Martina hizo una pequeña pausa, como para concentrarse.
Elena y Costa esperaron con atención, nunca habían visto hablar así a Martina Kluge. Hasta entonces, sus respuestas siempre habían sido más bien breves.
– Ahora estoy haciendo lo que siempre quise hacer, cubro todo el espectro del bienestar. Así puedo sacar partido de todo lo que he aprendido. Primero realicé estudios de cosmética en Londres, y allí aprendí también estilismo. Otra parte de mi formación tuvo lugar en Francia, y después trabajé en Alemania junto a Wally Suttmann, que tiene una escuela de asesoría de colores y estilos y trabaja con grandes multinacionales. Junto a ella desarrollé nuevas pautas para patrones de estilo y color. Hasta entonces, las mujeres iban a la tienda con sus muestras de colores y decían: ahora estamos en primavera, sólo puedo llevar estos tonos. Eso es horrible, desde luego, y nosotras lo cambiamos. Desarrollamos unos patrones de estilo que comprendían varios colores y transmitimos nuestros conocimientos a las mujeres mediante cursos.
– Patrón de estilo… ¿qué significa eso exactamente? -preguntó Elena.
– Una mujer, o un hombre también -miró a Costa-, puede vestirse favorecedoramente o equivocarse por completo. Sin embargo, si uno está dispuesto a aprender algo sobre sí mismo, puede orientarse mediante uno de esos patrones de estilo. Cuando uno encuentra su tipología, es evidente que también se siente psicológicamente mejor. Se mira en el espejo y piensa: sí, soy yo.
– ¿Podría ponerme un ejemplo? ¿Cómo fue con Ingrid Scholl?
Elena escuchaba con atención. Costa, que hacía rato que se había desviado del tema, intentó con ese giro volver a encauzar la conversación sin resultar demasiado descortés.
– Ingrid Scholl es un buen ejemplo. Al ser muy esbelta, no debía vestir modelos que la hicieran parecer más delgada todavía. Cuando llegó aquí, llevaba vestidos con rayas verticales. Eso no era nada favorecedor para ella. Se dejó ayudar y comprendió que le sentaban mejor los vestidos con estampados amplios y tonos cálidos.
– ¿Y sus demás pacientes a qué tipología pertenecen? Erika Brendel y Franziska Haitinger, por ejemplo.
Era evidente que Martina Kluge se alegraba por el interés que mostraba Elena.
– Franziska va a comprar con el patrón de color. Es de tipología más bien clásica. Le aconsejé que dejara de aclararse el pelo y que volviera a adoptar su color natural. A la gente morena de su tipología le sientan bien los colores claros y cálidos. Sólo pone una nota de verde con los accesorios, para realzar sus ojos. Y Erika Brendel es muy rubia, de una tipología despierta y nervuda. Lleva un look ibicenco, de manera que va siempre con vestidos largos y holgados. Éste es el mejor lugar del mundo para encontrar esa ropa. Le encantan los colores vivos y tiene una imaginación muy vivaz que intenta trasladar también a su vida cotidiana. Eso se nota en su forma de vestir. Su lema es: «¡Vive al día!».
Costa se extrañó que todavía hablara de las víctimas en presente.
Elena le preguntó si sabía cuándo había muerto Erika Brendel. Como Martina Kluge respondió que sí, la teniente quiso saber dónde se encontraba ella en aquel momento.
A Costa le pareció un poco brusca, pero ya que lo había preguntado, observó a Martina con atención. La joven permaneció afable y respondió con total despreocupación que el domingo a las seis estuvo en casa de Erika Brendel. La señora Brendel la llamó, dijo, y le pidió que fuera a hablar con ella de su hijo. Había estado en Palma para intentar reconciliarse con él. Por lo visto, la nuera odiaba bastante a la suegra, lo cual había separado a madre e hijo.
– Eso entristecía mucho a Erika. Intenté animarla con un par de ejercicios de respiración y relajación. Ella sola hacía cinco tibetanos cada mañana, y le gustaba mucho que por la tarde yo fuera a hacer Qi Gong o yoga con ella. Estaba muy entusiasmada porque tenía la sensación de que por fin se había reconciliado de verdad con su hijo. Naturalmente, tenía miedo de que su nuera volviera a ponerlo en su contra. Yo quería librarla de esos pensamientos negativos. Hay que aceptar lo bueno sin pensar enseguida en lo malo. Le recordé también que se tomara puntualmente sus pastillas para la tensión. A ella le gustaba olvidárselas. Me fui de allí poco antes de las nueve de la noche. Todavía quería pasar a ver a Franziska Haitinger, porque después de la estancia en la cárcel no se encontraba del todo bien.
Todo encajaba. El propio Costa había hablado con Franziska Haitinger antes de que cogiera el avión para Alemania. Le preguntó a Martina si desde entonces había estado en contacto con la mujer, y ella contestó que no.
– Es nuestro deber comprobarlo todo -explicó Costa, disculpándose en cierta forma-. Por ejemplo, también queremos saber cuándo vio usted a la señora Schönbach por última vez.
– El jueves a las once y media estuve en su casa. Le di un masaje de puntos de presión, porque volvía a tener molestias en la espalda. Ese día tenía bastante dolor -dijo, compasiva.
– ¿Cuándo se marchó?
– A las doce y media. Esos masajes duran unos cuarenta y cinco minutos.
– ¿Y cómo salió?
– Arminé me había dado un mando a distancia para que pudiera abrir la verja y encerrar al perro en su caseta. También yo tengo un perro, Trini, pero no es un animal tan terrible.
Enarcó las cejas un poco y se encogió de hombros como para distanciarse de ese maltrato hacia los animales.
¿Diría ahora, para exculparse, que le había entregado el mando a distancia al conserje? Costa esperó con interés, pero no sucedió nada por el estilo.
– ¿Se tomó la señora Schönbach su desayuno antes o después de eso?
– Después.
– ¿Comió usted también algo con ella?
– Nunca como nada cuando trabajo.
Esa declaración confirmaba la suposición de Torres de que Arminé Schönbach había sido asesinada sobre las 22.00. A pesar de que Martina quedaba descartada como asesina, pues no habría podido salir de la casa sin mando a distancia, Costa le pidió de todas formas un par de cabellos. Le dijo que era su deber descartar a todos los sospechosos con un método lo más preciso posible. Martina Kluge, sin embargo, no necesitaba esa explicación, ya se estaba arrancando unos cuantos con toda naturalidad. Se los dio a Costa, que los guardó en un sobre. Mientras se levantaba, el capitán le hizo aún otra pregunta: si sabía poner inyecciones.
– Sí, eso también forma parte de mi trabajo, desde luego. Hago infiltraciones, y en el Hospital Universitario de Gante aprendí a sacar sangre y a aplicar inyecciones intravenosas e intramusculares. Los pacientes y los clientes dicen que tengo buena mano. -A pesar de que la grabadora estaba en marcha, Elena iba tomando notas, lo cual a Costa le pareció exagerado. Al lado de la joven terapeuta, la teniente parecía bastante adusta-. La verdad es que tuve dónde practicar. Mi padre era diabético y yo tenía que ayudarle a pincharse insulina, mi madre no podía.
– ¿Cuántos años tenía usted? -preguntó Elena sin una pizca de compasión.
– Diez, creo. Pero a mí no me importaba -dijo la joven, sonriendo.
– ¿Qué quiere decir eso de infiltraciones? -quiso saber Costa.
– Es lo que hago aquí, en el centro de belleza. -Martina señaló a la camilla de su sala de tratamientos-. Hay muchas mujeres, sobre todo las jóvenes, que no quieren o no tienen por qué someterse directamente al bisturí, y primero se rellenan o se tensan la piel con infiltraciones. Aun así, es un tratamiento que tiene que seguirse con asiduidad, es decir, que hay que volver a infiltrarse al cabo de cierto tiempo. Cada seis meses más o menos.
Costa le preguntó sin rodeos a Martina Kluge qué opinión le merecía el doctor Schönbach. Ella lo miró con los ojos muy abiertos. Él le sostuvo un momento la mirada, pero después sintió el enfado de ella. Naturalmente, no tenía ni derecho ni motivo para preguntar eso.