– Es de suponer que en las mujeres no ha buscado más que a una madre -dijo Costa, dando voz a sus pensamientos.
– Pero con ellas volvía también el horror y el miedo -dijo Elena.
– Y la seguridad de que acabaría siendo culpable de su muerte.
Costa sabía que las personas a menudo repetían compulsivamente aquello de lo que se les acusaba.
– Sin duda debió de reprimir durante mucho tiempo el deseo de matarla.
– ¿De qué nos sirve eso a nosotros? -preguntó Costa.
– Puede que no recuerde en absoluto el momento del asesinato en sí. Con su madre, y sin duda también con Ingrid Scholl, llegó a un punto en el que ya no pudo dominar más su deseo de matar. Pero, después de hacerlo, enseguida reprimió otra vez ese impulso… seguramente junto con el recuerdo del asesinato.
– ¿Qué te hace pensar eso?
– El hecho de que después llamara un par de veces a Scholl para devolverle el coche. Es posible que realmente diera por hecho que seguía viva.
– Si pensaba que seguía viva, ¿por qué dijo en un principio que él no era Grone?
– Había huido de la cárcel, debía de suponer que lo estarían buscando por su verdadero nombre.
– Pero si nosotros conocíamos ya su nombre, ¿por qué no admitió que conocía a la señora Scholl y que había ido a verla?
– Sospechaba que había algo que no iba bien. No sabía exactamente qué había sucedido, pero sí que había algo funesto relacionado con la mujer. En la valoración psicológica de aquella época, en Dresde, tampoco habrían conseguido descubrir todos esos detalles de la relación de Grone con su madre si no hubieran trabajado con procedimientos muy modernos de inducción al trance.
– ¿Procedimientos de inducción al trance? ¿En qué consiste eso?
Costa se sentía muy a gusto con Elena en ese momento. Siempre disfrutaba cuando podía aprender algo.
La teniente le explicó que en el examen se habían utilizado métodos de hipnosis que estaban minuciosamente descritos en el informe. El psicoterapeuta especializado en hipnosis había hecho regresar a Grone a su infancia y le había pedido que describiera vivencias sueltas.
Costa no acababa de creerse que algo así diera resultado. Elena le explicó que ya se había encontrado con un asesinato como ése en otra ocasión. El inconsciente de la persona graba la totalidad de las experiencias de la infancia hasta el menor detalle, aunque toda esa información no suele poder recordarse conscientemente a voluntad.
– ¿Y está permitido recurrir a eso en las investigaciones policiales?
– En Alemania no. Tampoco en España. Pero lo que sí está permitido es la contrahipnosis. Cuando alguien comete un delito siguiendo lo que se denomina una orden posthipnótica y no sabe que ha sido hipnotizado, porque el hipnotizador ha bloqueado convenientemente ese recuerdo, se puede pedir a un psiquiatra titulado que levante el anterior condicionamiento hipnótico.
– De manera que los expertos hicieron que Grone les explicara detalles de su infancia. Bien. ¿Cómo acometemos ahora nosotros el caso?
Elena propuso no mencionar el asesinato brutal, sino más bien elogiar a Grone por el método de darle sus propias pastillas para el corazón.
Costa lo pensó un momento y le pareció que no era mala idea. Sin embargo, antes de que trajeran al sospechoso, Elena quería terminar su informe.
Después de la muerte de su madre, Günter, de ocho años, se quedó con su padre. El hombre siempre había bebido mucho, pero entonces se dio tanto al alcohol que la abuela tuvo que ocuparse del niño, aunque ya era anciana y medio ciega. Llamaba la atención el hecho de que el pequeño se había escapado de casa varias veces porque tenía miedo de que la abuela le pegara. La policía siempre lo encontraba tras sus intentos de huida y lo devolvía a las gotosas manos de la anciana.
Al acabar el colegio, Grone consiguió un puesto de aprendiz en una jardinería de Dresde y se fue a vivir a un hogar juvenil. La valoración psicológica describía al joven de catorce años como guapo y con un rostro de belleza femenina. Su carácter introvertido y su timidez lo convirtieron en el sueño de todas las chicas, cuya actitud, sin embargo, a él le resultaba demasiado desafiante y agresiva. En compañía de jóvenes y hombres se sentía mucho más seguro. En el hogar se dejó seducir y vivió la experiencia como una forma de liberación, ya que el amor con compañeros masculinos no estaba tan invadido por el miedo. En realidad, era una persona bastante pasiva, pero participó, no obstante, en un delito organizado por el atractivo cabecilla de su grupo de amigos. El joven Grone debía vigilar mientras se cometía el robo. Los demás entraron en la vivienda del director del centro, pero el hombre los descubrió y acabó produciéndose una pelea. Fue entonces cuando el cabecilla golpeó al hombre con un cenicero contundente. Al llegar la policía, Günter Grone seguía montando guardia delante de la casa. Los ladrones se habían escapado por el patio de atrás con quinientos marcos de la República Democrática. En el subsiguiente proceso no se tuvo para nada en cuenta la valoración psicológica que Elena había resumido. En ese joven de dieciséis años temeroso y cargado de culpa, que se mostró encerrado en sí mismo y apenas dijo una palabra, el juez vio a un frío e incorregible cómplice de asesinato. Al salir de la cárcel, Grone se mudó al Berlín oriental y trabajó en Potsdam como jardinero.
Tras la caída del Muro se fue al oeste y vivió desde entonces con Ulf Hinrich en Colonia. El 7 de agosto de 1998, Grone fue condenado por un tribunal colones a dos años y medio de prisión por allanamiento de morada y robo. Sobre su relación con Ingrid Scholl, sin embargo, el expediente no decía nada. El tribunal lo describía como un parado sin antecedentes policiales que recurría ocasionalmente a la prostitución masculina.
– Bien -dijo Costa-, que lo traigan ya. Lo liaremos como has sugerido. Ya veremos qué sacamos de todo esto.
Costa estaba satisfecho y muy agradecido a su compañera por esa intensa preparación. Tenía la sensación de que el asesino había caído ya en la trampa.
Dos funcionarios hicieron pasar a Grone y luego se retiraron. Costa lo saludó con simpatía y le dio la mano. El joven parecía alegrarse de verdad de volver a verlos.
– Sin estos interrogatorios, en la cárcel se aburre uno bastante -dijo, y preguntó qué querían que les explicara ese día.
Elena le ofreció un cigarrillo y le dio fuego.
– Verá -dijo Costa-, tenemos un problema. ¿Se acuerda de Ingrid Scholl?
El rostro de Grone adoptó una expresión casi llorosa, pero intentó sonreír de todas formas. Era evidente que se esforzaba por mantener una relación amistosa con los agentes que lo interrogaban.
– Le arreglé el jardín. Cuando terminé, quedó tan increíblemente bonito que Ingrid dijo que todos los días tendría que hacer sol, que así siempre podríamos sentarnos en ese jardín, ella y yo. Mientras lo decía no dejaba de acariciarme la mano.
Al mencionar el recuerdo de las caricias de Ingrid Scholl, Costa creyó ver un estremecimiento en la boca de Grone, aunque a lo mejor se había confundido, porque el joven seguía sonriendo.
– ¡Inge es una persona tan cariñosa! -dijo.
Se reclinó en el respaldo y se relajó. Había respondido a la pregunta y se sentía aliviado.
Costa se inclinó hacia delante y, en voz baja pero enérgica, dijo:
– Tenía que tomar un medicamento para el corazón, ¿verdad? Grone asintió.
– Sí, no podía olvidarse de las pastillas, tenía que ser buena y tomárselas.
Costa no le quitaba ojo de encima.
– ¿Quiere decir que era realmente necesario, Günter, que le hiciera tomar usted esas pastillas? No sólo una, quiero decir, sino veinte.
Elena y Costa lo observaron con atención, pero él permanecía tranquilo. En lugar de mostrar miedo, sobre su rostro se extendió una sonrisa serena, casi dichosa.