verdad fue asesinada y que el asesino estaba en la casa a la hora de la muerte. -Volvió a sonreírle con malicia-. Un lametón por sí solo no basta.

«A mí sí me basta», pensó Costa. Se levantó de su asiento y dijo que Karin lo estaba esperando en la fiesta de la matanza y que todavía tenía que pasar a ver a Martina Kluge. Sin embargo, antes de que llegara a la puerta, Torres se interpuso en su camino.

– Espera -le dijo-. ¡Dime antes por quién apuestas!

Costa sabía que a Torres le volvían loco las apuestas y que sólo hacía favores como realizar una autopsia en domingo si uno participaba en su juego. Era importante dejarlo ganar. Estaba claro que Torres apostaría por el DJ, ya que la masajista le había dado su mando a distancia al conserje y no habría podido salir de la villa ella sola por la noche. No era de las que se enfrentan a un perro agresivo. ¿Y el DJ? Ya se vería. De modo que sólo quedaba Schönbach. Aunque el conserje lo había llamado el viernes por la mañana, a las diez, a su consulta de Múnich. ¿Cómo iba a haber regresado el cirujano a Múnich en plena noche? Costa sabía, por supuesto, que tenía una licencia de piloto, pero… Bueno, por si acaso comprobaría el tráfico aéreo de aviones privados en el aeropuerto. Sin embargo, pesaba más el guante de un posible allanador de morada que podía haber entrado en la casa en esas horas en cuestión. Torres, estaba claro, apostaría por él.

– Apuesto por el doctor Schönbach -dijo Costa.

Torres sonrió, alzó la mano y dijo:

– Bien, la apuesta es válida. ¡Una caja!

– ¿Por quién apuestas tú?

– Por el DJ -dijo Torres, y le abrió la puerta para dejarlo salir.

Costa fue a buscar a Elena Navarro para que lo acompañara a ver a Martina Kluge. No quería interrogar él solo a una testigo en una investigación tan intrincada, y Elena parecía ser la más indicada para la ocasión. Ya había hablado por teléfono con la masajista y había quedado con ella en su pequeña sala de tratamiento del centro de belleza, la misma en la que se habían visto los tres hacía una semana. De camino a Vista Mar, Costa y Elena prepararon el interrogatorio. La última vez, Martina Kluge no había querido desvelar dónde había estado en el momento del asesinato de Ingrid Scholl. Había dicho: «Justo antes había recibido una llamada de la señora Schönbach. Le prometí estar en su casa sobre las nueve». Sin embargo, en lugar de eso debería haber dicho: «Estuve con el doctor Schönbach en el Elephante». Es decir, donde Costa la había visto. ¿Por qué lo había mantenido en secreto?

Costa y Elena querían preguntarle también dónde se encontraba en el momento de la muerte de Erika Brendel. Torres había determinado la hora de la muerte con bastante exactitud. La señora Brendel había muerto hacía exactamente una semana, entre las 19.30 y las 22.30. ¿Por qué no iba a estar Martina Kluge la noche del domingo anterior en el Vista Mar a esa hora? Si Erika Brendel se encontraba mal porque había tomado las pastillas que no eran, o había jugado con la idea de quitarse la vida por la desesperación que sentía ante la muerte de su amiga, lo más probable es que hubiese llamado a su confidente, Martina Kluge. Costa había pasado por alto preguntarle por ello a la asesora de belleza. Se trataba de un fallo que esta vez repararía.

Y, naturalmente, la muerte de Arminé. ¿Cuándo la había visto Martina por última vez? ¿Había ido a visitarla el jueves? ¿Había tomado la señora Schönbach algo después, o había sido Martina quien se había comido el desayuno y Arminé no había probado nada, como tenía por costumbre? ¿Respondería a esas preguntas con veracidad si había sido ella la asesina? Costa no pudo evitar pensar en Torres, que seguro que en ese momento le habría dicho: «Si es la asesina y calculó incluso los tiempos de digestión de los alimentos en el estómago de su víctima, ¡no la atraparás jamás!». En tal caso sería un genio, como el famoso asesino Wayne Wright, al que jamás condenaron. En fin, a Costa no le parecía una criminal calculadora y sin escrúpulos. Más bien le daba la impresión de ser una santa con voluntad de sacrificio. Lo que sí le preguntaría era si, como parte de su polifacética formación, también había aprendido a poner inyecciones. Pues, según la teoría de Torres, Arminé había sido sedada antes mediante una inyección.

Martina Kluge estaba sentada en silencio en su sofá de cuero blanco, muy relajada. Llevaba un vestido blanco de hilo y tenía las piernas cruzadas. Costa volvió a percibir un aroma a menta. Quería terminar cuanto antes con el interrogatorio, porque en la última media hora había empezado a preocuparse bastante por los reproches con que lo esperaría Karin.

– Señorita Kluge, la última vez me dijo que, después de la sesión de runas con Ingrid Scholl, había quedado a las nueve con la señora Schönbach. ¿Es así?

– Sí, así es.

Lo dijo sin mover las manos, que había dejado relajadas sobre su regazo. Estaba sentada muy erguida, se enderezó aún un poco más y sonrió.

– ¿Y fue a verla a esa hora?

Costa se sintió de pronto muy cómodo. Martina Kluge conseguía serenarlo con pocas palabras.

Ya casi había olvidado la matanza y los amenazantes reproches de Karin.

– La verdad es que el doctor Schönbach me recordó que había quedado con él para cenar.

– ¿Por qué había quedado con él?

– Era una reunión de trabajo. El doctor Schönbach quería agradecerme mi entrega y mi lealtad. A mí me resultó casi embarazoso, porque era un restaurante muy caro.

– ¿Cuánto tiempo hace que conoce al doctor Schönbach? -preguntó Costa.

– Colaboramos desde hace cuatro años. El doctor Hörlander nos presentó. Juntos hemos desarrollado aquí, en el centro de belleza, un programa de rehabilitación individual para los postoperatorios del doctor Schönbach. Incluye desde drenajes linfáticos y cataplasmas hasta masajes, ejercicios de respiración y energía chinas y tibetanas, tinturas ayurvédicas y programas de pautas alimentarias, e incluso terapia conversacional. Esto último lo solicitan sobre todo las mujeres que echan en falta a una persona en quien confiar.

– ¿En qué consiste? -preguntó Costa.

– Visito a las pacientes a domicilio. En un entorno privado les resulta más fácil abrirse. Hablan sobre las preocupaciones que atormentan su alma y así me dan a conocer sus problemas. Cuando uno reprime los problemas y se los traga, no sólo enferma, también se afea. La preocupación se apodera del rostro. A eso no hay cirugía estética que le ponga remedio, por muy buena que sea.