Выбрать главу

A Costa le dio la impresión de que ya no iban a sacar nada más de la masajista, y él, que cada vez estaba más impaciente por Karin, quería volver enseguida a la fiesta de la matanza. Se levantó y le dio las gracias a la joven. Elena guardó la grabadora y se despidió de Martina con una cabezada.

Costa llevó a Elena hasta Jesús, donde había dejado su moto. Le dijo que en la vida se habría atrevido a soñar las cosas por las que se preocupaban las mujeres. La teniente le lanzó una mirada de escepticismo que le molestó tanto que añadió:

– A mí me parece muy sensible y simpática.

– O es como un témpano de hielo o está loca -repuso Elena con sequedad, sin mirarlo.

– ¿Te parece una locura dedicar la vida a los demás? -protestó Costa.

Ella miraba por la ventanilla con indiferencia.

– Necesita la energía de los demás para existir. A mí me parece más bien un parásito o un vampiro: obtiene toda su energía del exterior.

– ¿Qué vida no obtiene su energía del exterior? -masculló Costa, molesto.

¿Qué le pasaba a Elena? Nunca la había visto así.

– La mía.

La respuesta fue tan sucinta y brusca que Costa creyó que había oído mal.

La verdad es que él no había querido referirse a la vida de su compañera. Siguió conduciendo en silencio hacia Bon Lloc.

Cuando Elena bajó del coche, dijo:

– A mí me ha parecido una muerta viviente.

Costa se quedó boquiabierto. Tener a una mujer en el equipo ya era bastante difícil, pero que además esa mujer fuera celosa y se formara unos juicios tan equivocados era ya demasiado.

Cuando subió en la oscuridad por la colina que llevaba a la finca de El Cubano, vio desde lejos el resplandor de las luces. Había música y risas por todas partes. Oyó la voz penetrante de Yldelisa y las rítmicas palmas que la acompañaban. Sólo en las fiestas de los isleños se oían las castañuelas ibicencas. Eran el doble de grandes que las españolas y se utilizaban como instrumento principal en la música tradicional de la isla.

Costa dejó el coche en el borde del camino porque el descampado, entretanto, se había llenado del todo. Reinaba una intensa actividad en el lugar. Las hogueras arrojaban una luz titilante sobre los grupos y las parejas que comían, bebían o bailaban. Costa calculó que debía de haber unos ciento cincuenta invitados. «Ciento cincuenta parientes», pensó. Viejos y niños, matrimonios, divorciados, recién enamorados, amigos que tramaban intrigas o ponían fin a rencillas.

En la sombra del granero donde habían sacrificado a los cerdos, vio al hijo de dieciocho años de Rafel, Pere, con una joven belleza. En la escalera de la entrada de la casa principal, El Cubano estaba con Matares y Roca Ribas, el abogado de Schönbach y otra persona a quien Costa no reconoció en un primer momento. ¿Franco Segundo? Sí, lo había visto bien. ¿Qué hacía allí el fiscal? ¡Pero si no estaba emparentado con nadie!

Alguien exclamó su nombre y Costa se volvió. La vieja Catalina le hacía señales para que se acercara. Algunos de los invitados se habían reunido alrededor de la larga mesa y daban palmas al ritmo de los crudos acordes de una guitarra.

Costa se coló hasta la primera fila. Ya no quedaba sopa ni arroz de la matanza, lo habían recogido todo y Karin bailaba descalza sobre la mesa, alentada por Josefa, que la dirigía con gestos grandilocuentes y los «¡Ea! ¡Ea!» de su voz ronca. Karin bailaba como Costa había visto bailar de pequeño a las gitanas. El sol le había dejado muy morenos el rostro y los brazos a lo largo del día. Sus piernas esbeltas y musculosas relucían broncíneas. Karin se volvió y echó la cabeza hacia atrás mientras la voz áspera de la cantante relataba las penas de la mujer abandonada cuyo amante se marchó con los piratas y de quien nunca había vuelto a oír hablar.

Catalina le dio a Costa una garrafa y un vaso, pero él bebió el vino a morro, le pasó la garrafa a Mateo, tosiendo y sonriendo, y se unió a las palmas. Se alegraba de ver a Karin tan entregada. No podía apartar los ojos de ella, adoraba esa expresión de su rostro. La nostalgia que tan a menudo sentía por sus primeros días como amantes se transformó en la certeza de que pasaría la noche con ella.

Karin lo había visto entre el público. La canción todavía no había terminado, pero ella bajó de la mesa, tomó su rostro con ambas manos y lo besó. Costa la agarró de la cintura y se la llevó consigo. Al hacerlo, se topó con la mirada de El Obispo. ¿Era reproche eso que había en sus ojos? ¿Había vuelto a transgredir alguna ley de la familia?

Karin soltó una risita achispada cuando él se dejó caer con ella sobre un montón de paja.

– Esta es la noche de los deseos -le susurró al oído.

Cerró los ojos y sintió el aliento de ella:

– Te quiero, te quiero.

Costa nunca se cansaba de oír esa canción eterna. Empezó a cubrir de besos los brazos de Karin, pero entonces alguien le dio unas palmadas en el hombro. Se volvió de golpe y vio el rostro risueño de El Obispo, que le pasaba un teléfono.

– Tienen al DJ -dijo-. El Surfista quiere hablar urgentemente contigo.

Era su catástrofe personal. Ni él mismo sabía por qué seguía dejándose hacer eso. El dolor de tener que volver a abandonar a Karin lo abrasaba como el fuego. Sin embargo, ella estaba tan eufórica que esta vez pareció no darse cuenta.

Capítulo 22

El Surfista esperaba a la entrada de Privilege. Costa detuvo el coche, lo hizo subir y recorrieron juntos el gigantesco terreno en el que durante la temporada aparcaban miles de coches y motos.

– Ya tengo el resultado. Las huellas dactilares de la verja son del DJ de Privilege.

– ¿Qué clase de tipo es? -preguntó Costa.

– Un tío guapo. Como DJ es la leche, pero está zumbado. Participa en luchas en jaula.

– ¿Y eso qué es?

– Lucha libre en jaulas. Un espectáculo de pelea en el que todo está permitido.

Costa pensó enseguida que entonces a lo mejor también se atrevía con perros agresivos.

– Pues vamos a ver qué cara tiene.

El capitán se dirigió hacia la entrada; por primera vez iba a ver ese famoso club.

El Surfista lo guió por el interior de aquella inmensa construcción de cristal y acero que parecía un ovni gigantesco. Sus pasos resonaban en el suelo de acero mientras recorrían la gran sala vacía hasta la barra.

– Allí detrás. El del medio -le susurró.

Costa vio a un joven musculoso y entrenado. Estaba muy moreno y llevaba una cresta en el pelo. Cuando el DJ se volvió, vio sus ojos gris oscuro. Una mirada despierta, calculadora. Le ofreció la mano con una sonrisa agradable.

– Me han dicho que quieres saber algo sobre Arminé -dijo; luego se besó la uña del pulgar y se santiguó.

Costa asintió. De manera que El Surfista ya lo había preparado. Correspondió a la sonrisa y dijo que cualquier información le sería útil. El DJ les preguntó qué querían beber y les aconsejó un Roederer seco. Costa no quería nada, pero El Surfista se quedó tan indeciso que la copa ya estaba servida antes de que pudiera decir que no. Sacaron la botella, el corcho saltó, la copa se llenó de espuma y el barman le echó al DJ, además, un cubito de hielo. Este brindó a la salud de Costa, dio un pequeño sorbo y miró un momento al frente, meditabundo… Una chica vestida con una falda de látex indecentemente corta, medias de rejilla amplia y botas altas recorrió la sala con indiferencia, como un fantasma. El eco de sus tacones metálicos resonó por encima de ellos e interrumpió unos instantes la conversación. Se subió a un escenario, a una señal suya empezó a sonar música por el equipo y la chica se puso a cantar. A Costa le molestó.

– Está haciendo pruebas -dijo el DJ-. De sonido. Después voy a grabarla. -Costa asintió y el DJ continuó con voz quejumbrosa-: Arminé. Arminé. -Alzó los ojos y miró al capitán con seriedad-. Una de las mujeres más bellas y una de las mejores bailarinas. ¡Una mujer llena de deseo y de anhelo! Una mujer superinteligente, con auténtico feeling para la música. Aquí la mayoría se dejan los oídos fuera y menean el culo. Pero ella se transformaba en un acorde, ¡en una cascada de sonidos! ¡Yeah, baby, toda ella se convertía en melodía y ritmo! -Miró a Costa con un rostro deslumbrante-. Siempre que venía me fijaba en ella.