Martina reaccionó con amabilidad e indiferencia.
– No -dijo.
– ¿Me permite? -preguntó Elena, y le quitó la peluca antes de que la joven respondiera nada.
Llevaba un tatuaje en la cabeza. La prueba de que Grone había dicho la verdad.
– ¿Qué clase de símbolo es ése? -preguntó Costa.
Por un momento pareció que Martina Kluge no fuera a contestar.
– Es el símbolo de la runa f. Simboliza felicidad y riqueza.
Costa le advirtió que todas las declaraciones que hiciera en adelante podrían utilizarse en su contra en el proceso por el asesinato de Ingrid Scholl, Erika Brendel y Arminé Schönbach. También le indicó que tenía derecho a llamar a un abogado para que estuviera presente durante su interrogatorio en el puesto de la Guardia Civil. ¿O prefería, quizá, declarar sólo en presencia de un juez?
Martina Kluge lo rechazó todo.
Costa no lo comprendía, pero quiso darle tiempo para que lo pensara con tranquilidad. El trayecto hasta el puesto fue silencioso y empezaron con el interrogatorio después de que Costa le comunicara una segunda vez cuáles eran sus derechos. Sin embargo, Martina Kluge tampoco reaccionó esta vez.
Costa había pedido ya que viniera un médico para sacarle una muestra de sangre, y le explicó a la joven que era necesario, puesto que la última vez les había dado unos cabellos de la peluca. Ella accedió con total serenidad, tanto que Costa deseó haber delegado en otro para que llevara a cabo ese interrogatorio. Aunque, por otro lado, sospechaba que Elena Navarro, El Surfista o quien fuera habrían sido mucho más duros con ella.
– Señorita Kluge, la estamos interrogando para descubrir si intentó usted envenenar a su clienta, Ingrid Scholl, si lo hizo también con Erika Brendel y si acabó con la vida de Arminé Schönbach, a la cual dejó inconsciente con una inyección, después arrastró hasta el puente de su piscina, le puso un lazo al cuello y la lanzó a la cascada. ¿Qué tiene que decir a todo ello?
– A las once y media estuve en su casa porque le dolía la espalda. Le di un masaje de presión. Ese día tenía unos dolores especialmente fuertes. Me fui a las doce y media.
Costa le preguntó si durante su última visita a Ingrid Scholl había disuelto veinte pastillas de digoxina y se las había dado a beber a la mujer.
– Había quedado con Ingrid a las siete y media para echarle las runas y hablar un poco de sus inquietudes sentimentales. Había empezado con ella un tratamiento curativo con tinturas y le di un té ayurvédico de jengibre. Todavía no se había tomado las pastillas para el corazón, por eso le di la medicación con esa bebida vitamínica.
Costa recordó que entre las 18.00 y las 21.00 había estado con Erika Brendel, que poco después había muerto también.
– ¿Le administró a Erika Brendel una sobredosis de sus pastillas para la tensión con alguna bebida?
Martina dijo que había estado con ella para realizar unos ejercicios de relajación y para hablar acerca de su hijo.
– Mi cometido incluye también asegurarme de que los pacientes se tomen la medicación que les ha prescrito su médico. Erika solía olvidarse siempre de las pastillas de la tensión. De manera que es posible que esa tarde le diera su Tenormin 100. Con kombucha. El té de jengibre, que es mucho más sano, le resultaba demasiado fuerte. Después me quedé con ella hasta poco antes de las nueve.
– ¿Quiere decir que no recuerda con exactitud si le dio a Erika Brendel una dosis elevada de medicación?
– Sí -respondió ella, tranquila y sonriente.
– ¿Quiere eso decir que es posible que lo hiciera?
– Sólo si Erika me lo pidió.
– ¿Y se lo pidió?
Costa sabía que era una pregunta un tanto peligrosa. De contestar la muchacha que sí, se trataría de complicidad en un suicidio, y eso no estaba penado.
Martina se quedó un momento sentada sin decidirse a contestar. Parecía estar experimentando un conflicto interior, aunque tal vez no estuviera más que sopesándolo intensamente.
Al cabo, dijo:
– Creo que… no.
¡No! Si podían demostrar que había sido ella quien le había dado las pastillas a la señora Brendel, sería asesinato. ¿Era consciente Martina Kluge de la gran diferencia legal que había? El caso Brendel, de cualquier forma, era de un refinamiento tal que no dejaba un detalle al azar. ¡Un asesinato perfecto! Sólo podía ser descubierto mediante la confesión del propio asesino. O asesina.
– ¿Qué sintió al saber que Erika Brendel había muerto?
– Me sentí triste.
– Y cuando el jueves fue a ver a Arminé Schönbach, ¿dónde la encontró?
– En la terraza, en una tumbona.
– ¿Le administró allí una inyección intravenosa en el brazo izquierdo?
– Sí. Tenía mucho dolor y quería relajarse.
Costa le preguntó por esos dolores, y Martina explicó que Arminé Schönbach padecía desde hacía tiempo molestias causadas por los discos intervertebrales.
– ¿Qué le inyectó?
Martina se lo quedó mirando, pero no respondió.
– ¿De dónde sacó el fármaco?
Tampoco a eso respondió la joven.
– ¿La arrastró después en el cojín de la tumbona hasta el puente de plexiglás?
– Cuando tenía dolores, le gustaba que la llevaran en el cojín. Así se le descargaba la columna vertebral y se distraía.
– ¿Le puso entonces una cuerda alrededor del cuello?
– Sólo si ella me lo pidió.
– ¿Y se lo pidió?
Martina abrió su bolso, sacó de allí un pequeño espejo y un estuche de maquillaje y empezó a retocarse con mucha calma y meticulosidad.
Se secó los brillos de la frente, la nariz y la barbilla con un pañuelo de papel. Con la yema del dedo corazón se corrigió la línea de perfilador de los párpados, que se le había corrido, y luego se dio un toque de pintalabios rojo. Elena enarcó las cejas, pero Martina Kluge estaba completamente relajada mientras hacía todo esto. Lo único que tenía de raro era que estaba fuera de lugar en un interrogatorio por asesinato.
Costa le dirigió una mirada a Elena, que había detenido la grabación y esperaba a que Martina volviera a guardar su maquillaje. Seguramente ella, como mujer, entendía mejor la situación, y si la teniente podía aceptarlo y le parecía normal, él tampoco tenía ningún problema.
Se reclinó en la silla y se puso a mirar por la ventana. Se acordó en ese momento de sus hijos y pensó en lo bonito que habría sido pasar con ellos esa tarde de finales de verano.
– ¿Se acuerda usted de su infancia? -preguntó.
Martina Kluge sonrió, guardó el maquillaje en su bolso y lo miró con simpatía:
– Sí.
– Explíquenos algo. ¿Cómo fue?
– Fue una infancia feliz. Mi madre trabajaba y no tenía mucho tiempo para nosotros, pero me regaló un caballo para montar. Mi padre siempre apoyó mis intereses profesionales y me animó a que me convirtiera en esteticista. Tuve suerte de descubrir muy pronto que me llenaba ayudar a otras personas. Amo a la gente y tengo mucho que dar. Ese es mi objetivo vital.
Costa la escuchó con atención. Intentaba descubrir el motivo de sus actos, pero ni siquiera era capaz de encontrar un enfoque desde el que plantear una hipótesis. Su declaración tampoco parecía un engaño estratégicamente urdido. Aquella muchacha se le antojaba como un «ángel de la tercera edad», ésa era la impresión que le había dado en todo momento.
Ya había oscurecido cuando el interrogatorio terminó y se llevaron a Martina Kluge detenida. Les había ofrecido sin ningún reparo información sobre todo lo que Costa había querido saber, aunque siempre se había mostrado vaga cuando las preguntas estaban directamente relacionadas con el curso de los hechos.
– ¿Qué opinas? -le preguntó Costa a Elena-. ¿Qué impresión te ha dado?
– Creo que cometió los crímenes.