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– ¿Los tres?

– Los tres. Pero tendríamos que enviarla al psiquiátrico para que la pongan en observación. Hay algo en ella que no es normal.

Costa no quería volver a discutir con la teniente por Martina, pero no pudo reprimir el comentario de que a él había dado la sensación de ser una persona tranquila, equilibrada e incluso simpática.

– ¿No te parece normal todo eso? ¿Acaso sólo es natural que uno mienta y dé gritos?

– No somos quién para juzgar. Es una mujer muy atractiva, por eso a primera vista todo parece un poco más normal -dijo Elena con un brillo de cinismo en la mirada.

Él le sonrió.

– Sonríes -dijo la teniente-, pero a lo mejor estás pasando por alto que tenemos un problema.

– ¿Y cuál es?

– Que no tenemos móvil.

Costa iba a responder algo, pero le sonó el teléfono. Era el fiscal Rabal. Costa tapó el auricular y susurró:

– Franco Segundo.

Rabal le comunicó que el defensor de Martina Kluge era el abogado Roca Ribas, y que ya había empezado a remover cielo y tierra. El juez Montanyà esperaba una presentación del caso dentro de pocos minutos, porque Roca Ribas había pedido la libertad bajo fianza y ya sólo quedaba fijar la cantidad.

– Pero si no tenía abogado… -dijo Costa.

– ¡Pues ahora sí lo tiene! ¡Todo detenido tiene derecho a uno! ¡Qué me va decir a mí!

Costa se disculpó y dijo que el test de ADN de la sangre de la sospechosa facilitaría la prueba que necesitaban, pero que el resultado no llegaría desde Barcelona hasta el día siguiente por la tarde.

– ¿Tiene una confesión?

– No directa -admitió Costa.

– ¿Ha facilitado nueva información en el interrogatorio?

Costa quería pensarlo un momento, pero entonces volvió a oír la voz impaciente de Rabaclass="underline"

– Que si ha dicho algo que no supiéramos ya.

– No. -Costa se sintió derrotado.

– ¿Cuál pudo ser su móvil?

– No tengo ni idea.

Siguieron unos instantes de silencio. No había móviclass="underline" eso dejó perplejo al fiscal.

– ¡Pero algo habrá que impulse a una persona a cometer un asesinato detrás de otro!

– Deberíamos llevarla al psiquiátrico para que hagan una valoración psicológica.

– ¡Descartado! ¡Eso está descartado! Montanyà quiere un móvil, si no, la dejará en libertad. Hablaré con él mañana por la mañana, a las diez. Hasta entonces, piense en algo, Costa.

El capitán le preguntó a Elena, pero tampoco ella supo qué proponer.

Antes de ir a casa, Costa pasó por el aeropuerto a comprar un billete para el primer vuelo a Múnich. Cuando por fin se tumbó en la cama, sus acúfenos volvieron a aparecer. También le dolía la cabeza y, aunque el hambre lo torturaba, no tenía nada en la nevera. Le hubiera gustado tomarse una pastilla para dormir y así olvidarse de todo. Pasó un rato dando vueltas en la cama, pero eso no mejoró las cosas.

Su principal problema era que el plazo que le habían puesto para presentar el móvil de Martina Kluge era muy corto. No tenía nada, ni siquiera un indicio. La muchacha ayudaba a muchas personas de forma altruista, eran tranquila, afable, equilibrada y muy atractiva. El hecho de que ni siquiera él pudiese explicarse sus acciones no la convertiría automáticamente en una enajenada mental ante el juez. La dejarían en libertad bajo fianza y ella se marcharía de la isla. A eso había que añadirle que él mismo tenía dificultades para verla como una asesina a sangre fría. Sentía sudores cuando intentaba imaginar a Martina Kluge como la culpable. La sola idea de haber podido encerrar a una inocente en esa horrible celda del sótano le quitaba el sueño.

Si había alguien que podía ayudarle, ése era Schönbach. Conocía a Martina Kluge desde hacía años, había trabajado en estrecha relación con ella, incluso habían ido a cenar juntos a un buen restaurante hacía poco. A esos sitios no se iba con una empleada que fuera una completa desconocida. A lo mejor Schönbach sabía algo sobre Martina que pudiera explicar su conducta. Además, el cirujano debía estar interesado en que encontraran al asesino de su mujer, así que Costa empezó a preparar su conversación con Schönbach.

Era necesario que mostrara una actitud positiva frente a él si quería conseguir su ayuda. «Tienen que imaginarse gráficamente el resultado que quieren obtener», les había enseñado el psicólogo de la policía en la Academia. De modo que Costa intentó imaginarse que Schönbach lo recibía sonriente y con los brazos abiertos.

No dejaba de intentarlo, pero le resultaba tan difícil que al final se quedó dormido.

A las nueve de la mañana siguiente, Costa cogió el tranvía que iba del aeropuerto al centro de Múnich. El fiscal Rabal esperaba su llamada a las diez para impedir la excarcelación de Martina Kluge, pero Costa decidió no llamar hasta que no tuviera claro qué tipo de criminal era aquella mujer.

Bajó en Marienplatz, subió corriendo la escalera de la estación y al llegar arriba se detuvo un instante a contemplar el carillón de la torre del ayuntamiento. Después pasó por delante de la tienda de exquisiteces Dallmayr, cuyos escaparates estaban repletos de torres de latas azules de caviar de beluga. El capitán miró un momento al Franziskaner, la famosa cervecería, y pensó si tendría tiempo de comerse una salchicha blanca de Baviera, pero después pensó que llegaba tarde, torció hacia la derecha por Maximilianstraße y pasó por delante de Mooshammer para llegar a la consulta de Schönbach.

Costa lo había llamado nada más hablar con Rabal y había quedado con él a las once. Eran las once menos cinco cuando entró en la consulta.

Capítulo 26

El suelo era de mármol de Verona, las paredes estaban pintadas de blanco y los techos esmaltados. En la recepción había varías auxiliares médicas de buena presencia. Todas estaban informadas de que Costa iba a llegar y conocían su nombre. Una de ellas lo condujo hasta la secretaria de Schönbach, que lo saludó con amabilidad y le ofreció un café. Costa le dio las gracias y ella consultó su reloj. Eran las once en punto, así que abrió la puerta del despacho del cirujano.

Schönbach se levantó, lo saludó con circunspección pero con amabilidad y le ofreció asiento.

La sala era muy luminosa y grande, de las paredes colgaban cuadros, seguramente arte moderno del caro. Costa no tuvo tiempo para detenerse a contemplar nada, ya que Schönbach le preguntó de inmediato en qué podía ayudarle.

El capitán le informó del arresto de Martina Kluge y le explicó las circunstancias que habían llevado a él. Schönbach lo escuchó sin decir palabra y, cuando Costa hubo terminado, asintió, pero siguió sin decir nada. Finalmente, fue Costa quien rompió el silencio.

– Estoy muy desconcertado -dijo-, sobre todo porque no entiendo a esa joven. La imagen que tenía de ella no se corresponde con lo que ha hecho.

Schönbach seguía mirándolo en silencio. Ausente, jugaba con una pluma Montblanc de oro entre sus dedos velludos; se había manchado la uña del pulgar izquierdo.

– ¿Tantos motivos diferentes hay para el crimen más viejo de la humanidad? ¿Por qué lo hizo Caín?

Costa no sabía qué quería decir. Además, en ese momento no lograba recordar por qué Caín había matado a Abel. ¿Había sido por una mujer? ¿Porque quería ocupar su lugar? No tenía la menor idea de qué podía responder a eso. Por el contrario, se sentía hasta cierto punto amodorrado.

– Tiene usted razón -dijo.

De nuevo se quedaron un momento callados y Costa pensó que aquella noche habían estado los cuatro en el restaurante de San Rafaeclass="underline" Karin con él, y Schönbach con esa joven tan agradable que acababa de matar a una de sus pacientes.

– No tiene ningún motivo -dijo Costa-. Eso es lo que lo hace tan extraño.

– Se equivoca. Tenía un motivo muy sencillo.

Costa miró a Schönbach. Intentaba febrilmente repasarlo todo de arriba abajo otra vez. ¿Qué podría habérsele pasado por alto? ¿Por qué conseguía siempre ese hombre tan inteligente hacer que se sintiera como un idiota?