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Grone explicó que estaba en el paro y que ella se había puesto a hablar con él en el Carnaval y le había dado trabajo y dinero. También en ese momento se esforzó mucho por hablar de ella positivamente.

– Ella me mantenía y yo le arreglaba el jardín. Me demostraba su amor de una forma muy abierta, me perseguía. Y en casa estaba Ulf, que también quería siempre amor. Tenía la sensación de que me estaban succionando.

– ¿Y entonces tomó dinero prestado? -preguntó Costa, y Elena volvió a lanzarle una mirada severa.

– Ingrid todavía me debía la paga por mi trabajo. Además, le había pedido un adelanto porque Ulf y yo queríamos venir a España. Ella enseguida tuvo miedo de que fuera a desaparecer. Siempre tenía pánico de que al día siguiente no volviera a presentarme. Tuve que jurarle que no la abandonaría. Quiero decir que ella lo hacía todo por mí y era un auténtico cielo, pero a veces no me entendía en absoluto. Ulf amenazaba con separarse de mí, así que decidí cogerle el dinero a la vecina, como Inge me había dicho que hiciera. Yo sólo quería cogerlo prestado hasta que ella me pagara lo que me debía. Bueno, y entonces pasó lo que tenía que pasar. Aunque por lo menos ella me pagó el abogado, y eso, claro, también fue un detalle por su parte. En la cárcel recibí entonces esa carta de su amiga en la que decía que fuera a darle una sorpresa a Ingrid. Fue como en aquel entonces, cuando el Muro cayó y simplemente caminamos hacia la libertad.

Costa pensó si Grone habría cometido el asesinato de no ser por esa idea disparatada de Erika Brendel.

– ¿Utilizó, entonces, el código secreto?

– Con él abrí la verja de la entrada y la puerta del edificio. Arriba hubiese tenido que llamar, pero la puerta estaba abierta. Pensé un momento si llamar o no, pero alguien subía en el ascensor, así que entré. Era Inge. Me escondí enseguida en el dormitorio. Poco después apareció también la mujer de la peluca. Esperé a que se marchara otra vez, porque quería hablar con Ingrid a solas.

Tal como presentaba Grone el caso, había sido Martina Kluge quien le había administrado a Ingrid Scholl la dosis mortal de su propia medicación. Había sacado veinte pastillas de la caja recién comprada, las había disuelto y luego se las había dado a beber con cualquier pretexto. La sobredosis debió de actuar deprisa y dejó a la víctima en una especie de delirio, que fue como Grone la encontró al salir del baño para sorprenderla. Por supuesto, se había sentido muy humillado por su traición, que lo había llevado a la cárcel. La carta de Erika Brendel le había parecido, por tanto, la promesa de una compensación, pero de pronto Ingrid volvía a ofenderlo con ese comportamiento tan extraño. Un comportamiento que a él le pareció despectivo y que sacó de nuevo a relucir todos los problemas que había tenido con su madre. Entonces perdió los estribos. Costa se preguntó hasta qué punto podía seguir hablándose de culpa en un cúmulo tan desafortunado de circunstancias.

– ¿Se alegró Ingrid Scholl al ver que había venido aquí, a Ibiza? -preguntó Costa con curiosidad.

Grone parecía afligido.

– No lo sé, estaba muy extraña.

– ¿Cómo, exactamente?

– Oí que la mujer de la cabeza rapada se iba, abrí la puerta del dormitorio y vi a Ingrid echada en el sofá.

– ¿Y después?

– Gritó de alegría y extendió los brazos hacia mí. Pero yo antes quería hablar con ella. Ulf me había dicho: aclara lo del dinero antes de que te vuelva a liar. Pero ella parecía estar completamente borracha.

– ¿En qué lo notó?

– Lo sé por mi padre. Sonrió y se lamió los labios.

Hizo el gesto él mismo, y Costa le lanzó una rauda mirada a Elena, que seguía con frialdad todos los movimientos de Grone.

– ¿Y después?

– Tenía la voz bastante ronca y lasciva: «¡Ven, ven!». No hacía más que alargar el brazo hacia mí, como una niña. Me senté en el borde del sofá y ella tomó mi rostro con ambas manos, se enderezó y me miró fijamente. Me miró directamente a los ojos. De una forma rarísima. Nunca me había pasado nada así, sentí verdadero pánico. Me puse en pie de un salto, pero ella me agarró con fuerza y me arañó. -Miraba al vacío.

Costa aguardaba. ¿Diría algo más?

– ¿Y después?

Grone se llevó una mano al cuello, al lugar donde le había arañado.

– Entonces me puse furioso.

– ¿Y qué hizo?

– Me llevé los dos puños cerrados a los ojos y grité. -Miró a Costa-. Tenía que sacarlo a gritos.

– ¿Fue entonces cuando cogió los pinchos?

– No, no, eso es lo raro. Me han enseñado las fotos. Todos los días y todas las noches pienso en cómo pudo pasar. -Grone echó los brazos al aire y los dejó caer con impotencia mientras sacudía la cabeza-. Pero es que no lo entiendo.

Los tres se quedaron un momento callados.

Costa quería aclarar una última cosa.

– Weber no sólo le dejó el reloj, sino que también le dio un CD que usted puso antes de matar a Ingrid Scholl.

– Es una canción preciosa. La puse para ella. Iba a ser una sorpresa.

– Ya lo creo que lo fue. -Costa estaba tenso y no podía reprimir más su cinismo, pero Grone se lo tomó en serio.

Por lo visto, agradecía cualquier comentario positivo.

– ¿Usted cree?

Costa no quiso insistir.

– Volvió después a adelantar el reloj de Weber. ¿Cuándo y dónde fue eso?

Costa notaba que a Grone ya no le quedaba energía para resistirse a los hechos. Describió cómo había adelantado el reloj a la mañana siguiente, aprovechando que Weber se lo había quitado para ducharse. Grone lo había atrasado veinte minutos la noche antes, así que lo volvió a poner en hora.

Era una forma muy refinada de conseguir una coartada, mientras que todo lo demás, por el contrario, había sido improvisado y cruel. «Los psicólogos tendrán trabajo con él», pensó Costa.

Eran ya casi las once y diez cuando Costa y Elena salieron de la cárcel. El capitán quería ponerlo todo en perspectiva y volver a repasar mentalmente una vez más toda la situación. Quería que el resto del equipo participara también de esa recapitulación, así que le pidió a Elena que convocara a El Obispo y a El Surfista a una reunión a las nueve.

– Daremos los pasos siguientes juntos -dijo.

¿Sería para los demás tan evidente como para él que Martina Kluge había intentado asesinar a Ingrid Scholl y que había logrado acabar también con la vida de Erika Brendel y Arminé Schönbach? A Costa no había nada que le hiciese dudar de esa conclusión, pero decidió no realizar la detención esa misma noche. Se convenció de que la joven no escaparía. Antes necesitaba dormir unas horas para recuperarse. Se despidió de Elena y fue aún a Sa Calima a tomarse tres tragos.

Ya en la cama, sentía el agotamiento, pero no había manera de conciliar el sueño. Se quedó allí tumbado, mirando al techo. Se había propuesto arrestar a Schönbach. Sabía que no sería fácil conseguirlo: habría un largo tira y afloja burocrático entre España y Alemania que Schönbach aprovecharía para escapar de su perseguidor. Era inteligente y rico, y tenía contactos en las altas esferas; entre ellos, también contactos de fácil activación con la mafia internacional, según suponía Costa. Ya sólo por la forma en que lo había noqueado en Vista Mar -¡una pequeña advertencia!- había quedado demostrado con qué recursos contaba su adversario. Sin embargo, no se había dejado amedrentar entonces y tampoco lo haría ahora. Y de repente todo había cambiado. Se sentía como si hubiese llegado en un coche de última generación a una pradera donde estaba rodeado de ovejas que pastaban. ¿Debía dirigir su instinto cazador contra una persona tan afable e inofensiva como Martina? ¿Todo su olfato, su lógica y su ferocidad? La idea le repugnaba, pero lo haría.

Al día siguiente llegaron todos puntualmente a la reunión. «Otro progreso», pensó Costa.