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El caso estaba cerrado. Costa esperó con ansia la respuesta.

– El jueves a mediodía estuve allí, a eso de las doce y media, es verdad. Y también es verdad que quise saltar la verja porque ella no me abría. Pero entonces apareció esa bestia de perro de pelea que se abalanzó sobre mí y me arrancó el guante. Volví a saltar fuera y me largué.

– ¿Por qué quiso saltar la verja en primer lugar, si había un perro tan peligroso?

– Al principio no estaba. Lo soltó ella.

– ¿Y dónde estaba?

– En su caseta. De pronto se oyó cómo se abrían las rejas y vino disparado.

No era nuevo para Costa que a alguien se le ocurriera la idea de reubicar en el tiempo un hecho que sí había tenido lugar para poder ofrecer una descripción detallada y verosímil.

– Está bien -dijo-, eso me lo aclara todo. No va usted detrás de las mujeres, no les hace ningún caso, sólo se mete en las casetas de perros agresivos para estar más cerca de su enamorada.

– Con ninguna de esas dos cosas tengo problemas. -El DJ le dirigió a Costa una mirada desafiante-. Pero tú debes de ser justamente lo contrario. Te cagas en los pantalones delante de un perro violento y escondes la cola ante tu enamorada. ¿Me equivoco?

Costa no se dejó provocar.

– O sea que se largó. Pero después regresó. ¿No es cierto?

– No. No es cierto. Me fui a la playa, a Cala d'Hort, y lo primero que hice fue darme un baño. ¡Estaba hasta arriba, ¿vale?! Y tampoco volví después de eso. Preferí llamarla por teléfono para preguntarle por qué me había invitado y luego no había querido abrirme. No me van esos jueguecitos. Si una mujer no sabe lo que quiere, por mí ya se puede ir a la mierda.

Costa puso la directa:

– ¿Dónde estuvo usted el jueves cuatro de octubre a las diez de la noche? Si no puede responderme, me lo llevo detenido en este mismo momento.

El DJ se lo quedó mirando un momento.

– Tío, qué mal estás. -Volvió a coger aire y luego, susurrando, dijo-: A esa hora precisamente tenía una pelea en jaula, en los contenedores. Aquí está el número del organizador. -Se sacó una tarjeta de visita del bolsillo y se la dio a Costa, que se la pasó a El Surfista.

– Hemos encontrado rastros en la casa y tenemos que hacer un test de ADN. Para eso necesitamos un par de cabellos. Si está dispuesto a entregarlos libremente, no tendremos que…

El DJ se arrancó un pelo del pecho y se lo dio a El Surfista con una sonrisa sarcástica, como dándole a entender que él era un blandengue lampiño.

El Surfista guardó el vello en su cuaderno de notas y dijo con sequedad:

– Con eso no basta.

El DJ se arrancó un par de pelos de la cabeza y se los metió a El Surfista en el sobre.

– Que te den -le dijo.

– ¿Conoce al doctor Schönbach, el marido de Arminé? -preguntó Costa.

El DJ dijo que no, y Costa le hizo una señal a El Surfista para comunicarle que ya habían terminado.

Cuando llegaron al coche, le dio la zapatilla de deporte con las manchas de pintura azul y los sobres con las muestras de cabellos de Arminé y Martina Kluge. Tenía que enviarlas a Barcelona en el primer avión junto con las demás pruebas que había recogido en el lugar de los hechos.

Costa volvió a hacer hincapié en lo importante que era, ya que quien hubiera humedecido el sobre de la carta de despedida tenía que ser el asesino.

Pensó un momento en volver a la fiesta de El Cubano, pero decidió que mejor se iba ya a la cama.

Capítulo 23

Cuando sonó el despertador, a las cinco de la mañana siguiente, Costa no sabía dónde estaba. Recordaba con vaguedad que quería llamar a El Surfista para asegurarse de que se iba a Barcelona con las muestras. Lo encontró de camino al aeropuerto. El joven le dijo que el DJ estaba emitiendo en esos momentos en directo por Radio Ibiza.

Costa le preguntó dónde podía encontrar exactamente su informe y la carta de despedida de Arminé Schönbach. El Surfista había dejado las copias en el último cajón de su escritorio.

Ese lunes llegó al puesto principal antes que nadie. El ambiente del despacho estaba cargado, nadie había abierto la ventana en su ausencia. Costa se acercó un momento a la cocinilla y se sirvió del termo de café que había sobrado del viernes. En los cajones del escritorio de El Surfista encontró las copias del informe y de la carta de despedida de Arminé Schönbach.

Cuando la tuvo delante, se quedó de piedra. ¡Era la carta que había visto en el álbum de fotos de Arminé! Recordaba todavía perfectamente esas frases. En ella decía que se iba para siempre, pero que no quería hacer daño a nadie. No iba dirigida a ningún destinatario en particular y estaba firmada con un «Arminé».

¿Le habría obligado el asesino a volver a escribir esas líneas o simplemente había sacado del álbum la vieja carta? En todo caso, ya debía de conocer su existencia. La mujer se le había enseñado a Costa en su primer encuentro. ¿Por qué no iba a saber también el DJ que existía? ¿Quién más podría haberlo sabido? ¿El conserje y su mujer? Pero tenían coartada. ¿Martina Kluge? Arminé la había descrito como una amiga, lo cual hablaba a favor de la posibilidad de que conociera la carta. Sin embargo, Martina estaba descartada durante las horas del crimen. Sólo quedaba el doctor Schönbach.

Costa llamó al conserje y le pidió que pintara un trozo de madera con aquella pintura azul y que lo dejara secándose en la terraza. Más tarde pasaría por allí a echarle un vistazo.

Carmen García le trajo un café recién hecho y un bocadillo. Todavía estaba preocupada por la llamada de Arminé Schönbach. Costa la tranquilizó y le dijo que de todas formas no habría cambiado nada.

A las diez en punto apareció Elena y preguntó si podían empezar ya con la reunión, pero Costa quería esperar a El Obispo, que tras la larga noche de fiesta seguro que se retrasaría un poco.

En la matanza había quedado demostrada la desfachatez con que El Cubano intentaba ejercer su influencia sobre Costa a través de Rafel. Nada más oír sus primeras palabras, se había dado cuenta de lo mucho que sentiría que El Obispo saliera del equipo. Sabía que Rafel no se ponía de parte de nadie ni se dejaba comprar, pero ese comentario de que «la familia cuenta más que nada en el mundo» resonaba con claridad en su memoria.

Eran las diez y cuarto cuando el fornido cuerpo de El Obispo apareció por la puerta. Puso su termo sobre la mesa y se repantingó en una silla con un gemido. «Parece que va a tener dificultades para seguir la reunión», pensó Costa, pero se alegró de que se hubiera dejado caer por allí. De todas formas, no había mucho que discutir.

Elena informó de que todavía no había logrado dar con Weber. Este se había ido del Royal Plaza el jueves anterior, seguramente a algún otro hotel. La teniente esperaba que no se hubiera instalado en la casa particular de ningún amigo, porque entonces tardarían mucho más en encontrarlo. En caso de que se hubiera marchado ya, iría al Elephante a comprobar todos los tiques de las cuentas.

En el caso del asesinato de Ingrid Scholl, el resultado del examen toxicológico especial había dado positivo. Las veinte pastillas de digoxina cuya ausencia había advertido El Obispo le habían servido al asesino para dejarla en un estado tal que no pudiera defenderse antes de atacarla brutalmente con los espetones. Era una pregunta que tendría que contestar Grone. Había comenzado su cuenta atrás.

En cuanto al caso de Erika Brendel, no había fallecido de muerte natural, como en un principio parecía. Se había tomado cuarenta dosis de su medicación, Tenormin 100, que contenía atenolol como sustancia activa. Costa dudaba que se tratara de un suicidio, pero no disponía de ninguna prueba. En el fondo, ahora todo dependía del resultado de la misión de El Surfista.

Por tanto, el capitán aprovechó la ocasión para ir a ver a su superior e informarle acerca de su viaje a Bruselas.