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Schönbach se había encargado de la misma manera de Erika Brendel, de quien sabía que quería modificar su testamento. Por la idea que se había formado Costa de ella, dedujo que seguramente habría informado antes a Schönbach. El cirujano pasaba muchas veces por el centro de belleza. Era socio del negocio de Vista Mar y podía moverse por allí sin llamar la atención. Tal vez tuviera incluso llave de los apartamentos.

El propio Costa no había sido del todo inocente en la muerte de Arminé Schönbach. Le había explicado lo de la señora Scholl y lo de la señora Brendel, y se había dado buena cuenta de lo mucho que la afectaban esas noticias. Posiblemente la mujer recordó experiencias anteriores con Schönbach y de pronto comprendió cómo había sucedido todo. Costa sospechaba que Schönbach era uno de esos médicos que habían matado a numerosos pacientes de forma tan sutil que nadie había podido demostrar nada en su contra. Estaba convencido de que una comisión de investigación internacional encontraría más casos de ese estilo. Los brazos de Schönbach eran largos. Había operado también en Inglaterra, Irlanda, Escandinavia y alguna que otra vez en Estados Unidos.

Costa comprendió por qué de pronto Arminé había querido hablar con él. No podía perdonarse no haberle dado su número de móvil; a lo mejor aún seguiría viva. Probablemente había ido a ver a su marido y le había hablado de su visita. Sin duda, un intelecto como el de Schönbach se dio cuenta de inmediato de que su mujer estaba dudando, que estaba a punto de confesarse con ese policía al que ya le había explicado media vida junto a una taza de té. Schönbach tenía que actuar enseguida, seguramente voló el jueves por la tarde con un jet privado de Múnich a Ibiza, o a Mallorca, para encargarse del asunto antes de la medianoche. Costa cayó entonces en la cuenta de que todavía esperaba la respuesta de Protección Aérea. Se lo anotó para volver a insistirles. Schönbach no esperaría que nadie comprobase los vuelos privados. Además, ¿quién iba a pensar algo así? El caso de Arminé Schönbach había quedado registrado en el expediente como un suicidio y, de no haber sido por un viejo cabezota como el juez Montanyà, ya la habrían incinerado.

Costa estaba a punto de salir a la terraza para ir a buscar la madera que había pintado el conserje cuando lo interrumpió la melodía de su móvil.

Era Elena. Había logrado dar con Weber en el Hotel Las Brisas de Ibiza, en Cap Roig, en el noreste de la isla. Se hospedaba allí desde el jueves anterior con su novio, Dieter Möller, aquel homosexual de cuero negro con el que había estado en el Elephante la noche del asesinato de la señora Scholl. Como contable y asesor fiscal decente que era, conservaba a mano la cuenta del restaurante. El cargo se había producido a las 21.56. De modo que era más que imposible que Weber hubiese estado a las 22.00 en el Dome, ya que el trayecto entre el restaurante, en San Rafael, y las puertas del casco antiguo de Ibiza duraba como mínimo quince minutos.

– Weber se ha retractado de su declaración acto seguido. La coartada de Grone ha caído -dijo Elena para concluir su informe.

Costa le dio las gracias y le pidió que estuviera preparada para el interrogatorio de Grone. Consultó su reloj de muñeca y dijo:

– Puedo estar en la cárcel dentro de una hora.

¡Grone tendría que confesar!

En el salón, Costa volvió a subir los escalones de la biblioteca, esta vez encontró el álbum de fotos al primer golpe de vista y lo abrió justamente por la página de la instantánea en la que se veía a Arminé en Londres. El espacio de al lado estaba vacío. El asesino, por tanto, había utilizado aquella carta de despedida. Se lo había puesto fácil. Costa se llevó el álbum de fotos para que buscaran huellas dactilares en él.

El asesino era alguien con libre acceso a la casa, sin ninguna coartada para las diez de la noche del jueves y que sabía dónde guardaba esa carta Arminé. Todo acusaba al doctor Schönbach.

Después de interrogar a Grone, volaría a Múnich y se enfrentaría al cirujano en persona con sus nuevos descubrimientos. Costa decidió llamarlo en ese mismo momento.

Marcó el número de su consulta en Múnich. No estaba seguro de cómo reaccionaría Schönbach ante esa situación. Había tenido buenas experiencias preparando a los sospechosos para su aparición y quitándole importancia por teléfono a lo que se les venía encima. Es verdad que le anunciaría que quería hablar con él, pero al mismo tiempo lo tranquilizaría.

La secretaria lo hizo esperar un momento. ¡Una primera prueba! ¿Aceptaría Schönbach la llamada, o haría decir que no estaba?

No pasó mucho tiempo antes de que oyera la voz tranquila del cirujano, que lo saludó con afabilidad y le preguntó en qué podía ayudarle.

Costa le dijo que, si bien lo sentía mucho, el entierro que había sido preparado para el martes tendría que quedar aplazado de momento, pero que las investigaciones forenses habían corroborado la sospecha inicial de que su mujer había sido asesinada.

– Disculpe que tenga que comunicárselo por teléfono -añadió. Schönbach no repuso nada-. También llevo la investigación del asesinato de la señora Scholl, del que seguro que habrá oído hablar. En ambos casos estamos muy cerca de la solución. Creo que hoy mismo conseguiré una confesión, pero antes de ir al interrogatorio, me gustaría mucho aclarar un problema que me da vueltas por la cabeza.

– ¿De qué se trata? -La voz de Schönbach era cálida y amable.

– Todas las mujeres relacionadas con el caso del asesinato de la señora Scholl y de la señora Schönbach tenían una cosa en común. Le legaban a usted, doctor Schönbach, toda su fortuna. Los agentes de la ley estamos obligados a resolver esa clase de peculiaridades en todo caso de asesinato.

– Lo entiendo, lo entiendo -dijo Schönbach con su tono comprensivo-. A mí también me impresiona, pero por desgracia no tengo ninguna influencia respecto a quién nombran heredero mis pacientes. Algo así no es compatible con mi reputación como médico y, como no quiero ser yo el primero que dé la impresión de que sólo me importa el dinero de mis pacientes, he firmado un compromiso con mi notario para que ese tipo de legados sean donados de nuevo de manera inmediata.

– Comprendo -dijo Costa-. ¿Podría facilitarme el nombre del destinatario final?

– Antes de darle ningún nombre, quisiera comentar el asunto con mi abogado y con el interesado. ¿Le parece bien?

– ¿Qué significa eso en la práctica?

– Si quiere, puedo darle el teléfono de la notaría. Allí le confirmarán que digo la verdad. Por lo que se refiere al nombre, me gustaría consultarlo esta noche con la almohada. Pero, en realidad, esa información tampoco es indispensable para usted. Lo único que necesita saber es si tenía un motivo para matar a la señora Scholl y a mi propia esposa. ¿Lo he entendido bien?

Costa le dijo que sí, le dio las gracias y preguntó si, para facilitarlo todo un poco, podía decirle dónde había estado los días 26 de septiembre y 4 de octubre.

– Esos días tenía operación. Ahora mismo le paso con mi secretaria para que ella le dé la información exacta. Los nombres de mis pacientes, desde luego, no podré ofrecérselos, para eso necesitaríamos una orden judicial.

Costa se sintió disgustado por los cambiantes estados de ánimo a los que se veía expuesto en presencia de ese hombre. Hacía un momento quería detenerlo y, tras un par de frases, volvía a escapársele la arena entre los dedos.

– ¿Y las noches de esos días? -preguntó con serenidad.

La línea quedó un momento en silencio, después se volvió a oír la voz cálida y melodiosa de Schönbach:

– Me alegra poder ayudarle, capitán. El jueves por la noche di una cena en mi casa de Königinstraiße a la que asistió también el jefe superior de policía de Múnich. En su despacho se lo confirmarán sin problema, si eso le es de ayuda.