Costa hizo un último intento y le preguntó si se había dado cuenta que la carta de despedida del piano era una vieja carta de cuando su mujer era joven. El hombre dijo que no, que no había sospechado nada semejante.
– ¿Quién podía conocer la existencia de esa carta?
Costa no se rendía.
– Mi mujer le enseñaba ese escrito a todo el que mostraba el menor interés por su vida. Además, yo la amaba -dijo con una voz que expresaba una honda pena.
¿Podía nadie disimular de una forma tan perfecta?
La certeza de Costa levantó el vuelo como una bandada de gorriones. Se sintió como un idiota. Hacía unos instantes tenía la visión perfecta de la culpabilidad de Schönbach. Había vislumbrado hasta el último detalle del curso de los acontecimientos. Tampoco le había planteado ninguna duda el hecho de que Schönbach ganase demasiado como para tener que buscar un dinero extra por medios criminales, pues sabía, gracias a Teckler, que el cirujano era muy ambicioso y extremadamente derrochador. Las personas así no luchaban por conseguir una riqueza con la que pagar buena comida, un traje, un coche o una casa. Sus ansias de poder los dominaban por completo y los obligaban a buscar más y más con una ambición desmesurada, a devorar y a engullir siempre más. Costa sabía por Teckler que Schönbach era un fanático coleccionista. También eso encajaba con el perfil. Personas que querían acapararlo absolutamente todo. Schönbach poseía unas cinco mil pipas de tabaco muy valiosas, y siempre que podía conseguir otra se comportaba como un animal al caer sobre una presa. Coleccionaba también manuscritos de Johann Sebastian Bach, ediciones originales de clásicos alemanes y objetos artísticos como el arco de Serra de su terraza: ¡caros placeres!
Costa no podía creer que su gran visión se hubiese desvanecido en la nada. De repente pensó en Karin e imaginó las burlas que tendría que soportar por ello. Pero ¿cómo podía habérsele ocurrido que un médico tan respetado y famoso asesinara a sus pacientes, e incluso a su propia mujer?
Costa le pidió a la secretaria los detalles de las operaciones y los anotó. Lo mismo hizo con el número de la notaría. Ya llamaría después.
Tenía que darse prisa para no hacer esperar a Elena Navarro en la cárcel.
Antes de marcharse, pasó de nuevo a ver al conserje y le preguntó por la madera con la muestra de pintura.
El conserje lo llevó a la terraza, donde había dejado el tablón. Costa se arrodilló y lo tocó. La pintura estaba firme como el vidrio. Le preguntó al hombre a qué hora exactamente había pintado la madera. Vicente se disculpó y dijo que por la mañana se le había olvidado y que no lo había hecho hasta las once. Costa consultó el reloj, no eran más que las dos menos pocos minutos. Eso quería decir que al cabo de unas tres horas la pintura se secaba y ya no se pegaría en los tejidos ni en los objetos que le pasaran por encima.
Con todo, no tenía tiempo para volver a ocuparse de eso. Le dio las gracias al conserje y le pidió que encerrara el perro.
Antes de salir de la casa, se le ocurrió oportunamente buscar en el baño de Schönbach algo con lo que sustituir la muestra de ADN perdida. Sacudió los vellos de la barba de la máquina de afeitar y los guardó en la bolsita de plástico de unos pañuelos de papel, envolvió también el cepillo de dientes de Schönbach y se guardó ambas cosas en el bolsillo de la chaqueta.
Capítulo 24
Cuando Costa llegó a la cárcel, un funcionario lo acompañó hasta la sala de interrogatorios, donde Elena Navarro estaba sentada sola a una gran mesa con un expediente delante. La joven le sonrió y dijo que no había hecho traer todavía a Grone. Le propuso que antes preparan un poco el interrogatorio. Costa sintió curiosidad por saber qué quería decir con eso y se sentó.
La teniente había estudiado muy a fondo los expedientes penales de los anteriores procesos de Grone y le presentó los puntos principales. Costa comprendió que eso debería haberlo hecho él mismo, que durante el interrogatorio era importante transmitirle al acusado la sensación de que lo sabían todo sobre él y sobre su vida.
Elena se concentró en la valoración de la personalidad de Grone, puesto que, aunque prácticamente lo consideraban culpable del asesinato de Ingrid Scholl, hasta el momento no habían encontrado un móvil para sus actos.
Günter Grone había sido sentenciado en la República Democrática de Alemania a cuatro años de condena en un correccional de menores por robo colectivo con homicidio. El expediente judicial contenía también una valoración psicológica. Grone ya estaba entonces dominado por la culpabilidad y el miedo, como resultado de los recuerdos de su infancia. La valoración llegaba a la conclusión de que la situación de la madre no le había permitido transmitirle seguridad a su hijo. La mujer sufría trastornos paranoides de la personalidad y se sentía, tanto en el trabajo en la fábrica como en casa, rodeada de rechazo y desprecio. Tampoco el padre, siempre alcoholizado, pudo compensar las carencias de la madre, sobre todo porque ella lo culpaba de mimar demasiado al niño y robarle su cariño. Para la mujer, la relación entre padre e hijo era como una conspiración contra ella. Si padre e hijo hablaban, hablaban en contra de ella, lo cual a veces la hacía enfadar tanto que pegaba al chaval. Si el padre se interponía, la mujer se enfurecía más aún. El pequeño Günter sólo encontraba consuelo con él, pero su madre no tardó en ver en esa predilección unos afectos prohibidos y el preludio de encuentros sexuales. El informe aludía a varios episodios en los que la madre había acusado al niño de dejarse seducir por su padre. Decía que el padre conseguía de él lo que ella nunca conseguía. Para encontrar una prueba, no hacía más que examinar el cuerpo del niño una y otra vez en busca de marcas de malos tratos. Uno de sus métodos consistía en asir el rostro del pequeño Günter con ambas manos y obligarlo a mirarla a los ojos. La mujer pasaba entonces minutos escrutándolo, como si quisiera atravesarlo con la mirada, y lo obligaba a admitir lo que no podía admitir, puesto que no había existido ninguna relación sexual entre padre e hijo. La madre aprovechaba también ocasionalmente las situaciones en las que el niño se mostraba más confiado con ella para recrearse bajo su alegre mirada. A veces incluso lo atraía hacia sí para después mirarlo a los ojos con más dureza aún, tanto que la situación acababa convirtiéndose casi en una amenaza hipnótica. La valoración psicológica consideraba que esa contradicción irresoluble que había experimentado el niño -es decir, tener que querer a los padres, pero al mismo tiempo ser culpado por ello e incluso castigado físicamente- era la causa principal de los trastornos violentos de Grone.
Costa recordó los anteriores interrogatorios a Grone. Hasta entonces le había parecido una persona alegre, despreocupada, que intentaba agradar a los demás de una forma casi escandalosa. Elena, sin embargo, lo presentaba ahora como una bomba de relojería camuflada tras flores y corazoncitos. Detrás de su buen humor, sus descripciones siempre positivas y su fachada inquieta y entrañable se escondía una herida muy profunda, una grave enfermedad, lo que los psicólogos llamaban un trastorno esquizoide de la personalidad. Su madre lo había expuesto repetidamente a situaciones dolorosas y contradictorias. Como cualquier niño, debía amar a sus padres, pero tenía la desgracia de que, al hacerlo, debía asumir también un miedo mortal. Si acudía a su padre, la madre celosa lo atacaba. Pero si acudía a ella, la mujer lo colmaba de espanto en lugar de amor. La situación sólo se había solucionado gracias a la muerte de ella. Sin embargo, incluso en eso había tomado cartas la mujer, que en los días cercanos a su muerte había convencido al niño de que moría por culpa suya. Puesto que nunca había podido satisfacer el amor por su madre, Grone nunca tenía suficiente de esa clase de amor, esa «ansia» era siempre insaciable.