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– ¿Venía muy a menudo?

– Como cada dos semanas. Entre la una y las dos, cuando yo empiezo a trabajar. Ya me lo conozco, es lo de siempre.

– ¿A qué se refiere?

– A que el DJ es la estrella de la noche.

Costa quería regresar con Karin. Tenía que dar por concluido cuanto antes ese interrogatorio.

– ¿Los disc-jockeys tienen contrato fijo o les dan trabajo sólo de noche en noche?

El joven miró a Costa como si quisiera pegarle un puñetazo, pero después se volvió hacia la cantante y dijo:

– Ésa es Cindy Ann. -Enseñó sus dientes inmaculadamente blancos, se enjuagó la boca con el cava y le tendió la copa al barman, que volvió a llenársela-. El público espera al DJ con impaciencia -dijo-. La noche de closing, el highlight absoluto de la temporada, veinte mil personas pasan por estas salas. ¡El Privilege es la discoteca más grande del mundo! Incluso aparecemos en El libro Guinness de los récords: atascos de hasta cinco kilómetros e interminables colas de personas ante las entradas. ¡Yeah, tío! La gente empieza a hacer cola a las nueve para poder entrar a medianoche. -Se echó a reír-, A las dos, recorro con mi Harley toda esa cola de coches de kilómetros de largo. Y entonces, llego y ¡empieza la fiesta! Es la hostia, es increíble, tío. ¡Podrías pasarte trescientos años bailando valses vieneses en un salón de Flensburg y no llegarías a la luna como aquí! -Rió de nuevo, y el barman también-. Ibiza es el Sodoma y Gomorra de los tiempos modernos. Durante dos meses al año, todo el mundo viene aquí a follar. Ésa es la verdad. Y el DJ es su encantador de serpientes. La gente quiere de mí que los lleve al éxtasis con mi música, que los haga llegar al orgasmo, a la aniquilación total. Quieren más, siempre más, no tienen voluntad propia, para ellos es como una droga. Pero también saben que, poco antes de que se vengan abajo, iré otra vez a su rescate. En ese momento se siente poder, tío. Un poder absoluto. -Y le dio un golpe a Costa en el pecho.

El Surfista asintió como dándole la razón.

– ¿Cómo conoció a Arminé? -preguntó Costa para hacerlo volver a la realidad.

– Ahora iba a explicarlo -dijo-, ¿o prefieres explicarlo tú?

– No, no -masculló Costa, y lanzó una mirada de reojo a Cindy Ann.

– Pues eso. Lo primero que hago es controlar la sala desde mi sitio, registro quién ha venido y con quién. Todo. Eso lo hago por el rabillo del ojo, ¿me pillas? No miro directamente. Y, una noche, allí estaba ella. Yo sé quién baila bien y quién se deja llevar por los demás. Para ésos es para quienes pongo la música, a ésos los ilumino. Enseguida vi que Arminé era una bailarina fantástica. Los babosos se pirran por esas mujeres, y la pista se llena de golpe. Las chicas se ponen celosas, porque todas creen que ellas son la reina de la noche. Eso da emoción, da electricidad.

– ¿Habló con Arminé por el altavoz?

Por las veces que había ido a bailar de joven, Costa sabía que eso se hacía. Siempre había envidiado a los músicos por ello. Se acercaban al micrófono y se ponían a hablarles a las chicas guapas.

– No le hice ningún caso -siguió explicando el DJ-. Las mujeres no quieren a un hombre servil. Una mujer tan bella y tan fuerte como Arminé desprecia a todo el que le muestra su sebosa adoración. Una mujer como Arminé lo que quiere es al animal que el hombre lleva dentro. Y no es simplemente una forma de hablar. Ahí hay una realidad muy profunda. Los hombres débiles estáis muy bien, pero vais todos por mal camino. Lo que todavía no habéis pillado es que las mujeres deciden a qué hombre permiten que las elija. -Soltó una carcajada-. Pero sólo eligen al hombre que no deja que decidan por él. Ése es el juego. Como una corrida de toros, ¿entiendes?

– ¿De manera que no tuvo usted ningún contacto con ella?

– Al contrario. Desde el principio estuve por ella. Y ella por mí.

Ese hombre hablaba sin ton ni son, como un energúmeno. Pero ¿de qué quería distraer la atención?

– ¡Quieren algo tangible, tío! Pero lo importante no es llegar a su cuerpo, sino a su mente. Ella quería que fuera tras ella, y yo le seguí el juego. Creía que ya me tenía, pero en eso se equivocó. La rechacé.

Costa no entendía nada.

– ¿Cómo hizo eso?

– Le dije que sería yo el que decidiera el momento. Sabía que eso la pondría caliente, ¿entiendes? La dejé ahí plantada, fría como el hielo, pero sabía que había ganado y que sería mía.

Mientras hablaba, el DJ iba bailando de aquí para allá con los movimientos de un boxeador. Estaba claro que tenía experiencia en la lucha. Costa sabía que podía ser peligroso presionarlo demasiado.

– De acuerdo. Entonces, ¿cómo sucedió?

– Ella me dio su tarjeta de visita y me invitó a su casa. Quería…

– ¿Qué quería?

– A un tío de verdad.

– ¿Cuándo fue eso?

– En la closing party, el sábado de la semana pasada. Puse Purple Rain y ella bailó. Cuando entró en calor, le dio al body su tarjeta de visita con el mensaje de que me esperaba allí. Él me la trajo al púlpito.

El DJ señaló a la cabina que había en el centro de la sala. Estaba unida a las pistas por pasarelas de plexiglás y equipada con una mesa de mezclas y torres de reproductores de CD.

– ¿Se acercó ella también después?

– No, se marchó. Se fue de esa forma en que se van las mujeres cuando están listas.

– ¿Listas para qué?

– Para el sexo.

– ¿Y cuándo tuvo relaciones sexuales con ella?

– No las tuve.

Aquel asunto tenía pinta de acabar como una de esas típicas historias: la mujer se permite flirtear un poco, el tío lo entiende como una invitación, ella lo rechaza, él la viola y luego la mata. Lo primero que tenía que conseguir Costa era que el DJ admitiera haber estado en la villa. De pronto, sin previo aviso, sacó el guante y lo sostuvo en alto.

– ¿Esto es suyo?

El DJ le echó un vistazo.

– Claro. Me lo arrancó ese perro de mierda.

– ¿Cuándo fue eso?

El chico dudó un momento y Costa arremetió contra éclass="underline"

– Yo puedo decírselo. La noche de la discoteca no podía marcharse porque tenía que trabajar, pero durante la semana siguiente llamó usted varias veces a Arminé Schönbach. Le dieron el mensaje de que no se encontraba en casa, pero usted no pensaba dejarse disuadir. A fin de cuentas, ella todavía le debía la respuesta a una importante pregunta, ¿cierto?

El DJ no respondió enseguida, así que Costa le gritó:

– ¿Cierto? -Se miraron a los ojos con frialdad. En voz baja y forzada, Costa siguió presionando-: De manera que el jueves se acercó usted hasta allí, saltó las dos verjas, consiguió entrar en la casa y ¡le hizo esa pregunta tan fundamental!

El DJ seguía mirándolo fijamente. Sus ojos entornados se convirtieron en dos ranuras. El capitán pensó que a lo mejor estaba delante de un loco. Cambió sin pensarlo la posición de sus pies.

– Bueno, ¿y? -preguntó el DJ, arrastrando la última letra. Costa notó que El Surfista se movía de aquí para allá, nervioso-. ¿Qué pregunta es ésa en la que estás pensando? -inquirió el DJ en voz peligrosamente baja.

Costa intentó sorprenderlo con su sonrisa a lo Terence Hill, la que había practicado tantas veces de joven ante el espejo, y dijo:

– Cómo quería hacerlo. -Rió-: Sólo que… ¡ella no quería hacerlo! Y entonces la mató.