– Nada de nada. Cero.
Por lo visto, eso a El Surfista le hacía gracia.
– ¡Pero si tenía un pinchazo de aguja!
– Correcto, pero por lo visto no le inyectaron nada.
– ¿Has hablado en persona con el profesor Iglesias?
Costa no pensaba rendirse tan pronto.
– He hablado con él. La única explicación sería que le hubieran inyectado una sustancia que al cabo de una o dos horas se diluyera por sí sola en la sangre sin dejar ningún rastro. Pero, en ese caso, el asesino tendría que haber sido un especialista. Un AA, como los llamábamos en la academia.
Costa se puso nervioso.
– ¿Un qué?
– Un Asesino Artista. Alguien a quien sólo puede atraparse por casualidad. Como dijo De Quinces: «No existe genio tan grande que pueda estar seguro de que su gran plan transcurrirá sin imprevistos».
¿Qué decía de pronto de De Quinces? O estaba intentando distraerlo para que no le preguntara por otra cosa, o ya iba borracho. ¿Le gustaba tanto a su compañero volar a Barcelona porque allí podía «meterse» sin que nadie lo molestara? Costa lo increpó, pero después intentó calmarse de nuevo. Al fin y al cabo, todo el mundo tenía a algún loco en el trabajo.
El Surfista prosiguió con su informe, algo ofendido. Había otro dato, no obstante, que hacía suponer que la víctima había sido sedada antes del ahorcamiento. Cuando se ahorca a alguien completamente consciente, en el cuerpo y en la cabeza se liberan hormonas del estrés que pueden detectarse después de la muerte. Sin embargo, si la víctima ha sido anestesiada antes del ahorcamiento, sólo el cuerpo libera esas hormonas, pero no la cabeza. En la sangre del cuerpo de Arminé se habían encontrado hormonas del estrés; en la sangre de su cabeza, no. Puesto que no la habían dejado inconsciente con un golpe ni con ninguna sustancia que se pudiera rastrear, para el profesor Iglesias sólo había una explicación. Le habían inyectado en vena algún derivado del curare, como por ejemplo la d-tubocurarina, una sustancia que induce una parálisis respiratoria.
– ¿Eso de las hormonas del estrés tiene peso como prueba? ¿Ha dicho algo Iglesias?
– Absolutamente. También yo se lo he preguntado.
¡Entonces ya no había duda de que Arminé Schönbach había sido asesinada! Aquello demostraba que habían dejado inconsciente a Arminé y la habían arrastrado por el puente. Todo ello quedaría corroborado también por la comparación de las muestras de pintura, si resultaban ser iguales.
Todavía quedaba la cuestión de quién había humedecido el sobre de la carta.
– ¿Qué resultado ha dado el test de ADN? -preguntó Costa.
El Surfista balbució un poco, fue enumerando con ceremonia a todas las personas que habían dado negativo en el análisis comparativo: la víctima misma -un indicio más de que había sido un asesinato-, la pareja de conserjes, el DJ.
Mientras seguía al teléfono, Costa no hacía más que mirar de vez en cuando a Martina Kluge. Le resultaba bochornoso haber levantado la voz un par de veces mientras hablaba. En la enumeración de El Surfista todavía faltaba ella, pero Costa quería evitar pronunciar su nombre en su presencia.
– Teníamos a otros dos sospechosos más.
– Sí, el doctor Schönbach -dijo El Surfista-. Esa es la cuestión. La muestra de la secreción nasal se ha perdido, pero yo estoy convencido de que la entregué -aseguró-. En el Instituto no se lo explica nadie, es una auténtica mierda.
– ¿Quedó registrada la entrada de las muestras en el Instituto?
– Sí. Salvo la de la muestra del doctor Schönbach. Por eso les es tan difícil intentar localizarla ahora.
Costa sabía que todo quedaba siempre registrado. En ese sentido se trabajaba igual en España que en Prusia: sello y doble firma. ¡Qué descaro tenía ese chaval! ¿Dónde habría perdido el maldito pañuelo de papel de Schönbach? ¿No sería también él de esos que recibían una paga extra de manos de los principales sospechosos?
Costa hizo a un lado esas ideas.
– ¡Todavía nos queda una! -bramó-. ¡Hay una más!
Dirigió una mirada a Martina Kluge, que ahora seguro que lo tomaría por el típico soldado cabeza cuadrada, como su madre solía llamarlo cuando estaba en el ejército alemán.
– ¡Oye! ¿Oye? -exclamó. ¿Se había cortado la comunicación?
– Sí, un momento, los resultados de la…
Por lo visto El Surfista había entrado en un lugar sin cobertura.
– ¡Por el amor de Dios, todavía no me has nombrado a la última persona de la lista! -volvió a gritar casi Costa.
– Sí que las he nombrado a todas. ¿Quién me falta?
El capitán perdió la paciencia.
– ¡Martina Kluge, joder!
– Pero si ya la he dicho -repuso El Surfista-, ha dado negativo. No fue ella.
Costa ya tenía suficiente.
– Déjame enseguida el expediente en mi mesa, en cuanto llegues -dijo, y colgó.
Al darse la vuelta, Martina Kluge había desaparecido.
Salió fuera para repasarlo todo una vez más con tranquilidad. Arminé Schönbach se había echado en una de esas tumbonas y allí le habían inyectado una sustancia que la había dejado inconsciente. Posiblemente se trataba de un fármaco llamado d-tubocurarina, que paralizaba la respiración y no dejaba rastro. Eso apuntaba a Schönbach. Sólo un médico podía saber algo así, sólo un médico tenía acceso a un fármaco así. De todas formas, la sustancia ya no podía detectarse. Menos inteligente había sido el pinchazo en el brazo. Torres le había explicado que el pinchado de una aguja fina de insulina no se habría notado en absoluto. ¡Y lo de la pintura en los pies de la muerta, sin la cual Costa no habría obtenido el permiso para la autopsia! Habían levantado el cojín sobre el que habían dejado inconsciente a Arminé, habían arrastrado su cuerpo intentando llevarla hasta el puente y sus pies se habían rozado con el duro suelo, con lo que la víctima había perdido una zapatilla de deporte. Costa no sólo encontró rozaduras de arrastre en sus pies, también en el cojín de la tumbona.
Seguramente el asesino había atado de antemano la cuerda a la barandilla del puente, la había pasado por encima del arco de hierro, había hecho un lazo y se lo había echado al cuello a Arminé Schönbach. Después incorporó a la mujer, la apoyó contra la barandilla y la lanzó al vacío. Tiró al agua la zapatilla que se le había caído y se dirigió a la librería. Allí sacó la vieja carta de despedida del álbum, la metió en el sobre que había cogido del secreter, lo humedeció, lo cerró y lo dejó sobre el piano. Cierto que El Surfista había perdido el pañuelo de papel con la secreción nasal de Schönbach -o bien alguien lo había hecho desaparecer-, pero otro test de ADN les daría la prueba definitiva. De pronto, Costa lo vio claro. Schönbach conocía a la perfección los cuadros médicos de sus pacientes y los fármacos que usaban. Sabía que la señora Scholl padecía de insuficiencia cardíaca y que por eso tomaba digoxina todos los días. Sabía también que había hecho testamento a su favor, y sólo tenía que esperar una oportunidad para prepararle una sobredosis. Cómo lo había hecho, Costa todavía no lo tenía claro. Schönbach no arriesgaba lo más mínimo, ya que cualquier médico habría diagnosticado una muerte natural o, en el peor de los casos, un suicidio, como con la señora Brendel. El cirujano había tenido la mala suerte de que justo en el momento en que empezaba a notarse el efecto letal del fármaco, un loco había entrado a robar y había acabado matando a Ingrid Scholl de una forma brutal. Este último criminal era un aficionado que ni siquiera se había molestado en comprobar el contenido de la caja fuerte. Sin embargo, había tenido atareada a la policía, con cuya aparición Schönbach nunca tendría por qué haber contado. Costa se había planteado en un par de ocasiones la hipótesis de que Grone hubiera actuado a las órdenes de Schönbach, pero le faltaban pruebas. Entretanto, lo que sí tenía claro era que allí había dos mundos completamente irreconciliables: el mundo controlado y metódico del esteta y perfeccionista Schönbach, y el mundo crudo e impulsivo de Günter Grone. Sin embargo, esas dos personas jamás deberían haberse cruzado, a menos que todo hubiera salido mal.