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– No fui yo. Yo siempre tuve mucho cuidado con eso.

Costa inspiró hondo. La idea de Elena había sido buena, pero no estaba funcionando. Ese chico no sólo les tomaba el pelo, ¡sino que además se lo estaba pasando bien! Costa sintió cómo le palpitaba el pulso en las sienes, pero su compostura evitó que perdiera los nervios. No hizo más que seguir mirando a Grone sin expresión alguna.

– Entonces, ¿fue otro el que envenenó a Ingrid Scholl? -preguntó con una voz neutra.

Grone se inclinó hacia delante y alzó un poco la mano, como si quisiera consolarlo, o incluso acariciarlo.

– Sí, fue otra persona -dijo con tranquila seguridad.

A Costa no le habría extrañado que el muchacho hubiese añadido: «A lo mejor fue usted, señor Costa, yo podría comprenderlo, tampoco pasa nada, ¡todos matamos a alguien alguna vez!».

Costa estalló. De repente se levantó con tanto impulso que la silla salió disparada. Golpeó la mesa con toda la mano abierta:

– ¡Grone, ríndase, el juego ha terminado!

Elena levantó la mano con ánimo conciliador, pero Costa la rechazó, furioso, y atacó a Grone diciéndole que su coartada se había hecho pedazos. ¡Estaba demostrado que, después de esa terrible carnicería, había tenido tiempo de coger el coche de Ingrid Scholl del aparcamiento subterráneo, dejarlo aparcado en Ibiza ciudad y llegar al Dome para encontrarse allí con Gerd Weber!

– Tenemos las horas exactas, Grone -vociferó Costa-. Tenemos la declaración de Weber. ¡Tenemos la hora precisa de la muerte y las pruebas científicas que demuestran que tuvo usted un enfrentamiento físico con Ingrid Scholl! ¡Podemos reconstruir el crimen a la perfección! ¿Por qué ensartó usted a la señora Scholl con esos pinchos de asar después de haberle administrado ya antes una sobredosis de sus pastillas para el corazón? -Costa no esperó a recibir una respuesta-: ¡Puede demostrarse fácilmente que también hizo usted eso! Deshizo las pastillas en algún líquido y luego se las dio a beber. De todas formas habría muerto… ¿por qué, entonces, tuvo que atravesarla así?

Grone se había quedado blanco. Miró a Costa a los ojos y, con voz angustiada, dijo:

– Yo no fui. ¡Fue esa mujer!

– ¿De qué mujer habla?

La grabadora seguía en marcha y Elena, además, tomaba notas. Grone estaba allí sentado como una estatua de cera.

– ¿Qué mujer? -Costa gritó tanto que la puerta se abrió y un funcionario asomó la cabeza.

Elena le hizo un gesto para indicar que no pasaba nada.

– La mujer de la cabeza rapada -dijo Grone en voz baja.

Costa se quedó desconcertado un momento. ¿Acaso estaba tratando con un loco? Con cautela, preguntó:

– ¿Qué mujer de la cabeza rapada?

– Con un tatuaje negro en la cabeza -dijo Grone sin moverse un ápice.

– ¿Qué clase de tatuaje? ¿Podría dibujarlo?

Elena le acercó una hoja de papel y un bolígrafo.

Costa, confuso, la miró. ¿Adónde quería llegar con esa pregunta? ¿Quería hacer una valoración psicológica sobre las alucinaciones de un loco?

Grone dibujó algo que, como Costa vio enseguida, era una runa.

– ¿Era una mujer joven y muy guapa, con una peluca rubia? -preguntó Elena.

Grone asintió.

Costa ya no pudo contenerse más.

– ¿Está describiendo a Martina Kluge?

– Ahora lo veremos -dijo Elena, y se volvió otra vez hacia Grone-: ¿Qué llevaba puesto?

Grone describió la vestimenta de Martina Kluge -vaqueros blancos y una chaqueta de hilo de color beis claro- y explicó que él se había escondido en el cuarto de baño porque quería hablar con Ingrid Scholl a solas. Sin embargo, esa joven había entrado de repente en el baño y casi lo había descubierto. Él se escondió detrás de la puerta, contuvo el aliento y apretó la espalda contra la pared. Quedaba en un ángulo muerto del espejo, así que ella no pudo verlo mientras se peinaba. Cada vez estaba más descontenta con su pelo, tiraba de aquí y de allá, hasta que al final se quitó la peluca. Grone se quedó conmocionado, incluso ahora se le notaba. La chica se había lavado la cabeza bajo el grifo, se había vuelto a poner la peluca, había sacado unas pastillas del armarito del baño y las había disuelto en el vaso de enjuagarse la boca. Después había metido el líquido en una botellita. No descubrió a Grone porque no cerró la puerta, que se abría hacia dentro.

La resistencia de Grone había sido vencida. La táctica de Elena había dado resultado. ¡Pero Costa quería oír de boca de ese hombre la confesión de que había ensartado a Ingrid Scholl con los espetones! No podía obligarlo. Tenía que conducirlo lentamente hasta allí, dejar que siguiera explicando. El joven tenía que describir cómo había conocido a Ingrid Scholl y qué había significado para él. Es decir, una mujer que adoptaba la forma de su madre y que se convertía en una amenaza mortal cuando lo miraba fijamente.

Grone fue explicando en giros cada vez más sorprendentes lo mucho que había querido a su madre.

– Siempre estaba guapa y tenía unas manos maravillosas, con las que pintaba. Ilustraba para mí todos los cuentos: La bella durmiente, Hänsel y Gretel, pero el más bonito que había dibujado era Blancanieves. Yo siempre le hacía pequeños regalos, y entonces ella me miraba con esos ojos preciosos durante mucho rato. En primavera, en verano y en otoño me colaba en jardines de extraños a recoger flores para ella. Una vez me pillaron y me tiraron a un rosal, así que acabé con sangre por todas partes. Pero no me importaba. Lo había hecho por mi madre. También le hacía figuritas y plantas de barro. Casi siempre me ayudaba mi padre. Pero a mi madre eso no le gustaba nada. Decía que no debía mimarme demasiado. Tenía razón: he acabado siendo… -vaciló un momento y miró a Elena como si ella pudiera ayudarle- un poco blando. Mi padre y yo también tallábamos de vez en cuando algo para ella. El gran árbol de la vida, por ejemplo. Yo solo no lo habría conseguido. Ella pensó que podría haberme hecho daño con la navaja y me miró por todo el cuerpo. -Sonreía de alegría-. Pero no me había pasado nada, sólo era el miedo que tenía ella.

– ¿Se enfadaba también a veces? -preguntó Elena.

– No se enfadaba nunca. Sólo tenía ese miedo a que desapareciera con mi padre. Siempre me hacía prometerle que no la abandonaría. Ella lo hacía todo por mí y no quería más que mi bien, pero es que estaba muy enferma. Si lo hubiera sabido antes, habría hecho más por ella. A lo mejor así seguiría viva. Necesitaba mucho amor porque estaba muy enferma. Mi padre la amaba, pero no lo suficiente, y la culpa la tenía yo, porque siempre quería algo de él. Cuando murió, ya fue demasiado tarde. ¡Ya no podía hacer nada por ella! Mi padre se trajo entonces a mi abuela a casa con nosotros, pero de eso no me acuerdo demasiado bien. Sólo sé que tenía unas manos muy gruesas y que veía mal. -Grone explicó que después de su muerte lo habían llevado a un hogar juvenil. Les habló de su condena, del correccional de menores y de su relación con los hombres-. Con los hombres me sentía muy a gusto -dijo-. Le expliqué a mi madre que eso no tenía nada que ver con ella. También después de su muerte siguió siendo la única mujer para mí. Por eso me relacionaba con hombres. -Soltó una risa aguda, como si él mismo no pudiera creer esa explicación-. Al salir de la cárcel me apeteció ir a Berlín, pero al poco de llegar cayó el Muro. Jamás olvidaré cómo cruzamos al otro lado por el puente de Glienicker. ¡Si mi madre hubiera estado allí! Pero yo sabía que ella me veía. Sus ojos estaban siempre sobre mí. Allí conocí a Ulf Hinrich. Usted lo conoce -dijo, mirando a Costa.

Costa recordaba muy bien a aquel hombre de aspecto brutal.

– Ulf ha hecho mucho por mí, pero siempre quería más amor, y yo no podía dárselo.

– ¿Cómo empezó su relación con Ingrid Scholl? -preguntó Costa con impaciencia, ganándose por ello una mirada reprobatoria de Elena.