Выбрать главу

El comandante, sin embargo, estaba más interesado por la fiesta de la matanza de El Cubano, lo cual le puso a Costa más fácil aún obviar la mención a los asesinatos.

Al terminar, cogió el coche y se fue a la villa de los Schönbach. Quería echarle un vistazo al álbum de fotos de Arminé y comprobar también si la muestra de pintura del conserje se había secado ya.

Cuando estuvo ante la verja, el perro arremetió como un loco contra los barrotes. Poco después sonó la campana que encerraba a la fiera en su perrera. Con el animal a buen recaudo, la verja se abrió y Costa pudo entrar.

El conserje le dijo que el doctor Schönbach se había marchado a Múnich esa misma mañana, muy decepcionado y triste porque el entierro que con tanto cuidado había preparado para su mujer no podría tener lugar a causa de la incautación del cuerpo.

Costa salió a la terraza. Por un momento se detuvo en el cálido sol y le dio la sensación de que algo se movía detrás de él. Se volvió, despacio, pero allí no había nadie. Subió la escalera que llevaba a la biblioteca y buscó el lugar de la estantería del que Arminé Schönbach había sacado el álbum. Su mirada paseaba por los lomos de los libros cuando le sonó el móvil.

Era El Obispo, que le informaba de que la coartada del DJ era irrebatible. La noche de la muerte de Arminé había participado, ciertamente, en una pelea en jaula que había tenido lugar en un local de la terminal de contenedores del puerto. El local pertenecía a la empresa de importación-exportación Ibicosa, que tenía el monopolio del abastecimiento de supermercados. Carlos Matares era dueño de parte de la empresa. En las peleas en jaula se apostaba por la victoria o la derrota como en las peleas de gallos o de perros. Y con ello el organizador, Cardones, se llevaba una buena tajada de la cual entregaba una parte a El Cubano.

Costa nunca había oído hablar de esas peleas. Tal como las describía El Obispo, la lucha debía de tener lugar en una jaula cerrada. Una vez los participantes quedaban encerrados en ella, peleaban sin ninguna interrupción. Una lucha sin reglas en la que todo estaba permitido. No hacía falta ninguna táctica, pero sí un elevado control del cuerpo y de los sentidos. La frontera entre la vida y la muerte dependía tan sólo del buen juicio de los dos contrincantes.

Costa le dio las gracias y descartó al DJ como posible asesino.

Se apoyó contra el pasamanos de la biblioteca y miró por la ventana. Schönbach era ya el único sospechoso.

A lo lejos el calor se estremecía, pero en el interior de la casa la temperatura era fresca y agradable. Costa vio un destello en el horizonte y reconoció al cabo de un rato el Mazda plateado de Martina Kluge. El perro seguía en la caseta. La joven se acercó y tocó la bocina. La puerta se abrió y ella atravesó la entrada. Bajó del coche y le gritó algo al conserje, que desapareció enseguida en su casa. Cuando volvió a salir, le dio algo. Debía de ser el mando a distancia para la caseta del perro, ya que la masajista cerró la verja interior y dejó salir al animal. Después se dirigió a la entrada de la casa principal. Costa oyó pasos y la observó desde la galería.

La joven pasó junto al piano de cola dejando resbalar la mano por su negra superficie esmaltada, después torció hacia la derecha, hacia el secreter de palo de rosa junto al que se encontraba la papelera en la que Costa había hallado el sobre con la carta de despedida. La masajista se quedó mirando el secreter como si quisiera abrir alguno de los numerosos cajoncitos, pero después se volvió hacia la izquierda, dio dos pasos y se quedó de pie delante de la papelera. La miró largo rato, se inclinó y metió la mano dentro.«¿Busca el sobre?», se preguntó Costa.

No sacó nada, volvió a erguirse y salió despacio a la terraza. Se detuvo en el puente y pareció hundirse en la contemplación de la roca sagrada de Es Vedrà.

Cuando Costa salió de las sombras de la sala a la terraza y ella lo vio, se llevó la mano a la frente desacostumbradamente despacio para protegerse los ojos del sol. Después se levantó la amplia falda de color claro, echó el pie derecho hacia atrás e hizo una pequeña reverencia, como una bailarina. ¿Qué quería decir eso? ¿Quería inclinarse ante él como si fuera un espectador en el mismo lugar en el que la bella Arminé se había quitado la vida? Entonces recordó el comentario de Elena, que había dicho que estaba loca.

Martina Kluge se acercó a Costa como a cámara lenta. Cuando llegó hasta donde estaba el capitán, le dio la mano y le preguntó si también a él le parecía que hacía mucho calor. Estaban a treinta grados a la sombra y el cielo relucía, azul, salvo por unas pequeñas nubecillas. Costa asintió y preguntó si buscaba algo.

La joven ladeó la cabeza y sonrió:

– ¿Y usted?

– Me estaba preguntando si da tiempo a ir a Múnich entre las doce de la noche y las nueve de la mañana siguiente. Ella se encogió de hombros.

– ¿Si uno es piloto y tiene un avión? -Miró por toda la sala con hastío, como si buscara un nuevo objeto digno de su interés.

– ¿Qué busca?

La muchacha volvió a ofrecerle una leve sonrisa.

– El sobre.

Costa se quedó perplejo. ¿Cómo es que había dicho eso?

– ¿Dónde esperaba encontrarlo?

– ¿No dijo usted ayer que estaba en la papelera de al lado del secreter?

Costa no recordaba haber hablado de eso con ella. ¿Se estaba echando un farol, o era él quien se equivocaba? De todas formas, no dejó que percibiera sus dudas.

– Cierto. Pero me lo llevé.

La masajista asintió.

– Porque ella lo había lamido.

¿Qué quería decir? ¿Que el asesino era una mujer? ¿O que había sido la propia Arminé Schönbach?

– ¿Qué quiere decir con «ella»?

La chica se encogió de hombros despreocupadamente.

– La persona que lo hizo.

Lo miró fijamente. Sus ojos eran de un verde insólito. Su piel clara hacía pensar que nunca tomaba el sol. Tenía los labios rojos, aunque no llevaba pintalabios. Era un tipo de persona totalmente diferente a Arminé, pero no menos bella. La diferencia consistía en que Martina parecía difuminarse cuando uno estaba con ella, mientras que Arminé ganaba cada vez más sustancia. A Costa le pasó por la cabeza que un hombre inseguro tendría con Martina la sensación de perderse él mismo, mientras que con Arminé tendría miedo a ser atropellado o engullido. ¿Tenía Martina vida propia, o se dedicaba a vivir las existencias de todas esas mujeres a quienes les leía el futuro o el pasado con sus cartas? Comprendió entonces lo mucho que debía de gustarles a la señora Scholl y a la señora Brendel. Sobre todo a Erika Brendel, que sabía perfectamente lo que quería y a quien le parecía fantástico que siempre cumplieran sus deseos.

Martina seguía de pie frente a él como si esperara la respuesta a una pregunta. Costa volvió a percibir aquel aroma a menta. Ninguno de los dos dijo nada, pero él se sentía relajado y tranquilo. Habría podido pasarse horas así, junto a ella, si el silencio no hubiese quedado interrumpido por la melodía de su móvil. Era El Surfista, que acababa de recibir los resultados de los análisis. Costa le hizo un gesto a Martina, disculpándose, y se apartó un poco.

– Primero las pruebas de la sangre y los tejidos de Arminé Schönbach -dijo El Surfista, y preguntó si quería que se lo leyera o si se lo resumía con sus propias palabras. Costa le pidió esto último. Ya vería más tarde el expediente-. Bien, pues es lo siguiente: la pregunta era si a la señora Schönbach la habían sedado antes, ¿cierto?

Costa dijo que sí.

– Vale, pues los chicos han buscado barbitúricos o algún otro medio de sedación. Resultado: cero.

Costa se sintió abatido. También Torres había mencionado esa posibilidad durante su juego mental y le había pronosticado un problema. La rozadura del pie era demasiado débil como prueba.

– ¿No han encontrado nada? -preguntó Costa, malhumorado.