Elena informó sobre los últimos sucesos y resumió la confesión de Grone.
– Con esa confesión, el caso queda cerrado -soltó El Surfista con evidente alivio-, pero pone patas arriba los resultados de la investigación que teníamos hasta ahora.
Costa le dio las gracias a Elena y tomó la palabra.
– Ayer, cuando hablamos por teléfono, yo aún era de la opinión de que todo señalaba a Schönbach, pero la confesión de Grone dirige las sospechas hacia Martina Kluge.
Elena repitió la explicación del detenido de cómo la masajista había disuelto en el baño una dosis letal de medicamento y supuestamente se lo había dado a beber a la ingenua Ingrid Scholl. Medio intoxicada, la señora Scholl se había comportado de una forma que Grone no había podido soportar, tras lo cual él la había matado llevado por una especie de arrebato. Gracias a eso, la acción de Martina no había salido a la luz hasta entonces.
Su siguiente víctima seguramente había sido Erika Brendel, ya que el modus operandi había sido el mismo, aunque todavía había que aportar pruebas. También en el asesinato de Arminé Schönbach, todos los indicios apuntaban a que Martina Kluge había sido la autora. Tenían que aceptar como prueba que habían dejado a la iraní inconsciente mediante una inyección. A pesar de que el fármaco no podía ser rastreado, científicamente no cabía duda de que había sido lanzada inconsciente por la barandilla. También estaban las manchas de su zapato derecho, causadas por la pintura fresca de la madera. El tablón había sido pintado la mañana del crimen, y su experimento había demostrado que la pintura se secaba al cabo de unas tres horas. De modo que la mujer, inconsciente, debió de ser arrastrada sobre el tablón antes de pasado ese tiempo. A esa hora, es decir, entre las 11.30 y las 12.30, Martina Kluge, según había declarado ella misma, se encontraba en la casa. Era muy probable que ya tuviera planeado el asesinato, por lo que habría llevado consigo la cuerda, así como la jeringuilla y el fármaco sedante. Después, supuestamente sacó la carta de despedida de Arminé Schönbach del álbum de fotos, la metió en un sobre, lo humedeció, lo cerró y lo dejó sobre el piano. Habría que determinar mediante un test de ADN si la saliva coincidía, porque la primera vez no habían contado con su verdadero pelo. Otra cuestión por resolver era por qué había empezado a cometer esos crímenes.
Martina Kluge, por tanto, había asesinado a Arminé con toda probabilidad el jueves por la mañana. Eso se correspondía con las declaraciones del DJ, que había intentado saltar la verja sobre las 12.30 porque el perro estaba encerrado en su caseta. La masajista debió de oír ladrar al animal después de haber tirado a Arminé al agua. Fue a ver y descubrió al hombre intentando entrar en la propiedad. Para impedirlo soltó al perro, que puso al DJ en un aprieto y le hizo perder su guante de motorista. ¿Y la carta de despedida? Sin duda Arminé se la habría enseñado a su amiga Martina Kluge, que la utilizó para hacer pasar el caso por un suicidio.
El Obispo dijo que había leído el informe de la autopsia de Torres. En él se estimaba la hora de la muerte, no obstante, sobre las 22.00.
– Tienes razón -dijo Costa-, si se hubiera tomado el desayuno que el ama de llaves le había preparado. Sin embargo, si no comió nada, pudo perfectamente ser asesinada entre las diez y la una de la tarde. Ese es, al menos, el lapso de tiempo en que tuvo que ser arrastrada sobre el tablón con la pintura fresca.
– ¿Seguía el desayuno allí cuando el matrimonio de conserjes regresó al día siguiente?
– No.
– Si Martina mató a Arminé, entonces se lo comió ella misma. Eso encajaría -dijo Elena.
– Así es -corroboró Costa.
Al final de la reunión, dio las gracias a sus colaboradores por el esfuerzo invertido en el caso Grone, y alabó la franqueza con la que habían afrontado los diferentes problemas que habían surgido en el transcurso de la investigación. Informó a sus compañeros de que, acto seguido, iría a ver al comandante para recuperar la carta de despedida de Arminé Schönbach y hacer que la examinaran en busca de huellas. Por último, hablaría con el fiscal sobre la orden de arresto contra Martina Kluge. Le gustaría llevar a cabo la detención él mismo, junto a Elena Navarro.
Capítulo 25
Costa tuvo suerte; al entrar en el despacho del comandante encontró allí sentado a Franco Segundo. Su superior lo increpó enseguida, preguntándole por qué el día anterior había tenido lugar en la cárcel un interrogatorio de varias horas de duración si el caso de Grone estaba más que cerrado.
El ruidoso aire acondicionado no estaba encendido, y don López sacó con dificultad un gran pañuelo de su bolsillo para enjugarse el sudor de la frente y de la nuca. Su corpulenta mole estaba cubierta por una americana arrugada, y bajo los brazos y en el pecho se le habían formado grandes manchas de sudor. «Si quiere que el doctor Schönbach le haga una liposucción -pensó Costa con sarcasmo-, ya no hay nada que se lo impida, porque lo único que queda es una orden de arresto contra una esteticista insignificante.»
Costa les expuso el nuevo rumbo que había tomado el caso Grone y les informó de que, desde la noche anterior, contaban con una confesión completa.
– Muy bien -dijo el comandante López, y volvió a pasarse el pañuelo por la nuca-. Entonces ya puede usted entregarle el caso al señor Rabal. -Señaló al fiscal con un gesto sucinto-. ¿Algo más?
– En esa confesión han aparecido pistas sobre el asesinato de la señora Schönbach -dijo Costa, imperturbable.
Su comentario se topó con la incomprensión del comandante López, que era uno de esos hombres que, cuando no entienden algo, enseguida se ponen furiosos.
– ¡Suicidio, Costa, no asesinato! -Dejó caer toda la mano abierta sobre el delgado expediente-. Que se mató ella misma, vamos, si así lo entiende mejor. Tengo el informe de la investigación de su departamento aquí delante.
– Ya lo sé, pero entretanto el caso ha tomado una dirección algo diferente. -Costa vio que López quería reprenderlo, así que prosiguió sin pausa-: El propio juez Montanyà ordenó el domingo que se le hiciera la autopsia al cadáver. El resultado obtenido por el doctor Torres habla sin lugar a dudas de un asesinato.
López hizo una mueca exagerada y miró al fiscal como queriendo decir: «¿Qué puedo hacer con semejante imbécil?».
– Nos encontramos, con toda probabilidad, ante dos asesinos -prosiguió Costa-. Se trata de una esteticista que trabaja en el centro de belleza Vista Mar. Intentó matar a Ingrid Scholl, seguramente es culpable de la muerte de su amiga Erika Brendel y, con bastante probabilidad, también de la mujer del cirujano plástico Schönbach.
El fiscal empezó de pronto a mostrar un gran interés. Quería saber en qué sospechas en concreto se basaba esa posible culpabilidad. Costa informó de los acontecimientos a su manera tranquila y aparentemente indiferente. Cuando hubo terminado su exposición, don López y el fiscal se miraron bastante desconcertados. Reflexionaron un momento y el fiscal dijo que solicitaría al juez una orden de arresto.
Costa les dio las gracias, cogió el informe de El Surfista de la mesa, les dirigió una cabezada a cada uno y les deseó una buena siesta, pero al llegar a la puerta, el fiscal Rabal le preguntó qué motivo podría haber tenido esa tal Martina Kluge. Costa había temido que le hicieran esa pregunta. Sabía que era un punto débil. Se volvió despacio y dijo que con bastante seguridad podría decírselo después del interrogatorio de la inculpada. Para evitar discutirlo más, cerró enseguida la puerta tras de sí.
Recogió a Elena y juntos fueron a Santa Eulalia en el coche de él. Al entrar en la pequeña sala blanca de Martina Kluge, Costa recordó su primera visita. Qué deprisa habían cambiado las cosas. Había sido una anfitriona afable y solícita, y esta vez Elena le preguntaría si su pelo era auténtico.