– ¿Cuál podría ser? -preguntó.
– Por teléfono le dije que quería comentar con mi abogado si estaba obligado a darle el nombre del beneficiario final de mis donaciones, y él me ha confirmado que no hay ningún impedimento. Es más, me ha aconsejado que colaborase abiertamente con los agentes de la ley.
– ¿Y bien? -Costa no comprendía a qué se refería.
– La beneficiaria es Martina Kluge.
Costa se quedó sin habla. Era incapaz de hacerse a la idea. ¿Por qué precisamente ella, una trabajadora más bien insignificante del centro de belleza?
– ¿Por qué la escogió a ella?
Schönbach explicó que siempre pedía a sus pacientes que no le hicieran ningún regalo y que no lo nombraran heredero. Una donación en vida siempre podía rechazarla, pero en el caso de las herencias, la testadora había fallecido ya. Aunque repudiara la herencia, seguía siendo presa fácil para la prensa. Por eso, después de muchas consideraciones, se había dejado convencer por su abogado para estipular ante notario que el dinero fuese a parar a una buena causa. En Martina Kluge le había parecido encontrar a la persona adecuada. Había estudiado su biografía con detenimiento. La joven había dedicado toda su vida al servicio de los desamparados, los ancianos y las personas solas, y le había hablado con gran entusiasmo de un proyecto que quería hacer realidad algún día: un pueblo autosuficiente para niños de todo el mundo, una auténtica pequeña ciudad de niños, con sus propios talleres de producción, tiendas y escuelas. A Schönbach la idea no sólo le había gustado, sino que le había entusiasmado.
– Por eso ahora estoy tan profundamente afectado por lo sucedido -dijo, y añadió que enseguida le había buscado un abogado a Martina Kluge y le había pedido que pagara la fianza, pero que la decepción había sido enorme.
Schönbach preguntó entonces qué sucedería con ella. Costa le dijo que la llevarían al psiquiátrico para evaluar su estado mental. El cirujano lo miró unos instantes con una frialdad terrible. Costa se extrañó y, en un primer momento, pensó que lo había ofendido de alguna manera, pero la verdad es que no podía haber sido por su comentario. Schönbach, sin embargo, recobró enseguida la calma y le sonrió.
– ¿Acaso existe algún indicio de que esté desequilibrada?
Costa hizo un gesto para quitarle importancia y dijo que él no era quién para juzgar algo así. Después Schönbach quiso saber qué significaba eso del psiquiátrico en España.
– La recluirán en una institución de Barcelona donde la tendrán en observación durante varias semanas y la examinarán en busca de cualquier posible síntoma -explicó Costa.
Schönbach volvió a adoptar de pronto esa expresión gélida, pero enseguida se obligó a sonreír y quiso saber si el capitán tenía alguna otra pregunta.
– Sí, tengo una pregunta más. Todavía no entiendo todo eso de las herencias, ¿cómo puede una paciente dejarle toda su fortuna a su médico? Cuando no existen circunstancias especiales, quiero decir…
– Yo creo que están en su derecho. Sin embargo, en los casos que lo ocupan a usted sí había circunstancias especiales. La señora Brendel se sentía enormemente agradecida conmigo porque había logrado recomponer a su hijo después de que quedara destrozado en un accidente con un camión. -Schönbach se levantó y abrió un armario-. Quiero enseñarle un par de fotografías para que pueda hacerse una idea.
Dejó tres fotos sobre la mesa: una de poco antes del accidente, una de antes de la operación y otra de después de la intervención y la posterior terapia. Costa quedó sobrecogido. ¡Lo que estaba viendo era increíble! La fotografía del centro mostraba un rostro completamente desfigurado. Cosas así sólo las había visto en el depósito de cadáveres. El capitán comprendió cuál era el arte que dominaba ese hombre.
– Eso puedo entenderlo -dijo Costa-, pero con la señora Scholl y la señora Haitinger las circunstancias eran otras.
– Tiene razón. Cada caso es diferente. La señora Scholl padecía una tensión superficial patológica, como yo lo llamo. Todos los miedos que en una persona normal se traducen en una u otra cosa, la señora Scholl los llevaba escritos en su exterior. Sobre todo en el rostro. Llevaba el alma en la piel, no dentro del corazón. Ella rechazaba ese exterior. «No puedo mirarme», decía. Después de dos operaciones, volvió a gustarse y por fin sintió alegría al verse en el espejo. Podría decirse que la liberé de su ceguera. Para ella fue como nacer de nuevo. En esos casos, la gente siente mucha gratitud y quieren darlo y regalarlo todo.
Costa estaba fascinado. Nunca había visto las cosas desde esa perspectiva. Esos pensamientos le habían sido ajenos hasta entonces.
– ¿Y la señora Haitinger? -preguntó con curiosidad.
– La señora Haitinger fue un caso muy complicado. Se definía a sí misma únicamente a través de su marido.
Costa le preguntó qué quería decir con eso.
– No sabía cómo debía ser, lo que tenía que hacer o dejar de hacer si su marido no se lo decía. Solamente existía a través de las concepciones de él.
Schönbach miró a Costa pensativamente, como si reflexionara si un agente podría llegar a entender algo así.
Costa recordó las declaraciones de Franziska Haitinger.
– ¿Vino él aquí con ella y determinó qué tenía que operarse?
– Sí. Por eso, antes de la intervención, mantuve varias conversaciones con ella en las que intenté descubrir cómo le gustaría verse a sí misma.
– ¿Cómo lo consiguió?
La Franziska Haitinger que había conocido Costa era una mujer muy bella pero esquiva, que no desvelaba fácilmente nada de sí misma.
– Fue muy difícil. Muchas veces gritaba de miedo.
– ¿Cómo es eso?
– Era como si sobre ella se cerniera la gran prohibición de comportarse con naturalidad. Un gran «Prohibido Franziska», tal como yo le decía. No podía ser ella misma. Estas cosas provienen de la infancia. Es la forma más sutil de anulación de un niño por parte de los padres. El niño no puede ser lo que es, tiene que ser de otra manera o no existir en absoluto.
– ¿Y pudo ayudarla?
– Cuando todo hubo cicatrizado y volví a verla en Vista Mar, parecía haber vuelto a nacer. Quería desprenderse de todo lo que tuviera relación con su anterior vida y su marido. Entre otras cosas, también de su fortuna.
– ¿Cómo llegó hasta usted?
– Los pacientes más sensatos se informan a través la Sociedad Alemana de Cirugía Plástica y Reparadora. Allí reciben un asesoramiento adecuado. Es cierto que hoy en día hay mucho listillo en este negocio, médicos que en su vida han tenido un escalpelo en la mano y que se ponen a cortar con una motivación económica sin disponer de las instalaciones necesarias. También existen empresas privadas de estética montadas por varios médicos únicamente como máquinas de ganar dinero. ¿Qué asesoramiento va a recibir un paciente en esos sitios?
– ¿Conoce a alguno de esos «listillos», como dice usted, de primera mano?
– No. Yo soy cirujano plástico. He recibido una formación muy especializada y siempre me he dedicado en exclusiva a mis pacientes y a la medicina.
Sin embargo, Franziska Haitinger había acudido a Schönbach por recomendación del doctor Teckler. Costa había querido preguntarle por ello y él había eludido la respuesta con habilidad. Naturalmente que Schönbach conocía a esa clase de médicos; el ejemplo que le había puesto se correspondía con su experiencia en Medico Ästhetik. ¿Por qué no quería Schönbach, que estaba muy por encima de esos «listillos», mencionar la clínica de Offenbach? ¿Qué sabía Teckler que él no supiera ya? Costa hizo un último intento.
– ¿Hay alguna ciudad en Alemania en la que no quisiera trabajar?